jueves, 12 de febrero de 2009

VÍCTIMAS DEL PAN CON MANTECA - Sergio Gaut vel Hartman

En vida, Gilda y Rodrigo no se conocieron, pero una vez muertos, el gran necrocelestino Mirto El Grande se ocupó de hacerles gancho. Al principio Gilda no quería saber nada con Rodrigo ni con ningún otro muerto porque le daban asco y ni siquiera se atrevía a mirarse al espejo. Pero por esos diches (los días-noches del ultramundo se llaman diches) se murieron Lauría y Becerra (al mismo tiempo, en un accidente fatal; chocaron contra una nave extraterrestre mal estacionada) y fueron a parar a la sección del ultramundo que los veteranos llaman Necrosario, la misma en la que estaban Gilda, Rodrigo y Mirto. Como cualquier lector avispado de la serie ya habrá conjeturado, Lauría no tardó lo que se dice nada en poner el lugar patas para arriba. Por lo pronto, aunque nunca antes había sido necrocelestino, quiso hacerle la competencia a Mirto y empezó a concertar citas entre muertos inverosímiles como Sade y La Flor Azteca, Proserpina y Ricardo Giorno, Nerón y Atila, el polaco de la heladería y Madonna, Navratilova y el Golem y así por el estilo. Mirto El Grande se arrancaba las orejas a cada rato de puro desesperado (pelo ya no tenía cuando estaba vivo) y trató de empujar a Lauría más allá del horizonte de eventos, pero nuestro héroe es duro y si pudo sobrevivir a todas las peripecias que lo hice afrontar en los cuentos anteriores de esta serie no iba a claudicar ante los empellones de un mariquita de la tele.
—¿Se puede saber qué mosca lo picó? —dijo Lauría cuando vio que Mirto se mutilaba de un modo muy grosero delante de una cohorte de querubines imberbes que, corresponde aclararlo, no parecían impresionados en absoluto.
—¡Yo estaba tranquilo! —aulló el necrocelestino—. Era como una reina, acá. Organizaba encuentros, desfiles, debates inteligentes que se transmitían a todo el Necrosario y yo era feliz. Pero llegó usted… usted… usted es como una plaga, ¡es una enfermedad!
—¿Una enfermedad infecciosa? —replicó Lauría—. Nah. Pavadas. Lo que pasa es que a usted le gusta victimizarse, amigo. ¿No es cierto, Becerra?
Becerra se encogió de hombros. Extrañaba a Tetas más de lo que se extraña el pan con manteca salado y su única esperanza era que la guacha se muriese y viniera al Necrosario a hacerle compañía.
—¡No es cierto, Becerra! ¡No es cierto, Becerra! —remedó Mirto—. ¿Se puede saber por qué y para qué se inmiscuye donde no lo han invitado? ¿Lo invité a almorzar, yo, acaso?
—La libre competencia —aclaró Lauría— es un elemento clave para un eficiente funcionamiento de la economía, aquí, allá y más allá.
Mirto se frenó en seco.
—¿Hay más allá de acá?
—¡Claro! Hay muchos más allás.
—Más allases —corrigió Becerra.
—Más allaes, en todo caso —retocó Mirto.
—Como gustéis —ironizó Lauría—, pero antes de morirme quiero construir un imperio como el de Will Gueits.
—Ya está muerto —dijo Mirto—. ¿No le avisaron?
—¿Murió Will Gueits? ¡Qué espanto! ¡Qué horror! ¡Tan joven! ¡Tan rico!
—Usted.
—Yo no soy rico —se atajó Lauría, que se veía venir la cosa por el lado de la presión impositiva encubierta—. Soy más pobre que una laucha; me encanta Lolita Torres, y antes de eso Miguel de Molina y todo lo kitsch y berreta del mundo, como los boleros. Y después Almodóvar. ¿Ve que después de todo tenemos gustos en común?
—No dijo eso —aclaró Becerra—. Dice que nosotros estamos muertos.
—Jajajá. No me hagan reír. Para que yo me muera primero se tiene que morir el autor, y no sé si eso va a ocurrir algún día, porque si bien es seguro que el autor es mortal, yo aspiro a la inmortalidad. ¿Le parece presuntuoso y arrogante, Becerra?
—¡No, qué me va a parecer! —Becerra sabía que contradecir a Lauría era más peligroso que masticar navajas oxidadas.
—Hablemos en serio —dijo Mirto acomodándose la túnica.
—Dele —dijo Lauría.
—¿Puede explicarme los motivos por los cuales usted ha invadido mi espacio, involucrándose de un modo insidioso en las actividades que vengo desarrollando desde hace incontables diches?
—Habla bien, el puto. ¿No es cierto, Becerra? Parece un abogado.  
Mirto iba a replicar, pero en ese momento pasó Gilda del brazo de Rodrigo. Gilda estaba embarazada de siete meses; era la primera vez que eso ocurría en el Necrosario.
—Mi mayor éxito —dijo Mirto abanicándose con las manos—. Ese vástago será el artista popular más popular de todos los tiempos.
—No lo dudo —dijo Lauría guiñando un ojo y propinándole a Becerra tal codazo en el plexo que este cayó al suelo boqueando.
—Eso no me gustó nada —dijo Mirto levantando un dedo acusador.
—Becerra está acostumbrado.
—No me importa Becerra. Hablo de la ironía implícita en su comentario acerca del hijo de Gilda y Rodrigo. ¿Alguna vez le dijeron que usted es un típico vesánico?
—Cientos de veces. ¿A qué viene?
—Piensa que se trata de un embarazo fraudulento y no disimula, ni siquiera por cortesía.
Lauría contempló a Mirto como si en la heladería le hubieran sustituido el chocolate por algo que no se debe nombrar en un cuento serio y delicado como este.
—Becerra, ¿se imagina si Mirto hubiera estado entre los concurrentes a mi conferencia de Elortondo, cuando tuve esa formidable erección producto de la lectura de los sagrados textos de los Padres de la Iglesia?
