lunes, 26 de enero de 2009

FRUTILLAS - Sergio Gaut vel Hartman

Lauría observó a Becerra con ojo crítico. —¿Qué le ocurre, Becerra?
—Nada. ¿Por qué me mira así?
—¿Así, cómo?
—Con ojo crítico.
—Ah, eso. Le compré el ojo a un viejo periodista jubilado; lo pagué barato porque ya casi no lo usaba. ¿Qué le pasa?
—Estoy consternado.
—¿Otra vez las frutillas?
—Otra vez.
—¿No las pudieron terminar de comer?
—¿Cómo se le ocurre?
—Sólo eran catorce kilos, Becerra. Usted hace una tormenta en una palangana.
—¿Le parece? Nos comimos once kilos y medio. Tetas desarrolló una fragarianitis aguda y yo me meto en las verdulerías a la salida del trabajo y trompeo a los verduleros, que no entienden la razón, claro.
Lauría se rascó el puente de la nariz con la uña larga y sucia del índice de la mano izquierda. —En qué lío los metió la chica. ¿No se le ocurrió que catorce kilos de frutillas era... mucho?
—Parece que en algún momento, tanto Tetas como yo dejamos caer que las frutillas nos gustaban... mucho.
—¿Y si le dicen que ya se las comieron?
—¿Usted se burla de mí, Lauría? ¿Cómo le podríamos hacer una cosa así? Ella nos obsequió las frutillas con tanto amor... Lo menos que podemos hacer es comerlas.
—Bueno, entonces cómanlas y no fastidie. —Lauría sacó un vaso de leche del bolsillo derecho del saco, un frasquito oscuro del bolsillo de la camisa, una caja con sobres de azúcar —que bien podrían haber sido de cocaína— del bolsillo trasero derecho del pantalón y una bombilla de plata labrada de una pequeña caja de palosanto que estaba en el interior de un bargueño veneciano del siglo XIII, seguramente producto del saqueo de Constantinopla de 1204.
—No podemos —dijo Becerra. 
—No puede qué.
—Comerlas. Están podridas.
—Ay, Becerra, ¿cómo van a estar podridas? ¿Cuánto hace que la chica llevó las frutillas a su casa?
—Una semana.
—¿No las tenía en la heladera?
—Sí, pero ella, inocentemente, las cortó por la mitad, y se pudrieron. Los últimos siete kilos los comimos estando casi podridas. 
—¿Con crema?
—Con crema.
Lauria miró al cielo y vio que una familia de arañas se mudaba en busca de un clima más favorable. Las arañas de la especie Crinum Asiaticum emigran en octubre.
—¿Sabe qué vamos a hacer, Becerra?
—No. Y preferiría no saberlo. Usted siempre me mete en líos. Nunca me salvo de sus excentricidades.
—Vamos a hacer mermelada —completó Lauria sin prestar atención a la protesta de Becerra.
—¿Con frutillas podridas?
—¿Haría mermelada de frutilla con frutillas verdes? ¿Qué clase de inmaduro es usted, que no sabe reconocer la madurez allí donde se manifiesta, y la confunde con senectud?
—¿Yo dije eso? —Becerra asistió consternado a los siguientes movimientos de Lauría quien, tras aderezar la leche con dos gotas extraídas del frasquito y agregarle el contenido de los dos últimos sobres de la caja, ubicó la bombilla de plata y sorbió el contenido con dos largas chupadas.
—Me da asco la nata —dijo Lauria—. Hace medio siglo que tomo la leche con bombilla. ¿Le parece mal?
—¡Qué me va a parecer mal! Me parece estupendo. —A Becerra lo aterraban las consecuencias de contradecir a Lauria y había aprendido a no hacerlo.
—Bien. Entonces procederemos a fabricar la mermelada de frutilla. ¡Tráigalas!
Becerra arrastró los pies hasta el frizer y sacó una fuente azul transparente a través de la cual se divisaba una gran masa de fruta roja. Al destapar el recipiente un olor nauseabundo emergió como si se tratara del genio de la lámpara de Aladin Ibn Saud al-Fatah al-Sadam y flotó por la sala, impregnando cada elefante de cristal, cada cairel, cada buda de terracota.
—¿Le parece que vale la pena? —insistió Becerra.
