jueves, 12 de febrero de 2009

VÍCTIMAS DEL PAN CON MANTECA - Sergio Gaut vel Hartman

En vida, Gilda y Rodrigo no se conocieron, pero una vez muertos, el gran necrocelestino Mirto El Grande se ocupó de hacerles gancho. Al principio Gilda no quería saber nada con Rodrigo ni con ningún otro muerto porque le daban asco y ni siquiera se atrevía a mirarse al espejo. Pero por esos diches (los días-noches del ultramundo se llaman diches) se murieron Lauría y Becerra (al mismo tiempo, en un accidente fatal; chocaron contra una nave extraterrestre mal estacionada) y fueron a parar a la sección del ultramundo que los veteranos llaman Necrosario, la misma en la que estaban Gilda, Rodrigo y Mirto. Como cualquier lector avispado de la serie ya habrá conjeturado, Lauría no tardó lo que se dice nada en poner el lugar patas para arriba. Por lo pronto, aunque nunca antes había sido necrocelestino, quiso hacerle la competencia a Mirto y empezó a concertar citas entre muertos inverosímiles como Sade y La Flor Azteca, Proserpina y Ricardo Giorno, Nerón y Atila, el polaco de la heladería y Madonna, Navratilova y el Golem y así por el estilo. Mirto El Grande se arrancaba las orejas a cada rato de puro desesperado (pelo ya no tenía cuando estaba vivo) y trató de empujar a Lauría más allá del horizonte de eventos, pero nuestro héroe es duro y si pudo sobrevivir a todas las peripecias que lo hice afrontar en los cuentos anteriores de esta serie no iba a claudicar ante los empellones de un mariquita de la tele.
—¿Se puede saber qué mosca lo picó? —dijo Lauría cuando vio que Mirto se mutilaba de un modo muy grosero delante de una cohorte de querubines imberbes que, corresponde aclararlo, no parecían impresionados en absoluto.
—¡Yo estaba tranquilo! —aulló el necrocelestino—. Era como una reina, acá. Organizaba encuentros, desfiles, debates inteligentes que se transmitían a todo el Necrosario y yo era feliz. Pero llegó usted… usted… usted es como una plaga, ¡es una enfermedad!
—¿Una enfermedad infecciosa? —replicó Lauría—. Nah. Pavadas. Lo que pasa es que a usted le gusta victimizarse, amigo. ¿No es cierto, Becerra?
Becerra se encogió de hombros. Extrañaba a Tetas más de lo que se extraña el pan con manteca salado y su única esperanza era que la guacha se muriese y viniera al Necrosario a hacerle compañía.
—¡No es cierto, Becerra! ¡No es cierto, Becerra! —remedó Mirto—. ¿Se puede saber por qué y para qué se inmiscuye donde no lo han invitado? ¿Lo invité a almorzar, yo, acaso?
—La libre competencia —aclaró Lauría— es un elemento clave para un eficiente funcionamiento de la economía, aquí, allá y más allá.
Mirto se frenó en seco.
—¿Hay más allá de acá?
—¡Claro! Hay muchos más allás.
—Más allases —corrigió Becerra.
—Más allaes, en todo caso —retocó Mirto.
—Como gustéis —ironizó Lauría—, pero antes de morirme quiero construir un imperio como el de Will Gueits.
—Ya está muerto —dijo Mirto—. ¿No le avisaron?
—¿Murió Will Gueits? ¡Qué espanto! ¡Qué horror! ¡Tan joven! ¡Tan rico!
—Usted.
—Yo no soy rico —se atajó Lauría, que se veía venir la cosa por el lado de la presión impositiva encubierta—. Soy más pobre que una laucha; me encanta Lolita Torres, y antes de eso Miguel de Molina y todo lo kitsch y berreta del mundo, como los boleros. Y después Almodóvar. ¿Ve que después de todo tenemos gustos en común?
—No dijo eso —aclaró Becerra—. Dice que nosotros estamos muertos.
—Jajajá. No me hagan reír. Para que yo me muera primero se tiene que morir el autor, y no sé si eso va a ocurrir algún día, porque si bien es seguro que el autor es mortal, yo aspiro a la inmortalidad. ¿Le parece presuntuoso y arrogante, Becerra?