—¡Por favor! —musitó Becerra en un hilo de voz, aún sin aire.
—¡Ay, ay, ayayay! —exclamó una voz melodiosa. Era Gilda que iniciaba su trabajo de parto antes de tiempo.
—Lo que yo dije —observó Lauría—: sietemesino.
—¿Cuándo dijo eso? —Mirto empezó a mirar hacia todos lados en busca de una ambulancia que llevara a la parturienta a la maternidad para que una partera, un obstetra y un neonatólogo se hicieran cargo de la madre y de la criatura. Pero en realidad debo aclarar que el pobre sujeto estaba pasando por un eclipse de sus facultades, ya que como todo el mundo sabe no hay ambulancias, maternidades, parteras, obstetras y neonatólogos en el Necrosario porque tampoco suele haber parturientas. Esa clase de eclipse se llama síndrome de Ronea-Darelo y tiene su origen en la fibrilación de las fibras de la trama bránica. Pero no voy a perder el tiempo explicándoles esto a ustedes, que de mecánica cuántica entienden menos que Paris Hilton.
—¿Me puede conseguir un vaso de agua Perrier? —Becerra seguía boqueando y se había puesto azul. Pero la posibilidad de asistir al parto del hijo de Gilda y Rodrigo lo dio vuelta como un guante y se limitó a improvisar algo para salir del paso.
—El viajero del tiempo, que incidentalmente es también el autor de esta serie, buscará la forma de traerle a Tetas para que lo atienda, ¿se conforma?
La sola mención de su novia hizo que Becerra se sintiera un poco mejor. El tono de la piel del pobre diablo pasó al lila y de allí al carmesí, componiendo una insólita remembranza de lo acontecido en el planeta de los hermafroditas gordos (historia que se narró en otro cuento de esta serie; no sean vagos y léanla completa; no puedo estar repitiendo una y otra vez los mismos hechos).
Gilda cantaba los últimos acordes de su parto cuando Lauría, montado en unos rollers que había conseguido a precio de escándalo en un cambalache del Necrosario, llegó junto a ella. Rodrigo también cantaba, aunque sin los equipos de sonido y el acompañamiento correspondiente sonaba como una puerta con los goznes llenos de herrumbre, cuando la sacude el Pampero, a las tres de la mañana, en el medio del campo.
—¿Qué tal? —dijo Lauría tratando de hacerse el simpático—. ¿Cómo va la parición? Seguro que va a parir un guachito lindo.
—¿Usted quién es? —dijo Rodrigo, quien para hacerlo había tenido que dejar de cantar.
—Doctor Lauría, obstetra. Aquí tiene mi tarjeta.
—¿Universidad de San Herma, planeta Carmesí? Nunca la oí nombrar. 
—Usted ignora tantas cosas —dijo Lauría apoyando la mano en el hombro del cantante y bajando la cabeza consternado— que si yo empezara a enseñárselas ahora este cuento se convertiría en una saga como las de Frank Herbert.
—Ya desesperábamos —dijo Gilda en pleno jadeo—; nos pareció que en este lugar no había médicos.
—¡Por favor! Esto es más que el primer mundo, es el intermundo. Yo soy obstetra y mi colega Becerra es proctólogo.
—Ultramundo —corrigió Gilda entre jadeos.
—Es casi lo mismo: ultramundo, inframundo, seudomundo. ¿Se cree que no leí las obras completas del gran filósofo cuántico Samael Aun Weor?
—¡En serio! —Rodrigo estaba encantado—. Travolta y Cruise están por renunciar a la basura diabética y se afiliarán a nuestra secta.
—¿Diabética? —Becerra buscó perplejo la explicación de Lauría, pero vio que este le hacía la seña correspondiente a “no lo corrija para evitar que quede en evidencia la ignorancia del sujeto”, y se quedó en el molde.
—¿Pueden apurarse? —jadeó Gilda.
—Tiene razón —dijo Lauría hurgándose la nariz con una uña larga y sucia—. Aunque si lo pensamos en profundidad, esta criatura debe ser Jesucristo en su segunda venida. ¿Qué otra cosa puede nacer en este sitio?
—¿Le parece? —Rodrigo estaba encantado con la nueva idea. Todo le encantaba, a Rodrigo.
—No me parece —dijo Lauría—. Estoy absolutamente persuadido. Y si es Jesucristo no hay necesidad de inmiscuirse en el parto, convirtiendo algo sagrado en banal.
—¿Está seguro, Lauría? —susurró Becerra. No quería, una vez más, ser víctima de un despropósito pergeñado por su amigo.
—Tan seguro que le voy anunciando que esos tres que vienen trotando son los otros tantos reyes magos.
—Buenas —dijo el primero de los reyes magos, que se parecía sospechosamente a John Lennon—. Venimos a entregar un pedido de albahaca, cedrón, tomillo y laurel.
—Y también mirra, oro e incienso —agregó el segundo rey mago que se parecía demasiado a Freddy Mercury.
—¡Ustedes, ustedes…! —Mirto el Grande, campeón de los cholulos, no podía creer lo que sus ojos le informaban. Y menos, cuando constató que el tercer rey mago era Elvis Presley.
—Lauría —murmuró Becerra hablando por una raja de la comisura.
—¿Qué, Becerra?
—Me parece que una vez más va a ser necesario el Deus ex machina para arreglar la trama porque esto se fue irremediablemente al carajo.
—No lo crea. El autor aparecerá como en casi todos los otros cuentos de la serie y arreglará la trama con uno de esos golpes maestros a los que nos tiene acostumbrados.
—¿Qué le estaba diciendo?
—No lo sé, Becerra, no lo sé. No presto atención cuando usted habla porque no dice más que estupideces.
—Listo —dijo Gilda alzando al crío. Era muy lindo. Tenía ojos celestes y aspecto de Niño Dios de Pesebre Navideño.