—Estoy resolviendo su problema, Becerra, no el mío, así que mejor cállese y déjeme pensar.
—No tengo azúcar —dijo Becerra—. En esta casa sólo usamos edulcorantes. Mi esposa... ya sabe cómo es... dice que está gorda, y yo no soy quien para contradecirla. La dieta es la dieta. Y Tetas es otra que...
—Eso es un contratiempo —dijo Lauría—. Pero no se preocupe; Lauría tiene un problema para cada solución. ¿Qué piensa Tetas de las manías nutricionísticas de su esposa?
—Mi novia no se habla con mi mujer y tampoco opina nada acerca de las manías nutricionísticas de María.
Becerra permaneció pensativo mientras Lauria hablaba por teléfono con una amiga a la que identificó como “la Coca”. Reflexionó acerca de la frase de Lauria según la cual él tenía un problema para cada solución; era cierto: gracias a Lauría había tenido problemas con los chinos, con un déspota de otra galaxia, con la escribana Henríquez Rico, con los académicos de la lengua, con los naturales y artificiales del planeta Banjanin y hasta con el mismísimo Dios Creador Todopoderoso, entre otros. Permaneció mudo y supo que todo saldría mal en cuanto Lauria cortó la comunicación.
—Ya mismo nos trae cinco kilos de azúcar.
—¿Así nomás? Nos va a salir más caro el flete que el azúcar.
—Y no lo diga dos veces. Prepare un cheque por mil doscientos pesos.
—¡Mil doscientos pesos por cinco kilos de azúcar! Diez pesos ya sería abusivo.
—Tenga en cuenta el día.
—Es domingo —consintió Becerra.
—¿Nada más?
—Primero de mayo, día de los Trabajadores.
—Exacto. ¿La hora?
—Cuatro de la madrugada.
—¿Se da cuenta de que usted pide imposibles? La Coca nos consiguió azúcar impalpable, lo único que había un domingo primero de mayo a esta hora. Es un poco más cara, no se lo voy a negar, pero de una pureza...
Becerra estuvo a punto de replicar, pero la campana de la puerta de calle, sonando como el Wellington de Beethoven, lo detuvo. —¿Cómo es posible...?
—Vaya, vaya a recoger el azúcar. ¿Lleva el cheque?
Becerra asintió, sin salir de su estupor y manoteó la libreta de cheques de una repisa. Regresó en dos minutos portando una bolsa de papel madera que debía pesar sus buenos cinco kilos.
—¿Cómo es posible que hayan traído...?
—Es lo que le pedimos, Becerra: cinco kilos de azúcar para hacer mermelada de frutillas.
—¿Cómo es posible que hayan traído el azúcar con tal premura? ¿Acaso acampan en la puerta de mi casa?
Lauria no contestó. Tomó el paquete con el azúcar, violó el precinto y volcó el contenido sobre las frutillas. Una docena de moscas quedaron sepultadas bajo el níveo alud. Fue particularmente significativa la nube de polvo que se elevó hacia el techo y flotó como una cuadrilla de fantasmas.
—¿Esto no debería hacerse sobre el fuego?
—¡Claro! —respondió Lauria. Tomó la fuente con las frutillas y el azúcar impalpable y la abrazó como si fuese su hijo más querido—. Necesitamos someter esto a la temperatura adecuada, no cualquier temperatura. ¡Sígame!
La nave espacial de Lauría estaba estacionada en el patio de la casa de Becerra. Las luces del alba se insinuaban por el este, cosa inaudita tratándose de un cuento de Lauría y Becerra, por lo que tenían el tiempo justo para partir, calentar la mermelada a fuego solar (también llamado fuego lento, como el tango de Salgán) y regresar.
Becerra no podía dejar de admirar la habilidad de Lauria para tener todo a punto en el momento justo, siempre. No sólo habían conseguido azúcar en la madrugada del domingo primero de mayo, sino que el tanque estaba lleno hasta las orejas con esa mezcla absurda de plutonio y escamas de nafta que el demente de su amigo utilizaba para activar el motor de plasma; podrían haber viajado ida y vuelta a Saturno sin necesidad de recargar.
—¿No servía el fuego de mi cocina?
—¿Está loco, Becerra? Esto es azúcar impalpable.
—Ah, es por eso.
Despegaron.
