jueves, 19 de mayo de 2011

LAS CHINAS - Sergio Gaut vel Hartman

¾Está obsesionado con las chinas, Lauría ¾dijo Becerra al mismo tiempo que abría el tercer sobre de azúcar encima del mismo café y dejaba caer el contenido como una fina lluvia.
¾No sé cómo puede tomar el café tan dulce ¾replicó Lauría. Era especialista en eludir la respuesta directa a cualquier pregunta que se le formulara. Su método consistía en hallar algún rasgo vergonzoso en el interlocutor y señalárselo¾. Es como ser drogadicto.
¾Necesito incorporar azúcar ¾se defendió Becerra moviendo la mano torpemente¾. Mi metabolismo lo requiere. ¾Golpeó la cuchara que hizo palanca contra el borde de la taza y salió despedida, haciendo piruetas en el aire.
¾El problema no son las chinas, sino la fertilidad de las chinas ¾dijo Lauría¾. Demasiado fértiles, para mi gusto. ¾Puntada en cruz. Nudo. Tirón. ¾La invasión es inminente e inevitable. Caerán sobre nosotros como una fina lluvia de azúcar y roerán nuestras entrañas con sus dientes metálicos. Los chinos son como ratas robóticas.
¾¿Cómo? ¾Becerra, en cuatro patas debajo de la mesa, no tenía claro si ahora estaban hablando de las chinas, del azúcar o de la maldita cuchara, escurridiza como una laucha, que no se veía por ninguna parte.
¾Son como conejas; siempre están preñadas o recién paridas. Y a mí los conejos me dan tanto asco como las ratas o los ratones. Ni siquiera sé distinguir los metálicos de los otros.
¾Como las lauchas ¾dijo Becerra, que había atrapado una movediza mancha plateada y la sostenía entre dos dedos; tanto podía ser una sardina, una cuchara o una laucha, no estaba seguro, inmerso en la oscuridad que reinaba bajo la mesa. Ese era su karma: el universo tendía a desmenuzarse cuando él trataba de asirlo por la cola.
¾Le voy a confesar algo, amigo Becerra ¾dijo Lauría escarbándose el espacio entre los dientes con la uña¾, el universo es todo un tema. Tenemos tan pocas posibilidades de frenar la tendencia de las cosas hacia el desorden generalizado como de invertir el curso del tiempo cuando es inminente el arribo a la estación terminal. Estación terminal es una metáfora de la muerte, ¿entiende?
Becerra, que había creído arrojar la laucha ¾o la sardina¾ a una buena distancia, comprobó que se trataba de la cuchara perdida cuando oyó el repiqueteo del metal contra las baldosas. Pensó que la mano de hierro de la desesperación lo asía del cuello como si él fuese un pollo de cuarenta días. O una rata robótica china.
¾En este bar ¾dijo Becerra¾, ¿le cobran a uno si extravía una cuchara?
¾No se extravíe, Becerra, no se disperse ¾dijo Lauría¾. Recuerde que nuestro tema son las chinas, las chinas preñadas y las chinas paridas. ¾Trató de acariciar la cabeza de Becerra que sobresalía a un costado de la mesa, pero el pelo estaba duro como una caparazón de tortuga; Becerra usaba demasiada brillantina. ¾Recuerde esto: hay cuatro clases de chinas. Las demasiado jóvenes. Las preñadas. Las paridas. Las demasiado viejas. Cuatro clases. ¾Unió cuatro dedos y los sacudió de arriba abajo y de derecha a izquierda. ¾Cuatro.
  ¾Eso ocurre con todas; no necesitamos a las chinas para que se verifique la teoría. ¾Becerra trató de incorporarse, pero haber andado en cuatro patas por debajo de la mesa le había producido un intolerable dolor lumbar. No lograba enderezarse.
¾¿Está preparado para afrontar el gasto de la cuchara que perdió, Becerra? Era de buena plata. Calculo que no le van a pedir menos de trescientos, si no la encuentra enseguida. ¡Mozo!