—Parece como si tuviera cinco o seis años, ¿no? —Becerra extendió el dedo para hacerle “ajó” y recibió una dentellada que le arrancó la falangeta.  Y en ese mismo momento, mientras el mutilado trataba de contener la sangre que brotaba a chorros del muñón, el cielo se abrió en dos como el mar Rojo y se descolgó una plataforma sostenida por ocho recias cuerdas. Sobre la plataforma, vestida de túnica dorada con un gran escote, estaba Tetas, y yo a su lado. Considerando que casi no habíamos ensayado, la performance nos estaba saliendo bastante bien.
—¡Deus ex machina! ¡Deus ex machina! —corearon los acólitos de la nueva religión.
—¿Le dije o no le dije que nos iba a madrugar? —Lauría contempló a Becerra con expresión asesina y estiró la mano para estrangular a su amigo.
—¡No me dijo! —Pero esta vez Becerra estaba preparado, y sobreponiéndose al dolor, extrajo de un bolso el AK-47 que le había comprado a la escribana Henríquez Rico por monedas. Sin vacilar, disparó una andanada de confites que cortaron por el medio a Lauría.
—¡Este es peor que el otro! —se espantó Mirto.
—Amaos los unos a los otros —dijo el Niño.
—¡Ya sé quién armó este berenjenal! ¡Es uno que yo conozco! —exclamó Lauría que no tenía la menor intención de morirse de nuevo, aunque estuviera cortado al medio, y mucho menos delante de una multitud de simpáticos lectores como ustedes. (Sí, usted, lector; y no tome este elogio como un gesto demagógico). 
—¿Quién es? —dijo Becerra, que una vez más entraba por el ojo de la aguja igual que el falso camello de las Escrituras.
—No se merece que se la haga fácil, después del acto aberrante que acaba de perpetrar.
—Fue sin querer —musitó Becerra, a quien la satisfacción le había hecho crecer una nueva falangeta—. Y de todos modos usted me provocó.
—¿Qué le hizo a Lauría, Becerra? —exclamó Tetas que por fin había podido bajar de la plataforma y poner los pies en tierra.
—Lo corté en dos usando la AK-47 que le compré a su amiga por unas pocas monedas.
—¡Treinta dineros, siempre treinta dineros! —Tetas alzó los brazos y se mesó los cabellos realizando un movimiento tal que la túnica —que más bien era un batón— se abrió por completo, dejando al descubierto sus orondos atributos de vestal new age.
—Ps, usted.
—¿Yo? —dije.
—Sí, usted; acérquese. Como su preclara inteligencia habrá cogitado, yo no puedo moverme.
—¿Qué?
—¿No se le fue la mano? —susurró Lauría.
—No me parece. Está lindo.
—¿Y le va a dejar este título de mierda?
—¿Por qué no? “Testamento apócrifo” es peor.
—Mire: no voy a discutir con usted. Pero más vale que arregle este desastre porque si no se va a tener que buscar otro personaje. No puedo seguir adelante dividido en dos mitades.
—Es cierto —admití—. Tengo que arreglar esto. Pero ahora no se me ocurre cómo. Vamos a hacer lo siguiente. Usted se queda en el Necrosario con Mirto y los chicos estos que cantan tan lindo, y tanto Tetas como Becerra y un servidor nos montamos en la alfombra mágica, que no es otra cosa que un nuevo modelo de máquina del tiempo, y nos vamos a dar una vuelta por la segunda mitad del siglo XXI. El pobre Becerra ha viajado tan poco…
—¡Espere! No me puede dejar así. Es una crueldad.
Me planté frente a las dos mitades de Lauría con los brazos en jarras y moví la cabeza de arriba abajo varias veces. —Justo usted.
—El príncipe Vladimir del Kievan Rhus se redimió de una vida entera de lujuria, promiscuidad y concupiscencia y hasta lo santificaron.
—¿Y eso, a qué viene?
—Lo leí esta mañana y me pareció que calzaba bien. ¿A usted no le parece?
—No.
—Déjeme algo de comer, por lo menos.
Compré cinco kilos de pan de centeno, lo corté en rebanadas finas, lo unté con manteca, le puse sal y se lo dejé al alcance de la mano. También le dejé hilo de coser y agujas. Seguro que iba a hacer una chapuza, pero no era asunto mío.
Mientras mi máquina del tiempo se alejaba rumbo a 2069, alcanzamos a oír a los chicos que atacaban con el tercer acto de Lohengrin. Alguna vez, la más fea del baile le tenía que tocar a Lauría.

martes, 3 de febrero de 2009

TESTAMENTO APOCRIFO - Sergio Gaut vel Hartman

¿Les dije que soy el viajero temporal que se menciona en otros cuentos de esta serie? Ese, el propietario del tentáculo neural que sirve para capturar material digitalizado si se utiliza vinculado a un wub electrónico de un terabyte, el que le obsequié a Becerra cuando estuve de paso por los primeros años del nuevo milenio. Ahora, otra vez en 2047, creo que ha llegado el momento de narrar las peripecias que me vi obligado a protagonizar junto esos dos... sujetos. Sí, esos: Becerra y Lauría. Sólo les ruego que no pidan demasiada sensatez en lo que van a leer.

—Dígame una cosa, Becerra —profirió Lauría—. La vez pasada me robó los archivos de Carlos Caganovelas usando el tentáculo neural que se utiliza vinculado a un wub electrónico de un terabyte. —Estaban encerrados en una habitación del Yorkshire Palace Hotel por razones que se develarán más adelante.
—No sé de qué me habla —dijo Becerra con un parpadeo de ámbar en la penumbra. Usaba maquillaje fosforescente.
—Sí sabe —ronroneó Lauría—. Ese wub que se usa para capturar material digitalizado, el que le obsequió el viajero del tiempo.
Becerra sonrió como sonríen las matronas cuando se elogia el peso de sus retoños. También tenía los labios pintados con lápiz labial fluorescente. —¿Hice eso?
—No empecemos de nuevo. Lo hizo. ¿Lo tiene?
—Un tema nimio. ¿Qué prefiere, que lo tenga o que no lo tenga? Elija usted.