A medida que la nave se aproximaba al sol se hacía evidente que Lauría había acertado con las proporciones. El recipiente con las frutillas y el azúcar impalpable, ubicado en el morro del vehículo, había empezado a hervir apenas sobrepasaron la órbita de Venus. Lauría se puso el traje de caminatas espaciales y munido de un cucharón de diamante sintético (por razones obvias no hubiera servido uno de madera) salió al exterior para revolver la mezcla. Antes de abrir la escotilla le recomendó a Becerra:
—Usted mantenga el volante firme y no se desvíe de la ruta aunque vengan degollando. Si me llegare a ocurrir algo le encomiendo a mi esposa, a mis hijos y mis amantes. Deséeme suerte.
—Suerte —balbuceó Becerra, con los brazos rígidos sobre el volante de la nave, aunque sabía perfectamente que Lauría no tenía esposa ni hijos ni amantes.    
Observó la escena por el gran ventanal delantero del vehículo; era casi como ver televisión en pantalla gigante. Lauria arremetió contra la mermelada incandescente y la masa respondió de inmediato atacando a Lauria. O por lo menos eso le pareció a Becerra en el primer momento. Había algo confuso en lo que ocurría allí afuera y Becerra se había olvidado los anteojos sobre la repisa ya descripta en un párrafo anterior. Parpadeó varias veces para tratar de enfocar la vista y por fin pudo constatar que lo que había tomado por una lucha entre Lauría y la mermelada era un simple forcejeo entre Lauría y un ser de color y textura de mermelada de frutilla.
—¡Sáqueselo de encima! —gritó Becerra inútilmente; no había forma de comunicarse con el exterior de la nave sin contar con el equipo apropiado; y no habían traído el equipo apropiado, claro, aunque en descargo de Lauría y Becerra hay que consignar que habían salido a los apurones.
Afuera, entre las bandas radiactivas de von Neustadt y las emisiones de rayos épsilon originados en el cinturón de deshechos satelitales chino, Lauría se batía en defensa de la mermelada de frutilla. Por fortuna para el desarrollo de este cuento y otros que pienso escribir en el futuro con Lauría y Becerra como personajes, venció. El cuerpo ahusado del hermafrodita gordo del planeta Carmesí flotaba en la blanda falda del espacio territorial venusiano.  
—¡Qué molesto! —exclamó Lauría despojándose de su traje de exterior apenas puso un pie en el interior—. Los extraterrestres la tienen conmigo.
—Dejemos ese tema —dijo Becerra—. Ya sabe que por su culpa la Tierra tiene vedado el ingreso a la Comunidad Galáctica. ¿No tiene nada mejor que hacer que matar extraterrestres?
—Mejor cállese, Becerra. Todo este embrollo es consecuencia de su afición a la mermelada de frutilla. Yo no me hubiera puesto en gasto si no fuera porque es mi mejor amigo.
Enternecido por las palabras de Lauría, Becerra tedió los brazos y rodeó el cuerpo del otro. Fue un largo e intenso estrujón que sólo cesó cuando la primera descarga hirió la nave y la sacudió como a un colectivo 96 que transita por las calles de Laferrere.
—¡Qué pasa! —chilló Becerra aterrado.
—Natural —explicó Lauría—. Nos están atacando los hermafroditas gordos del planeta Carmesí.
—¿Por qué?
Lauría bufó. —Querrán vengar la muerte de Ñuquiñuc, su Autofollador Vitalicio.
—¿Asesinó al Autofollador Vitalicio del planeta Carmesí? Yo creía que mato a un hermafrodita gordo cualquiera.
—Estaba defendiendo nuestra mermelada de frutilla, Becerra, recuerde eso; nuestra mermelada de frutilla, nuestra inversión. —Becerra se sintió asaltado por la idea de que él había puesto las frutillas... frutillas podridas, de acuerdo, eso hay que remarcarlo, y un cheque de mil doscientos pesos por sólo cinco kilogramos de azúcar impalpable. Pero le pareció que Lauría podría ofenderse si se lo recordaba y optó por mantener el pico cerrado.
Una nueva andanada de rayos desintegradores hizo impacto en el escudo antirrayos de la nave de Lauría y ahora las sacudidas fueron similares a las que sufrió Tom Hanks en el avión de la Federal Express que sale en Náufrago.