¾¿Para qué lo llama? ¾dijo Becerra, aterrado¾. Deme la oportunidad de buscarla un poco más. ¿Se cree que me sobran esos trescientos?
¾El plan de los chinos es de largo aliento ¾dijo Lauría sin prestar atención al espanto de Becerra¾. La capacidad reproductiva de las chinas en edad fértil les permite fabricar entre quince y veinte críos por cabeza. En los últimos cinco años entraron al país la friolera de un cuarto de millón de chinos, la mitad mujeres, todas en edad de quedar preñadas. Un cálculo conservador nos lleva a establecer que antes de dos décadas habrá cinco millones de chinos en nuestra patria y en otras dos nos habrán superado en población. Imagínese: un presidente llamado Chu-tse Kiang y el ministro de cultura y educación: Sun-kai Tung. Así por el estilo y hasta el infinito.
El mozo, un gallego casi extinguido, se había plantado ante la mesa y miraba a Becerra con ojo crítico; no le gustaban los parroquianos que andaban a gatas bajo las mesas. Y eso que todavía no sabía nada de la cuchara.
¾Tráigame una copa de aguardiente de arroz ¾dijo Lauría sin alzar la vista de una mancha de café que se obstinaba en empapar el mantel.
¾El señor ¾dijo el mozo apuntando a Becerra con la barbilla¾, ¿se va a servir algo?
¾No ¾balbuceó Becerra¾. Yo no quiero nada. Todavía no pude tomar el café.
¾Ese café está helado ¾dijo el mozo con un tono admonitorio que no dejaba flanco a la réplica¾. ¿Quiere que se lo caliente?
¾¡No! ¾gruñó Becerra¾. Déjelo como está.
¾Como guste ¾dijo el mozo, casi ofendido. Se dio la vuelta y se dirigió hacia el mostrador para cumplir con el pedido de Lauría. No se había dado cuenta de que faltaba la cuchara.
¾¿Aguardiente de arroz? ¾dijo Becerra¾. ¿Sake?
¾Así que lo que sigue ¾continuó Lauría, abstraído en su propio renglón de pensamiento— es encontrar un arma efectiva para combatir la proliferación de chinos. Un cortaplumas no es lo más adecuado, y una pistola de rayos es algo demasiado obvio. No necesitamos un arma propiamente dicha, sino un elemento pequeño, casi intangible, algo que no se descubra ni siquiera tras el más minucioso registro. Algo como un puñal de hielo, que se derrite luego de hundirse en el pecho de la víctima. Sin embargo, no logro imaginar, qué haría ese arma, si la consiguiera. Veamos. Estoy pensando en voz alta, Becerra, ¿qué hace, hombre?
¾No tengo un arma pequeña ¾dijo Becerra regresando a la silla con visible esfuerzo; no había recuperado la cuchara, pero ya estaba resignado¾, tampoco un arma grande. Creo que no existen armas que sirvan para matar chinos sin que nadie se dé cuenta. Y también creo que toda esta justificación del genocidio chino es un poquitín racista... o por lo menos xenófobo.
¾Si no puede recuperar una cuchara que se le cayó al suelo, Becerra, mal podría dedicarse a cazar lauchas o sardinas. Usted debería dedicarse a otra cosa. ¿No pensó en disfrazarse de payaso e ir a uno de esos selectivos de la televisión? Tenemos que encontrar un buen nombre para ese payaso; el nombre es todo, las formas controlan el mundo.
¾Estaba hablando de las chinas ¾suspiró Becerra¾, de su fecundidad.
¾Los gorriones ¾dijo Lauría.
¾No ¾insistió Becerra¾, de las chinas.
¾Los gorriones son los enemigos ancestrales de los chinos ¾dijo Lauría¾, más que los nipones y los coreanos; más que los rusos y los vietnamitas o los tibetanos y los indios. Los gorriones no olvidan.
Becerra no entendía adónde quería llegar Lauría, pero atento a que cualquier mínimo empujón lo sacaría al otro del camino prefirió guardar silencio. Mejor que eso, deslizó un comentario superficial, más inocuo que la neblina o el vapor. Grande, móvil e inocuo.