—No se haga el gracioso. Preferiría que no lo tenga. Porque si lo tiene llegaré fácilmente a la conclusión de que es una herramienta que no puede quedar en manos de una persona imprudente y precipitada como usted. Y eso me produciría una profunda desazón.
—Me da risa lo que dice, pero sí, lo tengo —dijo Becerra, imprudente, desafiando a Lauría.
Y señalo que la respuesta de Becerra fue imprudente (y repito deliberadamente el término por tercera vez) porque Lauría no esperó ni un segundo para abalanzarse sobre su amigo y destrozarle los dientes, operación para la que se valió de una manopla obtenida de un pandillero del Bronx llamado Tony Manzueta que supo conocer en el Congreso Mundial de Gamberros de Camberra. Luego lo arrojó al piso —a Becerra, no al pandillero— y lo zarandeó como cebada en un cedazo. Una vez que Becerra estuvo inconsciente, Lauría encendió la luz y usando un láser de corte fino le trepanó el cráneo y le sacó el wub electrónico de un terabyte alojado junto al cuerpo calloso y retiró el tentáculo de proximidad que se usa para capturar archivos.

Yo estaba, como ya dije, en mi tiempo, en 2047, discutiendo la efectividad de los enlaces de superposición de objetos macroscópicos con el majarashi Salomón Trucho de Fetuccini 85. Se llama así: Salomón Trucho; majarashi es un cargo o dignidad de liderazgo espiritual. Él me estaba diciendo que los salomónidos de su planeta natal experimentan un comportamiento cuántico al remontar los arroyos y no se engañan pensando que los objetos macroscópicos que aparecen ante ellos tienen una conducta normal y diferente, ya que —sostienen los salomónidos, con toda justicia— los arroyos de montaña no pueden ser otra cosa que el resultado del comportamiento coherente de sus constituyentes cuánticos así como ellos mismos, los salomónidos, no pueden esperar de la vida otra cosa que comportarse congruentemente con sus constituyentes cuánticos y dedicarse a remontar los arroyos, desovar y morir. Equilibrio.
Estaba a punto de refutarle esa postura señalando que los salomónidos siguen una pauta coherente y congruente con el medio con el que interactúan porque así han sido aleccionados en la cuna de cieno por majarashis como él, y que la pauta no ha sido elegida y decidida por ningún salomónido. También estaba a punto de decirle que la especie no goza del proceso de superposición y libertad del que devienen las demás especies superiores tras la apropiada y selectiva función de onda del proceso de decoherencia. Iba a agregar que su destino está estipulado con equidad ineluctable y extrema alevosía por los dogmas del culto salomónido que él lidera.
Fue justo en ese momento, cuando iba a decirle todo eso, que sonó la alarma. Me despedí apresuradamente del majarashi Trucho y presté atención a las luces del panel de control que marcaban disfunciones del Principio Antrópico y anomalías en el Orden Implicado cuarenta años en el pasado. Aún cuando eso hoy, en 2047, es un asunto controvertido, una pequeña porción del corpus científico —los pocos estudiosos agudos e inteligentes que comprenden de qué estamos hablando— ya han aceptado su rol histórico y admiten que veinte años no es nada, y febril la mirada, te busca y te nombra... Y cuarenta tampoco es nada, por cierto. 
Tomé nota en un Laplace de la posición de cada partícula implicada como compuesto de luz, pero sin perder de vista que antes y después toda luz es también un compuesto de energía virtual, habida cuenta de que proviene de la energía originada en el big-bang y continúa replicándose en el fenómeno de incesante creación de pares electrón-positrón. Me rasqué la cabeza con una uña larga y sucia que remata el dedo índice de mi mano derecha y seguí conjeturando. Siendo los fotones virtuales intermitentes, pues la luz real y sus productos particulares subatómicos y moleculares son igualmente intermitentes, cosa que por otro lado exige el Principio de Incertidumbre, todo el espacio tiempo es discontinuo e intermitente, toda la materia y energía mensurable y no mensurable es intermitente. Usted, que lee este cuento, y antes de eso yo, que lo escribo, somos intermitentes. El universo todo es una monstruosa fluctuación de energía virtual que a cada instante regresa a su estado de superposición súper coherente y emerge al espacio que ocupamos manteniendo toda su memoria y congruencia sin que el azar pueda cambiar nada. No hay sitio para el azar ni tampoco para la causalidad determinista. Pues todo está superpuesto y cada instante está decidido a continuar con su propósito a trancas y barrancas. Pero ese propósito de continuidad evoluciona resonando en congruencia con sus planteamientos iniciales, de modo que las leyes permanecen incólumes y las estadísticas permiten hacer predicciones y viajar por el tiempo. ¿Capisce?
Eso sólo podía significar una cosa: que en alguno de los múltiples universos Lauría y Becerra estaban haciendo una vez más de las suyas. No en el universo del cuento anterior de esta serie (donde Lauría y Becerra —recuerde, lector, no se distraiga— habían quedado, por decirlo de un modo sencillo, congelados), sino en otro de los infinitos universos que un escritor puede inventar... y a la hora de inventar a mí no me tiembla la mano.
No tardé en llegar al pasado adecuado más de lo que se demora en leer el párrafo precedente. 
—¡Becerra!
Vi toda la escena de la trepanación con un nudo en la garganta, pero desistí de hacer la pertinente corrección y viajar al momento en que Becerra pronunciaba su fatal e imprudente “pero lo tengo”. Hubiera sido muy arriesgado forzar la intermitencia discontinua y provocar la fluctuación de la energía virtual que a cada instante regresa a su estado superpuesto y súper coherente.
Así que me materialicé en el momento preciso en que Lauría, con la lengua fuera de la boca, observaba el wub electrónico de un terabyte sosteniéndolo entre dos dedos a veinte centímetros de sus ojos. Para el que no conoce las sutilezas de la Física Supercoherente y el Principo de Libertad en la que toda partícula subatómica es un nodo virtual, y toda la materia se disuelve en el no-espacio como una duda fantasiosa, mis explicaciones acerca del funcionamiento del wub serían sumamente arduas de seguir, por lo que me limitaré a decir que lo que Lauría sostenía entre los dedos era un cubo de grafito de dos centímetros de lado. ¿Prestaron atención? Entonces pidan que se la devuelvan; la atención es como los libros: no se debe prestar, nunca. Y no se distraigan.
