miércoles, 14 de enero de 2009

ARRIBA DE TODO - Sergio Gaut vel Hartman

No les voy a contar todas las peripecias que jalonaron la llegada al Cielo de Lauría. Digamos que llegó, enfrentó al secretario de Dios, un tipo malcarado de apellido Fernández y le exigió que lo dejara pasar.
—¿Está loco? —dijo Fernández.
—No, anormal, estoy muerto.
—Está bien —dijo Dios saliendo del baño. Debajo del brazo tenía un ejemplar de El Gráfico del 12 de mayo de 1935, uno en el que sale el paraguayo Arsenio Erico en la tapa, y cara de pocos amigos; Dios, no Erico, que era un paraguayo buenísimo. Por lo visto Fernández se había olvidado de reponer el papel higiénico—. ¿Qué quiere, Lauría? —Está de más decir que Dios se sabía todos los números e El Gráfico de memoria pero los seguía leyendo porque ama la nostalgia.
—¿Se puede saber adónde lo mandaron a Becerra? Hace una eternidad que lo busco. Lo busqué por todas partes. Hasta en el infierno de los tughs: la diosa Khali casi me estrangula...
—Escúcheme, Lauría: ustedes dos me tienen podrido; han puesto la creación cabeza abajo mientras estuvieron vivos. ¿Debo entender que ahora que están muertos se proponen seguirla aquí arriba?
—Usted sabrá eso, no yo. Sus designios son inescrutables, casi siempre —agregó—. Arriba, abajo; usted sabrá.
—¿Qué insinúa? —Dios volvió a fruncir el ceño. Lauría pensó que tal vez el problema no era el papel higiénico sino un feroz estreñimiento.
—¿Existe algo así como la insinuación para el Ser Supremo? —se burló Lauría—. Creí que a este nivel sólo se manejaban con certezas.
Dios miró a Lauría con una divina mezcla de furia, odio ciego e impotencia, si tal cosa es posible, y estalló como un capo mafia cualquiera. —¡Fernández!
—Si, señor —dijo Fernández cuadrándose y llevando la mano derecha a la frente—; a sus órdenes.
—¿De qué agujero lo sacó a Fernández, Dios? —dijo Lauría.
—No es algo que le incumba —repuso Dios mirando con asco a su esbirro. Hasta Lauría hubiera sido preferible como secretario.
—Es un redimido del Olimpo, ¿no?
—¿Fernández tiene pinta de griego, Lauría? ¿Es estúpido o qué?
—No de ese Olimpo, Dios —bufó Lauría—, del otro, del garage.
—Ah, del otro, claro. —Dios hizo de cuenta que revisaba unas fichas y Lauría se armó de paciencia. Ya le habían contado que ahí arriba las cosas eran como eran, no como a uno le hubiera gustado que fueran.
—Podrían informatizar, ¿no?
—¿Perdón?
Lauría hizo un gesto con el dedo que abarcaba todo lo creado y lo aún por crear. —Que podrían poner computadoras, digo.
—Eso. Sí podríamos. Pero para eso habría que dejar el asunto en manos de... ya sabe... —Dios apuntó con el dedo hacia abajo. —No es confiable. Es más difícil jaquear las fichas que escribimos a mano que craquear un programa.
—Hombre de poca fe —murmuró Lauría.
—¿Qué dijo?
—Ya sabe, ¿se lo tengo que repetir? Usted sabe todo, creo.
Dios miró a Lauría un momento. El tipo se tomaba muy a pecho ese asunto de que todo lo creado, pasado, presente y futuro, se deslizaba como aceite por los dedos de Dios. Pero para Dios no era tan sencillo. Mantener todas las bolas en el aire todo el tiempo no sólo supone ser el mejor prestidigitador, sino que además no hay margen para distraerse, nunca. Se lo dijo en la cara. —¿Sabe qué pasa, Lauría?, para mantener todas las bolas en el aire todo el tiempo no solo hay que ser el mejor prestidigitador, sino que además no hay que distraerse, nunca, entiende. Yo sé todo y lo puedo todo, pero usted me saca de quicio.
—Perdón, a ver si lo entendí bien. ¿Eso significa que aparte de crear la creación original usted se involucró en la facturación de un sistema marginal, un universo lateral, obviamente también creado por usted, claro, pero que actúa de un modo autónomo hasta el punto de distraerlo de la realidad principal, a la que llamaremos, por una cuestión de pura comodidad y no porque ese sea el nombre que le corresponde por derecho, Realidad A?