—¡No, qué me va a parecer! —Becerra sabía que contradecir a Lauría era más peligroso que masticar navajas oxidadas.
—Hablemos en serio —dijo Mirto acomodándose la túnica.
—Dele —dijo Lauría.
—¿Puede explicarme los motivos por los cuales usted ha invadido mi espacio, involucrándose de un modo insidioso en las actividades que vengo desarrollando desde hace incontables diches?
—Habla bien, el puto. ¿No es cierto, Becerra? Parece un abogado.  
Mirto iba a replicar, pero en ese momento pasó Gilda del brazo de Rodrigo. Gilda estaba embarazada de siete meses; era la primera vez que eso ocurría en el Necrosario.
—Mi mayor éxito —dijo Mirto abanicándose con las manos—. Ese vástago será el artista popular más popular de todos los tiempos.
—No lo dudo —dijo Lauría guiñando un ojo y propinándole a Becerra tal codazo en el plexo que este cayó al suelo boqueando.
—Eso no me gustó nada —dijo Mirto levantando un dedo acusador.
—Becerra está acostumbrado.
—No me importa Becerra. Hablo de la ironía implícita en su comentario acerca del hijo de Gilda y Rodrigo. ¿Alguna vez le dijeron que usted es un típico vesánico?
—Cientos de veces. ¿A qué viene?
—Piensa que se trata de un embarazo fraudulento y no disimula, ni siquiera por cortesía.
Lauría contempló a Mirto como si en la heladería le hubieran sustituido el chocolate por algo que no se debe nombrar en un cuento serio y delicado como este.
—Becerra, ¿se imagina si Mirto hubiera estado entre los concurrentes a mi conferencia de Elortondo, cuando tuve esa formidable erección producto de la lectura de los sagrados textos de los Padres de la Iglesia?
—¡Por favor! —musitó Becerra en un hilo de voz, aún sin aire.
—¡Ay, ay, ayayay! —exclamó una voz melodiosa. Era Gilda que iniciaba su trabajo de parto antes de tiempo.
—Lo que yo dije —observó Lauría—: sietemesino.
—¿Cuándo dijo eso? —Mirto empezó a mirar hacia todos lados en busca de una ambulancia que llevara a la parturienta a la maternidad para que una partera, un obstetra y un neonatólogo se hicieran cargo de la madre y de la criatura. Pero en realidad debo aclarar que el pobre sujeto estaba pasando por un eclipse de sus facultades, ya que como todo el mundo sabe no hay ambulancias, maternidades, parteras, obstetras y neonatólogos en el Necrosario porque tampoco suele haber parturientas. Esa clase de eclipse se llama síndrome de Ronea-Darelo y tiene su origen en la fibrilación de las fibras de la trama bránica. Pero no voy a perder el tiempo explicándoles esto a ustedes, que de mecánica cuántica entienden menos que Paris Hilton.
—¿Me puede conseguir un vaso de agua Perrier? —Becerra seguía boqueando y se había puesto azul. Pero la posibilidad de asistir al parto del hijo de Gilda y Rodrigo lo dio vuelta como un guante y se limitó a improvisar algo para salir del paso.
—El viajero del tiempo, que incidentalmente es también el autor de esta serie, buscará la forma de traerle a Tetas para que lo atienda, ¿se conforma?
La sola mención de su novia hizo que Becerra se sintiera un poco mejor. El tono de la piel del pobre diablo pasó al lila y de allí al carmesí, componiendo una insólita remembranza de lo acontecido en el planeta de los hermafroditas gordos (historia que se narró en otro cuento de esta serie; no sean vagos y léanla completa; no puedo estar repitiendo una y otra vez los mismos hechos).
Gilda cantaba los últimos acordes de su parto cuando Lauría, montado en unos rollers que había conseguido a precio de escándalo en un cambalache del Necrosario, llegó junto a ella. Rodrigo también cantaba, aunque sin los equipos de sonido y el acompañamiento correspondiente sonaba como una puerta con los goznes llenos de herrumbre, cuando la sacude el Pampero, a las tres de la mañana, en el medio del campo.