—¿Usted quién es? —dijo Lauría. Estaba comiendo aceitunas griegas y arrojaba los huesos en el cuenco formado por la tapa del cráneo de Becerra.
Tardé un momento en comprender que Lauría no se estaba haciendo el tonto; yo nunca había estado en ese universo. Un Lauría, un Becerra y una Tetas intactos (es un decir) sólo me conocían por el asunto del wub electrónico. —Soy el viajero del tiempo —repliqué—. Vengo a recuperar el wub electrónico de un terabyte que le presté a Becerra.
—¡No me diga! —exclamó Lauría—. ¿Puedo ver el título de propiedad del famoso wub, por favor?
Me desubicó. De todas las variantes posibles esa era la única que no había considerado.
—En mi época no se estila —dije para salir del paso. 
—Muy astuto, pero insuficiente para doblegar a Lauría. No se imagina a los nenes que puse de espaldas... por no alardear de los que terminaron con el culo roto.
—Conozco su prontuario, Lauría, y su vocabulario también. Todos los registros del universo están saturados con las hazañas que perpetró a lo largo y ancho de su vida y a través de toda la Eternidad. ¿Me permite una sugerencia?
—Con todo gusto.
—¿Puede dejar de usar la tapa de los sesos de Becerra como aceitunero?
—¿Lo dice usted, que usa la máquina del tiempo para fruslerías y fatuidades como ésta? ¿Tiene la desfachatez de reducir la vida y la consciencia al puro materialismo mensurable, obviando sin vergüenza la existencia del Universo Holista?
Me replegué sobre mí mismo, totalmente abrumado por el discurso de Lauría. —¿Podría explicarme de qué está hablando?
—El Universo Holista —respondió Lauría sin vacilar— está representado por la composición virtual-holista y apuntalado por la psicodelia de la materia, que es la responsable del Orden Implicado, de los estados cuánticos de entrelazamiento y superposición que rigen coherente y libremente el universo microscópico y macroscópico.
—Mire, Lauría: no me venga a dar lecciones de Física Cuántica Demente, que para eso lo tengo a Salomón. Mi máquina del tiempo funciona, el wub electrónico funciona, y usted acaba de trepanar el cráneo de Becerra, lo que es un delito en todos los lugares y dimensiones del universo. No me trate de enredar con esa obsoleta verborrea paulina.
—Usted se niega a ver las inadmisibles falacias de la pretendida inteligencia o sabiduría que postula —dijo Lauría muy suelto de cuerpo—. Por muchos milagros tecnológicos que produzca con sus cachivaches, lo suyo es pura ceguera. La iluminación reduccionista del científico es tan mecánica y falaz como lo es la iluminación del místico lograda por los ejercicios y prácticas de respiración, mantras y meditación que son tan fútiles, mecánicas y materialistas como las que inducen las sustancias psicodélicas... 
Me dejó con la boca abierta. ¿Cómo sabía que yo...? Pero por fortuna (o por desgracia, la superposición no me permite ponderar la diferencia) un evento inesperado rompió por completo la estasis e irrumpió con la fuerza de un bólido electrostático suprarenatal o, lo que es casi lo mismo, con la prepotencia esencial de un fenómeno sexual.
—¡Tetas! —exclamó Lauría al ver que la inquietante mujer se aproximaba a nosotros. Balanceaba su par colosal como lo haría el producto de la cruza entre Hanzy von Reutemann, la heroína de la séptima King Kong y el transexual Paul María Goigoinin, rey del concurso universal “Glándulas mamarias” 2046.
—¿Tetas? —Mi sana perplejidad era directamente proporcional a la erección que me había producido la mera visión de los globos, e inversamente proporcional a la certeza de que Tetas, mi  Tetas, debía estar en casa, preparando un solomillo al champiñón. Pero eso, les recuerdo, por si están distraídos, ocurre en otro continuo.
—Se llama Tetas —dijo Lauría, ofendidísimo—. ¿Quiere que la llame Isabel Sarli o Cicciolina? Por mí no hay problema, pero va a ser poco creíble allí donde vaya.
—Pedazo de animal —dijo Tetas con las manos en las caderas, apuntando con la barbilla a Lauría y balanceando el culo—. ¿Se puede saber qué le hizo al pobre Becerra?
—Sí —dijo Lauría, muy suelto de cuerpo—. Le trepané el cráneo para sacarle el wub electrónico de un terabyte que sirve para robar textos digitalizados. ¿Te gustan las aceitunas griegas? —Encadenando el dicho al hecho sacó del bolsillo un puñado de ovoides negros y arrugados y se los ofreció a Tetas.  
—No quiero aceitunas —dijo la mujer de mal talante—. Quiero que le vuelva a poner la tapa de los sesos en su sitio a mi novio.
—¿Su qué? —No pude evitar la exclamación. Me había vuelto a olvidar que en este continuo no se habían producido los acontecimientos que se narraron en un cuento anterior de esta serie. A pesar de todo sentí que una oleada de vitriólicos celos me quemaba por dentro.
—¿Y éste quién es?
Lauría me miró de arriba abajo. —No dijo su nombre. Un viajero del tiempo que reclama el wub que Becerra me obsequió antes de morir, ¡pobre Becerra! Estaba en la flor de la edad.
Dije mi nombre. No lo entendieron. Mi nombre es una cifra de noventa y tres dígitos. Las costumbres cambian mucho en cuarenta años.
—Le exijo que restituya la tapa de los sesos a su lugar de inmediato —dijo Tetas con energía—. No me importan los gubs ni los glubs, ni las aceitunas griegas. —Tetas se pasó el dorso de la mano por los ojos y la retiró empapada; sus lágrimas tenían el tamaño de limones brasileños.
—¿Sabe hacerlo? —pregunté. Soy algo ingenuo.