Dios resopló de un modo que seguramente produjo un huracán cósmico de tal magnitud que dos o tres galaxias se fueron por el sumidero. Pero ese no es el tema de este cuento.
—¡Aquí está! —exclamó Dios sosteniendo triunfal, con dos dedos, una ficha bastante ajada—. Su querido amiguito Becerra está en GL89 UE82 ST12 CK45.
—Ah, gracias, muy ilustrativo —se mofó Lauría—. Supongo que GL89 es el nivel, UE82 el escalón, ST12 el estante y CK45 la gaveta.
—Casi bien —se contraburló Dios—. GL89 es el universo, UE82 la galaxia, ST12 el sistema solar y CK45 el planeta.
 —¿Trata de hacerme creer que Becerra fue resucitado en el planeta CK45 del sistema solar ST12 de la galaxia UE82 del universo GL89?
—¿Y usted se cree que a mí me sobra la materia como para andar despilfarrándola en cadáveres? Desde que decidí reconfigurar lo creado y tender a una optimización de los recursos me limito a hacer desaparecer a los finaditos de aquí y hacerlos reaparecer ahí, tras una leve operación cosmética destinada a que el muerto de ayer sea el vivo de mañana. Racionalización, Lauría, racionalización. Y ahora déjeme en paz y váyase por donde vino antes de que se me suba la mostaza y lo saque a patadas en el tujes. —Dios desenrolló su ejemplar de El Gráfico, materializó una mesa, una silla, una taza de café con leche, tres medialunas y tras sentarse sin volver a mirar a Lauría reinició la lectura.
 —Una última cosa —dijo Lauría.
—¿Qué? —dijo Dios sin levantar los ojos de la revista.
—¿Tiene necesidad de leer los resultados? ¿No los sabe?
—Los sé, pero no me los acuerdo.
—Una última cosa —insistió Lauría.
—Ya dijo la última.
—Una más última. Esta sí que es la última.
—Bueno.
—¿Cómo voy al planeta CK44 del sistema solar ST13 de la galaxia UE83 del universo GL88?
—¿Lo hace a propósito?
—¿Preguntar?
—Preguntar mal. Es el planeta CK45 del sistema solar ST12 de la galaxia UE82 del universo GL89.
—Sí, lo hice a propósito, para ver si estaba atento.
—¿Me está tomando examen? —bramó Dios.
—Dios me libre y guarde —dijo Lauría—, omnipotente y todopoderoso señor.
—Entonces me está tomando en solfa.
—Dios me libre y guarde —repitió Lauría—, omnipotente y todopoderoso señor.
Dios hizo un rollo con El Gráfico y lo convirtió en una estaca. Lo golpeó sobre la mesa y saltaron chispas. Las chispas interesaron la madera y la transformaron en una tea. Dios sacudió la tea por encima de su cabeza y la tea fue una cimitarra.
—¡Impresionante! —dijo Lauría. Se metió la uña entre dos dientes y escarbó un poco—. ¿Quiere? —dijo extendiendo hacia Dios un trozo de materia marrón, residuo del asado comido en la estancia de don Gumersindo Pérez Uriosa poco antes de morir. Seguramente fueron los chorizos, que no estaban en buen estado.
Dios clavó la cimitarra sobre la mesa. La mesa no se transformó en nada.
—Vamos a hacer una cosa, a ver si me deja en paz. 
—Negociemos —dijo Lauría—, eso, negociemos.
—No, no vamos a negociar nada —dijo Dios, otra vez furioso—. Yo le voy a conceder una gracia, porque soy el que soy.
—¿Se va a disfrazar de Becerra? —Los ojos de Lauría se iluminaron. —¡Cómo extraño a mi amigo! A veces lo extraño tanto que tengo miedo de haberme vuelto homosexual.
—No me voy a disfrazar de nada. —Dios se detuvo justo a tiempo; había estado a punto de decirle que disfrazarse no es algo apropiado para alguien tan solemne y glorioso como Él. —Le voy a traer a su puto amigo y después, sin hacer un solo comentario más se van a ir de aquí y no van a volver nunca más hasta el día del Juicio, ¿entendió?
—No, la verdad que no. Usted se contradice. Si regresamos el día del Juicio y usted sigue a cargo del negocio no vamos a poder contener la risa.