¾Las chinas preñadas ¾dijo, sabiendo que Lauría no haría pie en las chinas preñadas. Tal cual; genio y figura.
¾Los chinos mataban a los gorriones con el ruido. El método era golpear con fuerza piezas de metal, unas contra otras. Imagínese: miles y miles de chinos golpeando gongs y platillos, todo el tiempo, impidiendo que los gorriones se acercaran a los sembrados. Sabe que para los chinos el número no es problema; será porque fueron ellos y no los árabes quienes inventaron los números. Pero no quiero desviarme del tema. Los chinos, golpeando sus metales impedían que los gorriones se posaran en el suelo y los gorriones, exhaustos, sin posibilidades de encontrar un lugar en el que hacer pie, sin posibilidades de dejar de batir las alas, sufrían ataques cardíacos y morían en vuelo. Los chinos impedían que los gorriones se comieran los granos, cierto, pero los gorriones desarrollaron un odio hacia los chinos que se parece al que siente usted, Becerra.
¾¡Yo no los odio! ¾protestó Becerra¾. Usted odia a los chinos, Lauría. Lo dice siempre. Lo suyo es una suerte de cínico antisinismo.
¾Los gorriones, no obstante ¾dijo Lauría desestimando la protesta de Becerra con gran economía de gestos¾, no son idiotas. Debe reconocer que la agresividad que los chinos practicaron con los gorriones fecundó el resentimiento de estas nobles aves, una animosidad que sólo puede compararse a la que los armenios sienten por los turcos. Los gorriones no se olvidan de los chinos. Me dirá usted, Becerra, que poco pueden hacer unos minúsculos gorriones contra un pueblo numeroso, prolífico, sabio y meticuloso, un pueblo que se dispone a conquistar la Luna dentro de pocos años y desde ahí hacer pie para colonizar todos los planetas del sistema solar, empezando por Marte. Hace algunos años se discutía acerca de si Marte sería ruso o yankee. ¡Discusión estúpida! Marte será chino. La Humanidad no podrá con los chinos. Y todo el universo será chino mucho antes de lo que imaginó Olaf Stapledon.
¾¿Quién es Olaf Stapledon? ¾dijo Becerra.
¾Hay un atajo ¾prosiguió Lauría¾. Las otras razas no pueden con los chinos porque los chinos son más inteligentes que los ingleses y los franceses. Pero, ¿qué pasaría si la inteligencia de los gorriones pudiera ser aumentada exponencialmente? No digo un aumento tal que permitiera a los gorriones construir naves espaciales y copiar cualquier artefacto inventado por los norteamericanos, pero sí un aumento que les permitiera enfrentar con éxito el arma más efectiva de los chinos.
—No tengo idea —dijo Becerra, consternado.
—Exacto, adivinó: el arma secreta de los chinos es la fecundidad de las chinas.
¾¿Sí? ¾dijo Becerra, encantado de poder injertar aunque más no fuera un monosílabo, aunque al mismo tiempo le quedaran profundas dudas de haber adivinado nada.
¾¿Encontró la cuchara, Becerra?
¾¿La cuchara? ¿Quién se acuerda de la cuchara si estamos llegando a la Luna con los chinos y alcanzando el cociente intelectual de Will Bates con los gorriones?
¾¿Will Bates? ¾Lauría movió la cabeza como si un abejorro se le hubiera metido en el oído. ¾Will Bates. ¿Cría gorriones?
Becerra pensó que había llegado su oportunidad, esa que se presenta una vez por partida. Lauría estaba desconcertado, aturdido. Se disponía a rematar, clavando la aguja en el punto exacto, cuando apareció el gallego con el aguardiente y desmoronó la delicada estructura armada por Becerra.
¾El aguardiente ¾dijo el gallego, incapaz de soslayar lo obvio¾. Usted, el otro, ¿seguro que no quiere nada? Veo que se ha formado una especie de hongo sobre el café; no lo tome, puede ser venenoso. ¿Quiere que le traiga otro? ¿Un té verde, quizás?