—¿Que si sé? ¿Quién se piensa que soy? —Lauría frotó un trozo de plástico (una regla milimetrada) sobre la seca superficie de la tela de la manga de su camisa y casi de inmediato pude observar cómo las fuerzas de origen eléctrico generaban cargas electrostáticas entre los espacios atómicos y provocaban huecos tan grandes que un objeto sólido del tamaño y la forma de un cauterizador láser pudiera operar entre ellos.
—¿Qué es eso? —preguntó Tetas.
—Un cauterizador láser —respondió Lauría con la mayor convicción.
—¿De dónde salió? —dije yo. Estaba estupefacto.
—De los huecos virtuales provocados por las cargas electrostáticas que actúan entre los espacios atómicos cuando froto una regla milimetrada de plástico sobre la manga de mi camisa. —Me dio la impresión que Lauría me respondía irónicamente, como si no me tomara del todo en serio. Pero en ese momento reaccionó Becerra, se puso de pie y extendió un dedo admonitorio sobre Lauría. Parecía Yavhé reprendiendo a Abraham.
—¡Devuélvame mi wub! —Y lo dijo antes de verme y reconocerme como el legítimo dueño del artefacto.
—¡Querido mío! —dijo Tetas abrazándolo.
Becerra olvidó rápidamente su interés por el wub y siguió sin verme. Las palpitantes glándulas mamarias de Tetas que, huelga decirlo, se comportaban como un circuito de potencia en el seno de un campo magnético débil, creado al pasar una corriente por un solenoide, dotaban a la escena de un aura casi surreal, superreal, a todos los efectos, mística.
—¿Satisfechos? —dijo Lauría, por una vez en su vida contrariado hasta las lágrimas.
Sin hablar tomé el wub de la mano de Lauría, que no se resistió, y lo coloqué en un lugar matemáticamente establecido por los estados de superposición que regulan la dinámica del espacio virtual, los entrelazamientos cuánticos y todas las discontinuidades en la energía mensurable.
Lo que ocurrió entonces no puede ni debe atribuirse a una falla en la configuración del universo o a un desperfecto del Laplace. Casi me atrevería a decir que, por una vez en la Historia, la culpa no fue de Lauría.
Mientras Becerra y Tetas se prodigaban caricias en el diván y Lauría rumiaba su fracaso en un rincón, ponderando la posibilidad de suicidarse, del otro lado de la puerta de la habitación 947 del Yorkshire Palace Hotel sonó la potente voz de la escribana Henríquez Rico. La escribana había regresado de Suiza y se disponía a vengar el asesinato de su perrito Luismi, hace cuatro o cinco cuentos.
—¡Salgan con las manos en alto para que pueda liquidarlos, fanáticos cinofóbicos!
La escribana Henríquez Rico portaba un AK-47 que le había comprado al diseñador de armas Mikhail Kalashnikov en persona y aprendió a usarlo tomando lecciones con el campeón olímpico de tiro, el chino Yang Ling. Tras regresar de Suiza, donde había permanecido depositada en el Zuerst Nationale Bank von Schwyz Waldstätte, la escribana sólo tenía un objetivo: matar a Lauría y a Becerra.
—¿Quién es esa loca gritona? —exclamó Tetas librándose de Becerra con un movimiento tan brusco que el pobre quedó boqueando en el aire, como una merluza recién pescada. 
—¡Estamos perdidos! —exclamó Lauría trepándose a un sillón. Aún blandía el cauterizador láser pero descreía de la posibilidad de que las circunstancias le permitieran elegir libremente entre vivir y perecer. La escribana Henríquez Rico era un adversario temible, y furiosa ni se imaginan.
Una ráfaga del famoso fusil de asalto ruso dejó en claro lo poco importantes que son los principios que rigen las leyes que dieron origen al Universo si alguien no se pone a cubierto a tiempo de otro alguien que dispara con una AK-47. Lauría abandonó toda su pose de resistente y se arrojó debajo de un sillón. Noté que le sobresalía el culo, pero no me pareció adecuado decírselo en frío, sin anestesiarlo primero. Se hubiera muerto de vergüenza y en todo caso para él habría sido preferible morir acribillado por los proyectiles de la AK-47.
—¡Yo le voy a dar a esa bruja! —exclamó Tetas y desafiando al azar (y a las balas de la Kalashnikov) avanzó hacia la puerta y la abrió de un tirón.
—¡María del Carmen! —chilló la escribana Henríquez Rico cuando vio a Tetas.
—¡María Pía! —bramó Tetas cuando vio a la escribana Henríquez Rico.
—¿Ustedes se conocen? —dijo Lauría saltando como un panqueque de la protección del sillón al pasillo.
—¡Mi amor! —dijo la escribana besando a Tetas de un modo que sugería algo más que cariño fraternal.
—¡Querida mía! —dijo Tetas apoyando las ídem sobre las mejillas y la boca de la escribana que, en proporción, era bastante menuda—. ¿Qué te trae por aquí?
—He venido a matar a Becerra y a Lauría —dijo la escribana con los ojos llenos de lágrimas—. Esos dos bastardos sólo merecen ser despellejados.
—No lo hagas —dijo Tetas—. He recorrido países enteros como peregrina, mendigando mendrugos de pan, como la más austera de las eremitas, llevando tan sólo en mis bolsillos las recetas alquímicas y en mi cuerpo los símbolos de sensualidad que más tarde se convertirían en los tratados de sexología trascendental que ya se enseñan en los colegios de Shan-teu, Tebesa y Tikal.
Me pareció de pésimo gusto tratar de averiguar a qué lugares se refería Tetas. En mi tiempo sólo existen tres grandes ciudades que cubren toda la superficie del planeta Tierra: Megayork, Mosmoskuku y Tumorkin...
—Me mentiste. Me engañaste —sollozó la escribana bajando la AK-47—. Me juraste amor para siempre y no lo cumpliste. Me engañaste. Me mentiste. Yo pensé que aún me querías y todo fue fantasía.