Dios no contestó. Decir que Lauría rebasaba todos los límites, vulneraba las reglas, quebrantaba los estados, atropellaba las fronteras, y se pasaba por las pelotas a Dios y a la Holy Creación era decir poco.
Pero mientras Dios reflexionaba, ponderando con cuidado su próxima jugada, Lauría desclavó la cimitarra y decapitó a Fernández. 
—¿Qué hizo?
—Dígame, Dios, ¿usted ve poco y mal? Acabo de cortarle la cabeza a Fernández. ¿No se nota? —Lauría estaba tan salpicado de sangre que parecía un probador de salsas de una cantina italiana.
Dios se forzó a guardar silencio, habida cuenta que, desde que Lauría merodeaba por los alrededores, todo era usado en su contra. Abdujo a Becerra desde el planeta CK45 del sistema solar ST12 de la galaxia UE82 del universo GL89  —vulgarmente llamado Banjanin por sus habitantes— y lo sentó en la silla frente a la mesa en la que todavía humeaba el café con leche y permanecían intocadas las tres medialunas.
—Aquí tiene a su amigo —dijo Dios—. No le estoy pidiendo nada a cambio. Pero supongo que mi gesto será convenientemente apreciado. Quiero decir, supongo que ahora me dejarán en paz.
Lauría contempló horrorizado a la criatura que sorbía ruidosamente el café con leche utilizando un apéndice vermiforme tornasolado, bastante parecido a un tramo de intestino de jirafa. El ser tenía aspecto de chirimoya y color verdoso; cinco orificios simétricos, semejantes a bocas de bordes dentados con ojos estrelloides sobre cada uno de ellos, indicaban a las claras que los naturales de Banjanin eran criaturas exocretáceas, de respiración osmótica y reproducción esporádica. Becerra había venido con el cuerpo con el que había renacido en CK45, claro.
—¿A usted le parece que yo puedo aceptar que esta porquería es mi amigo del alma? ¿Cómo va a convencerme de que esto es Becerra?
—¡Es Becerra, carajo! —exclamó Dios—. Las criaturas de Benjanin son así.
—¡A su imagen y semejanza! —chilló Lauría—. ¡Nos ha tenido engañados por siglos y siglos.
—Puedo tener ese aspecto, si quiero —dijo Dios.
—Lindo aspecto para ser crucificado —dijo Lauría con sorna—. Un alcaucil con soretes colgando a los costados. ¡Muy bonito y funcional!
(Esto daría para otro cuento, pero ya escribió uno parecido Cortázar, cuando era un crío, así que mejor lo dejamos).
—Tómelo o déjelo —dijo Dios—. Es Becerra. Tiene la materia y el alma de Becerra, aunque organizadas de otro modo. Y si se empeña, y a pesar de las dificultades que entraña, puedo hacerlo pensar y hablar como Becerra.
Por primera vez en mucho tiempo Lauría pareció bajar una o dos atmósferas de presión.
—Dígame, ¿usted es Becerra, criatura?
—Soy Becerra, Lauría. Soy un hombre prisionero en el interior de un extraño ser. Este cuerpo es una jaula para mí.
—¡Qué desgracia! —se condolió Lauría—. Mire lo que ha hecho de mi amigo.
—No lo hice a propósito —se defendió Dios—. Estaba en el Plan.
—Buena mierda de Plan. Parece un plan de ahorro previo para comprar electrodomésticos.
—¿Electrodomésticos? —dijo Dios.
—No me diga que no sabe lo que son. Aspiradoras, enceradoras, hornos a microondas...
—Ah, eso. No, no ese tipo de plan.
—Déjelo en paz, Lauría —dijo Becerra. Su voz sonaba como la de un enano que hablara a través de papel metalizado desde dentro de un inodoro—. ¿No tenemos bastantes enemigos? Acuérdese de los chinos, del déspota que me encerró por el asunto de las estampillas y de la escribana a la que usted le mató el perrito a patadas. ¿Ahora quiere que nos enemistemos también con Dios?  
—Escuche a su amigo, Lauría —dijo Dios—. Es la voz de la sensatez.
—No lo escucho un carajo. Es un extraterrestre de mierda en el que usted puso una grabación.
—¿Que yo puse qué? —dijo Dios retrocediendo un paso. Las palabras de Lauría estaban más allá de toda lógica; nadie, nunca, se había atrevido a tanto.