—¿Qué tal? —dijo Lauría tratando de hacerse el simpático—. ¿Cómo va la parición? Seguro que va a parir un guachito lindo.
—¿Usted quién es? —dijo Rodrigo, quien para hacerlo había tenido que dejar de cantar.
—Doctor Lauría, obstetra. Aquí tiene mi tarjeta.
—¿Universidad de San Herma, planeta Carmesí? Nunca la oí nombrar. 
—Usted ignora tantas cosas —dijo Lauría apoyando la mano en el hombro del cantante y bajando la cabeza consternado— que si yo empezara a enseñárselas ahora este cuento se convertiría en una saga como las de Frank Herbert.
—Ya desesperábamos —dijo Gilda en pleno jadeo—; nos pareció que en este lugar no había médicos.
—¡Por favor! Esto es más que el primer mundo, es el intermundo. Yo soy obstetra y mi colega Becerra es proctólogo.
—Ultramundo —corrigió Gilda entre jadeos.
—Es casi lo mismo: ultramundo, inframundo, seudomundo. ¿Se cree que no leí las obras completas del gran filósofo cuántico Samael Aun Weor?
—¡En serio! —Rodrigo estaba encantado—. Travolta y Cruise están por renunciar a la basura diabética y se afiliarán a nuestra secta.
—¿Diabética? —Becerra buscó perplejo la explicación de Lauría, pero vio que este le hacía la seña correspondiente a “no lo corrija para evitar que quede en evidencia la ignorancia del sujeto”, y se quedó en el molde.
—¿Pueden apurarse? —jadeó Gilda.
—Tiene razón —dijo Lauría hurgándose la nariz con una uña larga y sucia—. Aunque si lo pensamos en profundidad, esta criatura debe ser Jesucristo en su segunda venida. ¿Qué otra cosa puede nacer en este sitio?
—¿Le parece? —Rodrigo estaba encantado con la nueva idea. Todo le encantaba, a Rodrigo.
—No me parece —dijo Lauría—. Estoy absolutamente persuadido. Y si es Jesucristo no hay necesidad de inmiscuirse en el parto, convirtiendo algo sagrado en banal.
—¿Está seguro, Lauría? —susurró Becerra. No quería, una vez más, ser víctima de un despropósito pergeñado por su amigo.
—Tan seguro que le voy anunciando que esos tres que vienen trotando son los otros tantos reyes magos.
—Buenas —dijo el primero de los reyes magos, que se parecía sospechosamente a John Lennon—. Venimos a entregar un pedido de albahaca, cedrón, tomillo y laurel.
—Y también mirra, oro e incienso —agregó el segundo rey mago que se parecía demasiado a Freddy Mercury.
—¡Ustedes, ustedes…! —Mirto el Grande, campeón de los cholulos, no podía creer lo que sus ojos le informaban. Y menos, cuando constató que el tercer rey mago era Elvis Presley.
—Lauría —murmuró Becerra hablando por una raja de la comisura.
—¿Qué, Becerra?
—Me parece que una vez más va a ser necesario el Deus ex machina para arreglar la trama porque esto se fue irremediablemente al carajo.
—No lo crea. El autor aparecerá como en casi todos los otros cuentos de la serie y arreglará la trama con uno de esos golpes maestros a los que nos tiene acostumbrados.
—¿Qué le estaba diciendo?
—No lo sé, Becerra, no lo sé. No presto atención cuando usted habla porque no dice más que estupideces.
—Listo —dijo Gilda alzando al crío. Era muy lindo. Tenía ojos celestes y aspecto de Niño Dios de Pesebre Navideño.
—Parece como si tuviera cinco o seis años, ¿no? —Becerra extendió el dedo para hacerle “ajó” y recibió una dentellada que le arrancó la falangeta.  Y en ese mismo momento, mientras el mutilado trataba de contener la sangre que brotaba a chorros del muñón, el cielo se abrió en dos como el mar Rojo y se descolgó una plataforma sostenida por ocho recias cuerdas. Sobre la plataforma, vestida de túnica dorada con un gran escote, estaba Tetas, y yo a su lado. Considerando que casi no habíamos ensayado, la performance nos estaba saliendo bastante bien.