—Vivías en Suiza —se disculpó Tetas pellizcándose los pezones. La cantilena de la escribana la erotizaba de un modo feroz.
Cerré los oídos a los mutuos reproches (que amenazaban con prolongarse a lo ancho de la madrugada) y me concentré en el pobre Becerra, que a la sazón estaba alcanzando el punto cuántico de desintegración del ego. Me alarmé, porque jamás lo había visto así, en ningún continuo, ni siquiera cuando me llevé a Tetas al futuro. Por lo general necesitamos que los agregados psíquicos desaparezcan totalmente para liberarnos del error y del dolor. Pero a Becerra, un animal intelectual por donde se lo mire, lo único que le quedaba era la esencia, el material psíquico, que no es otra cosa que una mínima fracción del alma.
—Me parece que éste revienta —dijo Lauría sacudiendo una mano de un modo muy gráfico. Huelga decir que Lauría es mucho más directo que yo a la hora de apreciar los estados emocionales de sus semejantes y diferentes—. ¿Se le ocurre algún método para salvarlo?
Lo miré inexpresivamente mientras resolvía la ecuación. Como un rayo en medio de la tempestad, tronando en el intestino de los siglos, el más profundo hermetismo práctico señalaba en una sola dirección: hacia arriba.
Pero nadie llegó de arriba, claro. Ninguna de las insondables doctrinas metafísicas orientales y occidentales nos preparó para el siguiente movimiento de las piezas negras.
—¿Qué es esto? —exclamó Tetas abrazándose a la escribana Henríquez Rico.
Eso era un nuevo e irrefutable mensaje, contenedor de los más exaltados secretos del Cosmos y de las moradas enigmáticas de los hijos del fuego. Sí, Troll Tanaem Hau Xeos, el Adverbio Satánico, según la tradición lambdalística fetuccínica, y Brazo Armado de Dios, según la ortodoxia de los textos salomónidos, había llegado a la habitación 947 del Yorkshire Palace Hotel para rectificar las desviaciones de la existencia holística, volver a inflar las esferas de los Meones y disolver la cristalización de la materia.
—¿Qué ha pasado aquí, mecachendié? —Troll Tanaem Hau Xeos, Adverbio Satánico y Brazo Armado de Dios, era imponente... desde la perspectiva de un escarabajo. Medía exactamente catorce centímetros, pero aún esperaba crecer otros tres.
—No se le ocurra pisarlo como hizo con Erihs’kroihs en el otro cuento —susurró Becerra, adelantándose por una vez a una idea de Lauría.
—¡Padrecito Santo! —exclamó Tetas, que había conocido a Troll en un cuento que todavía no escribí.
—He venido a enmendar la degeneración que trae aparejada la ignorancia y el estigma fatal de la vacuidad anímica y física —dijo el Troll—, mecachendié. 
—¿Quién es este... engendro repugnante? —dijo la escribana amartillando la AK-47—. ¿Quién o qué es lo que se oculta en ese cuerpo de lagartija de pozo ciego?
—Es Troll Tanaem Hau Xeos —musitó Tetas—, Adverbio Satánico y Brazo Armado de Dios; ha venido hasta nosotros utilizando los pasillos híperdimensionales que erizan el carrusel de octavas refinadas sobre el que se asienta el lugar matemáticamente acordado que da sentido lógico a lo creado.
—¿Y eso qué es? —dijo Becerra juntando los dedos.
—El Universo —le respondí.
—¿Y no podía decir el universo en lugar de toda esa cháchara? —insistió Becerra.
—Sí, podía, pero no quiso. Él es el Adverbio...
—Sí, ya lo dijo. —Becerra se parecía cada vez más a Lauría, a pesar de que uno tenía el cráneo trepanado y el otro no.
—Entonces voy a labrar un acta —dijo, autoritaria, la escribana Henríquez Rico—. Voy a hacer constar que comparecen un renacuajo que dice llamarse Troltana Emhaux Eeos, Adversario de Dios y Brazo Armado del Diablo. ¿Me permite su documento para constatar los datos, señor?
—No los traje, mecachendié —dijo Troll Etcétera. Estaba verdaderamente consternado; se palpó los bolsillos de la túnica varias veces, y ante la inefable expresión de perplejidad que le arrasaba el rostro me vi obligado a intervenir.
—Doy fe por él. Es el auténtico Troll Etcétera, mecachendié. —Lamenté de inmediato haber pronunciado el latiguillo fatal y aunque me tapé la boca el mal estaba hecho.
—¿Y usted quién es? —dijo la escribana.
—Soy un viajero del tiempo. He venido de 2047 para recuperar mi wub.
—Su nombre, no perdamos el tiempo.
582048387340637849502385066044504504591204503845093403408304023589405403840529405393938670249 no es la clase de nombre que hace las delicias de las escribanas. Decidí ocultarlo.
—Cincocho Doscero —dije, para salir el paso.
—¿El documento? —dijo la escribana, imperturbable; por lo visto se había topado con cosas peores.
—No traje.
—¿Viaja por el tiempo sin documentos de identidad? ¿Usted está loco?
—Mire, doctora. —Elevar el rango de la gente que se cree importante siempre da resultado—. Vamos a negociar algo. Yo viajo al momento inmediatamente anterior a la patada de Lauría, aquí presente. Evitamos que Luismi abandone sus excrementos en el umbral de la puerta del mencionado y eludimos toda la línea temporal que nos ha depositado en este momento y lugar.
—¿Puede hacerse? —La escribana estaba atónita. —¿Mi Luismi puede resucitar, como Lázaro de Betania, como el mismísimo Jesucristo?
—Espere —dijo Troll—. Mecachendié.
—Deténgase —dijo Lauría—. No lo haga.
—¿Está loco? —dijo Becerra
—No entiendo —dijo Tetas.
—¡Ni se le ocurra! —exclamó Lauría—. No se puede fundar una religión tomando al perro de mierda como Redentor y Mesías.
—¿Alguien dijo que fundaría una religión? —Ahora el perplejo era yo.