—Lauría, por el amor de Dios —dijo el extraterrestre de Banjanin que se hacía pasar por Becerra—, pida disculpas y deje de comportarse como un ordinario.
—¿Se da cuenta? —dijo Lauría encarando a Dios, que retrocedió otro paso—. Becerra jamás me sugeriría que pida disculpas. Becerra es un imbécil, un pusilánime, un batata, un zafio, un petómano y un pirómano, pero me respeta. Este monstruo es un engendro que usted creó para salirse con la suya, pero no se crea que me va a engañar. ¡Vamos, a papá mono con bananas verdes...!
Dios perdió la paciencia y empezó a buscarla.
—¿Adónde habré metido la paciencia? —dijo Dios poniéndose en cuatro patas debajo de la mesa como quien busca una cucharita de plata que se le ha caído.
—Esto me recuerda —dijo la criatura que se hacía pasar por Becerra hipando como si estuviera conteniendo una carcajada— el día de las chinas, cuando estábamos en el bar y se me cayó la cucharita debajo de la mesa. 
Lauría sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Avanzó hacia la chirimoya o alcachofa palpitante en la que se había convertido Becerra por obra y gracias de un Plan que —digámoslo con todas las letras— era por lo menos poco afortunado, y trató de rodearla (rodearlo) con sus brazos.
—¡Querido Becerra! —exclamó Lauría—. ¡Qué feliz me siento!
—Lo siento —dijo Becerra, confundido—, el que está sentado soy yo. Siéntese. —Pero ciertas constituciones (y no estoy hablando de la de los Estados Unidos o de la de Tonga) no son las ideales para moverse con destreza. Becerra (o el banjaniano, o la chirimoya, como prefieran) rodó encima de la mesa y se llevó por delante el café con leche, por entonces helado, y las mediaslunas. El peso de la criatura sobre una mesa creada por Dios de apuro y sin la más mínima ortodoxia, se derrumbó como si fuese un castillo de naipes. Pero una desgraciada circunstancia vino a complicar aún más las cosas. Recuerden (y si no recuerdan retrocedan algunas líneas) Dios andaba a gatas por el suelo buscando su paciencia perdida, por lo que la evaporación súbita de la mesa propició que la masa del banjaninano impactara de lleno en su espalda.
—¡Ouch! —exclamó Dios al recibir los ciento cincuenta kilos de Becerra sobre el espinazo. A renglón seguido ambos yacieron uno junto al otro, con los brazos y apéndices entrelazados en unas posiciones que hicieron las delicias de los acólitos de la red universal de pornógrafos, asociación que como todos saben tiene cámaras automáticas apuntando a todos los sitios determinados con antelación por el Oráculo de Inferencia Probabilística.
—¡Qué asco! —exclamó Lauría, que como todo pervertido es en el fondo un pacato y viceversa.
Dios se levantó de un salto, asumiendo de una vez y para siempre la pérdida de su paciencia, se calzó el borceguí de titanio y sin volver a pronunciar palabra despachó a Lauría a las profundidades con una certera patada en el culo. Con Becerra tuvo algunas dificultades logísticas, ya que no acertaba a determinar con exactitud donde tenía el culo el banjanita, pero finalmente se decidió y pegó en cualquier parte. La alcachofa siguió una trayectoria similar a la de su predecesor y el Cielo se vio por fin libre de desperdicios.
Mientras caían (del Cielo al Infierno hay un largo trecho), Becerra preguntó:
—¿Cómo se lo imagina al Diablo, Lauría?
—¿Me lo pregunta en serio, Becerra?
—¿Le parece que estoy como para preguntar idioteces?
—Tiene razón.
—¿Entonces?
—No tengo idea, pero le garantizo que le vamos a hacer pasar un rato muy entretenido.

2 comentarios:

  1. Me encantó el desparramo de la mesa ¡Qué imaginación, master!

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  2. Muy bueno. Lauría y Becerra se sentirían cómodos, me parece, en GE.

    Francisco

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