Lauría movió la mano para indicarle al mozo que se retirara. El tiempo ganado le había servido para rearmar la defensa.
¾La solución es sencilla ¾dijo, reanudando el discurso interrumpido¾. Aumentamos la inteligencia de los gorriones unas cinco o seis veces. Potenciamos el resentimiento que guardan por el asunto de los ruidos y los infartos. Recuerde: los gorriones tienen memoria ancestral y arquetípica, según el modelo junguiano. Les enseñamos que no sean compasivos ni tolerantes ni reticentes. Los educamos para que reconozcan a las chinas preñadas, aunque estén de dos meses. Les enseñamos la técnica del kamikaze. No sé si en ese orden, pero estoy seguro de que ese conjunto de imperativos categóricos operarán en positivo para que la explosión demográfica de los chinos remita.
Becerra miró a Lauría entrecerrando los ojos. ¾¿Usted está loco? ¾le dijo finalmente. A continuación, advirtiendo que el tono no era el adecuado, rectificó: ¾Usted está loco. ¾Como era habitual, Lauría no contestó directamente, y en este caso estaba perdonado: no era una pregunta.
¾El aguardiente de arroz; es de lo mejor. ¿No quiere tomar una copa?
¾El aguardiente de arroz es chino -dijo Becerra, más resentido que los gorriones¾. Más allá de que su extravagante teoría no tiene asidero ni posibilidades de verificarse en la realidad, ya que no existe poder sobre el planeta que pueda aumentar la inteligencia de los gorriones ni utilizar el odio de éstos contra los chinos, en el caso de que la anécdota del ruido y los infartos no sea un cuento chino ¾se permitió una pausa para respirar, pero Lauría no lo interrumpió; estaba como ido, en un limbo¾, el proyecto de convertirlos en kamikazes para obligar a las chinas preñadas a abortar es de una crueldad, de una inmoralidad, de una obscenidad, de un sadismo...
¾¿Cuántos sinónimos me va a disparar? ¾dijo Lauría sonriendo¾. Yo sólo quiero solucionar el problema, que sus hijos puedan vivir en un país libre de chinos. ¿Somos amigos o enemigos?
¾Soy estéril ¾dijo Becerra¾. Pero no quiero vivir en un país libre de chinos a ese precio; preferiría un país libre de Laurías.
¾No lo tome a la tremenda. ¾Lauría bebió un trago de su aguardiente y revoleó los ojos de una manera muy cómica. Se hacía difícil detestar al tipo; sus extravagancias le ponían pimienta a la vida anodina de Becerra, quien sabía que Lauría, en el fondo, ni siquiera se tomaba en serio a sí mismo. Becerra pensó: para nada; me dejé arrastrar una vez más por las facilidad que tiene para ponerme en ridículo. ¿Ahora qué? Puedo declararme su enemigo y él se morirá de risa.
Dos chinas muy jóvenes se habían acercado a la mesa. Eran bellísimas, de rasgos delicados y armoniosos; cuerpos sutiles, manos finas. Por otra parte ostentaban todos las características que el lugar común se había empeñado en atribuir a su raza: timidez, recato, humildad, complacencia.
¾Esta cuchara -dijo la más alta de las dos, un bombón de pura dulzura¾, ¿es de alguno de ustedes? ¾Hablaba en perfecto español, con un dejo oriental indefinible y encantador.
¾Amigo Becerra ¾dijo Lauría¾, siempre hay otro método, tal vez incluso mejor, para resolver un problema. ¿Cuál prefiere? Elija usted.
Becerra captó al vuelo la idea de Lauría, si se quiere más perversa aún que la de los gorriones. ¾Recuerde que soy estéril ¾dijo entre dientes.
Fiel a su costumbre, Lauría no contestó, pero su cabeza empezó a hacer cálculos. Llegado el caso, él podría ocuparse de la china de Becerra, o podía reclutar voluntarios para preñar a las chinas. No había necesidad de mezclar el placer con el deber.
¾Si una china tiene un hijo con un nórdico como yo, por ejemplo ¾dijo Lauría¾, ese hijo, ¿qué es? Chino no, imagino.