—Estas brujas siempre terminan fundando religiones, con perros o gatos o lo que tengan a mano. —Lauría se mordió el bigote; me parece que estaba a punto de perder el control de su discurso.
Y como ya se estarán imaginando, queridos lectores, el asunto resbalaba de mis manos como jabón de glicerina monoclonada. Dadas ciertas circunstancias no queda otra solución que formatear el disco...
Saqué el C.U.L.O (Comunicador Universal Línea Omni) que me permitiría ponerme en contacto con el Reverendo Padre Jarsha Kochinos, conocedor por experiencia directa de los ritos que tienen como objetivo rejuvenecernos, despertar los sentidos internos, curar cualquier enfermedad y resucitar a los muertos.
—¿Jarsha?
—Hijo —dijo el Reverendo. Me había reconocido de un modo fulminante—. ¿Qué necesitas de mí? ¿Rejuvenecer? ¿Despertar los sentidos internos? ¿Curarte una enfermedad? ¿Resucitar a un muerto?
—Resucitar a un muerto, Reverendo Padre.
—Ya. El perrito de la escribana Enríquez Rico.
Lo único que jamás se le dice al RP es “¿cómo lo supo?”, y esta vez no sería la excepción. Le di las coordenadas vitales de Luismi, obtenidas por mi sonda autónoma de desplazamiento cuántico coherente en el instante previo a la patada de Lauría que descalabró al pichicho.
—¿Se puede saber qué hace, mecachendié? —Troll no estaba pasando por su mejor momento. Es posible que la interacción de tantos poderes psíquicos notables estuviera afectando su estado de superposición cuántico, pero yo tenía bastante con Jarsha. Moví una mano para que no me interrumpiera.
—¿Resucitará a mi Luismi? —La escribana, tal como le había ocurrido inmediatamente después del patadón que Lauría le propinara al Yorkshire (al perro, no al hotel), se rasguñó las mejillas y se orinó, presa de un comprensible ataque de histeria; también perdió la voz, aunque me inclino a pensar que en este caso fue objeto de un hurto por parte de Lauría, muy dado a birlar trusas en la sección “damas” de las tiendas y voces en los teatros líricos. Coleccionismo, que le dicen.
Una serie de ladridos agudos, la clase de sonido que alteraba los sensibles nervios de Lauría, fue seguido por un rumor borboteante y repetido, consecuencia del precipitado paso de los desechos tanto tiempo reprimidos en los intestinos de Luismi.
—¡Es intolerable! —exclamó Lauría. Pero la escribana María Pía Henríquez Rico estaba en el séptimo cielo. No le importó que su mascota no hubiera terminado de hacer sus necesidades y lo abrazó y besó con una fruición digna de un propósito más substancial.
—¡Qué asquerosa! —censuró Becerra.
—Eso y decir nada es lo mismo —bramó Lauría.
—Es el momento oportuno —dijo enigmáticamente Becerra. Tomó a Lauría del brazo y lo alejó del centro del escenario. Cuando estuvieron en un rincón apartado, a salvo incluso de las omniscientes facultades de todos aquellos seres cuasi-celestiales, habló al oído de su amigo y adversario sentimental—. ¿Se dio cuenta?
—¿De qué?
—De que el cuento se alargó más de la cuenta y que el autor no sabe cómo terminarlo.
—Sí, me di. ¿Y qué? Me estoy divirtiendo más que nunca.
—Y de las incongruencias, ¿se dio cuenta?
—Eso no —dijo Lauría—. Todo lo que ha pasado hasta ahora me parece muy congruente; inverosímil, sea, pero no más que eso.
—No mas que eso —refunfuñó Becerra—. ¿Ya se olvidó que al final del aguacero...?
—¿Qué aguacero?
—El aguacero; no se haga el gracioso.
—Ah, ese aguacero... 
—Menos mal —prosiguió Becerra—. El viajero del tiempo tocó un botón del Laplace y lo programó en fase de cristalización taquiónica. ¿Se acuerda ahora?
—Sí. Quedamos objetivamente paralizados al instante, aunque en rigor a la verdad el Laplace sólo puede reducir la velocidad de los electrones en un millonésimo. Es suficiente para que los afectados parezcan los personajes de “El milagro secreto” de Borges.
—¿Se acuerda de que el viajero del tiempo se la llevó a Tetas a un sitio en el que no llueve y siempre brilla el sol?
—Me acuerdo. —Lauría sabía perfectamente hacia donde se dirigía Becerra.
—¿Cuándo la trajo de vuelta?
—Nunca. ¿Y eso que tiene que ver? Esto es una ficción; no veo por qué debe atenerse a las reglas de la realidad.
—¡Usted también, Lauría, mecachendié! —El rostro de Becerra se arrebató.
—Tetas asumió la nueva situación con total naturalidad. Ni siquiera preguntó si usted volvería a ser medianamente normal alguna vez. 
—Pagó una fortuna para que conservaran la habitación 947 tal cual estaba en ese momento. Mover un cuerpo afectado por un campo de desaceleración taquiónica puede ser fatal.
—Es verdad —dije apareciendo una vez más en el momento menos oportuno para ellos, pero el momento justo para mí. Desplegué la máquina del tiempo, que en máxima expansión no es más grande que una cabina telefónica, e invité cortesmente a Lauría y Becerra a viajar al futuro.
—¿Y Tetas? —dijo Becerra consternado.
—Esta vez Tetas no viene. Digamos que será una juerga de muchachones. —Lancé una risotada para ganarme la confianza de los dos imbéciles.
Ellos también risotaron. Nos abrazamos apretadamente y salimos disparados hacia el futuro antes de que la turba de santones y lesbianas se diera por enterada.
Pasamos 2047 de largo, por supuesto. Y aquí estamos, en 2074, listos para disfrutar como locos.
—¿Se puede? —Dios entró cerrando el paraguas y sacudiéndose como un perro lanudo.
—¡Claro! —Lauría pegó una palmada sobre la mesa y las botellas se fueron al suelo. El sonido de vidrio roto auguró una velada memorable. Pero eso es otro cuento.