—¡Deus ex machina! ¡Deus ex machina! —corearon los acólitos de la nueva religión.
—¿Le dije o no le dije que nos iba a madrugar? —Lauría contempló a Becerra con expresión asesina y estiró la mano para estrangular a su amigo.
—¡No me dijo! —Pero esta vez Becerra estaba preparado, y sobreponiéndose al dolor, extrajo de un bolso el AK-47 que le había comprado a la escribana Henríquez Rico por monedas. Sin vacilar, disparó una andanada de confites que cortaron por el medio a Lauría.
—¡Este es peor que el otro! —se espantó Mirto.
—Amaos los unos a los otros —dijo el Niño.
—¡Ya sé quién armó este berenjenal! ¡Es uno que yo conozco! —exclamó Lauría que no tenía la menor intención de morirse de nuevo, aunque estuviera cortado al medio, y mucho menos delante de una multitud de simpáticos lectores como ustedes. (Sí, usted, lector; y no tome este elogio como un gesto demagógico). 
—¿Quién es? —dijo Becerra, que una vez más entraba por el ojo de la aguja igual que el falso camello de las Escrituras.
—No se merece que se la haga fácil, después del acto aberrante que acaba de perpetrar.
—Fue sin querer —musitó Becerra, a quien la satisfacción le había hecho crecer una nueva falangeta—. Y de todos modos usted me provocó.
—¿Qué le hizo a Lauría, Becerra? —exclamó Tetas que por fin había podido bajar de la plataforma y poner los pies en tierra.
—Lo corté en dos usando la AK-47 que le compré a su amiga por unas pocas monedas.
—¡Treinta dineros, siempre treinta dineros! —Tetas alzó los brazos y se mesó los cabellos realizando un movimiento tal que la túnica —que más bien era un batón— se abrió por completo, dejando al descubierto sus orondos atributos de vestal new age.
—Ps, usted.
—¿Yo? —dije.
—Sí, usted; acérquese. Como su preclara inteligencia habrá cogitado, yo no puedo moverme.
—¿Qué?
—¿No se le fue la mano? —susurró Lauría.
—No me parece. Está lindo.
—¿Y le va a dejar este título de mierda?
—¿Por qué no? “Testamento apócrifo” es peor.
—Mire: no voy a discutir con usted. Pero más vale que arregle este desastre porque si no se va a tener que buscar otro personaje. No puedo seguir adelante dividido en dos mitades.
—Es cierto —admití—. Tengo que arreglar esto. Pero ahora no se me ocurre cómo. Vamos a hacer lo siguiente. Usted se queda en el Necrosario con Mirto y los chicos estos que cantan tan lindo, y tanto Tetas como Becerra y un servidor nos montamos en la alfombra mágica, que no es otra cosa que un nuevo modelo de máquina del tiempo, y nos vamos a dar una vuelta por la segunda mitad del siglo XXI. El pobre Becerra ha viajado tan poco…
—¡Espere! No me puede dejar así. Es una crueldad.
Me planté frente a las dos mitades de Lauría con los brazos en jarras y moví la cabeza de arriba abajo varias veces. —Justo usted.
—El príncipe Vladimir del Kievan Rhus se redimió de una vida entera de lujuria, promiscuidad y concupiscencia y hasta lo santificaron.
—¿Y eso, a qué viene?
—Lo leí esta mañana y me pareció que calzaba bien. ¿A usted no le parece?
—No.
—Déjeme algo de comer, por lo menos.
Compré cinco kilos de pan de centeno, lo corté en rebanadas finas, lo unté con manteca, le puse sal y se lo dejé al alcance de la mano. También le dejé hilo de coser y agujas. Seguro que iba a hacer una chapuza, pero no era asunto mío.
Mientras mi máquina del tiempo se alejaba rumbo a 2069, alcanzamos a oír a los chicos que atacaban con el tercer acto de Lohengrin. Alguna vez, la más fea del baile le tenía que tocar a Lauría.

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