—¿Será posible? —Lauría hizo un par de complejos cálculos con el ábaco incautado a los chinos en el cuento de los gorriones —en una parte del cuento excluida en la revisión final, aclaro por si alguno lo leyó y no encontró ningún ábaco chino— y determinó que podía usar un agujero de gusano cercano para escabullirse del despiadado ataque de los hermafroditas gordos del planeta Carmesí. 
—Usaremos un agujero de gusano cercano —dijo Lauría— para escabullirnos del despiadado ataque de los hermafroditas gordos del planeta Carmesí.
—¿No sería más sencillo no provocarlos? —Becerra empezaba a perder la paciencia con Lauría. —La próxima vez piense antes y actúe después. —Ya casi no le importaba ofender a Lauría.
Lauría contempló a Becerra con una expresión que no auguraba nada bueno. La expresión podía querer decir cuando lleguemos a casa le rompo el culo a patadas o no sea necio, hombre, los hermafroditas gordos del planeta Carmesí no necesitan ser provocados para reaccionar como la mierda o de dónde sacó que asesinar a un hermafrodita gordo del planeta Carmesí es una provocación.
—A ellos les encanta ser asesinados, Becerra, ¿acaso lo olvidó? —dijo Lauría finalmente—. Usted, en materia de disciplinas xenobiológicas es una nulidad, o tiene una memoria de pajarito.
Becerra habría querido argumentar que no le parecía que los hermafroditas gordos del planeta Carmesí estuvieran reaccionando como si les gustara ver asesinado a su Autofollador Vitalicio, sino todo lo contrario. Pero el horno no estaba para bollos y él no sabía manejar la nave de Lauría de regreso a la Tierra; todo lo que le había logrado aprender era a aferrar firme el volante.
 —¿Vamos hacia el agujero de gusano? —dijo Becerra por decir algo.
—Ya estamos a punto de ser excretados —respondió Lauría—. Estamos saliendo del agujero de gusano como un cilíndrico y orondo sorete.
Becerra estuvo a punto de reprender a Lauría, molesto por el uso de un lenguaje tan soez. Pero no lo hizo, alelado ante la visión panorámica de un planeta colgando al alcance de la mano. Abrió los ojos como platos de porcelana de Fukien y balbuceó:
—¡E-ese es el mundo los hermafroditas gordos! ¡Es el planeta Carmesí!
—Mmmmmm, sí. —Lauría miró una pantalla con el ceño fruncido—. Parece que vectoricé para el otro lado.
En ese mismo momento sonó una voz gutural y rebotó en los paneles perforados de la nave de Lauría.
—¡Ustedes! ¡Ustedes! —La voz gutural carecía de la riqueza que tienen las voces prístinas, o las aflautadas.
—¿Nosotros qué? —replicó Lauría sin achicarse. Si hay que reconocerle alguna virtud esa es que Lauría rara vez arruga. Ni haciendo un mayúsculo esfuerzo mental —la clase de esfuerzo que produce hemorroides en la glándula pineal— podía Becerra recordar una ocasión en la que Lauría hubiera dejado de hacer frente a los percances.
—Ustedes mataron a nuestro Autofollador Vitalicio. ¿Les parece bonito?
—Tal vez la especie corre peligro de extinción —susurró Becerra, consternado.
—Quiso robar nuestra mermelada de frutilla —dijo Lauría—. Fue en legítima defensa.
Se produjo un prolongado silencio. O, mejor dicho, durante un lapso apreciable no llegaron sonidos desde el planeta Carmesí, el mundo los hermafroditas gordos. Lauría y Becerra pensaron lo peor, lo que bien mirado es una gran cosa: si uno es capaz de pensar lo peor cualquier cosa que ocurra será mejor que eso. Y así fue.
—Así que legítima defensa —dijo la voz—. Así que el muy cebón les quiso robar la mermelada. ¡Maldito sea el Autofollador Vitalicio y toda su progenie durante las próximas cien generaciones!
—Eso es bravo —susurró Lauría—. Sin Autofollador Vitalicio estos necios se extinguen.
—No lo entiendo —dijo Becerra rascándose la seborrea con una uña larga y sucia. Hacía años que Becerra no daba con un buen champú.
—Algo grave tiene que haber ocurrido en este mundo para que ya no les importe la pérdida del Autofollador Vitalicio.
—Sigo sin entender, Lauría.
—Son hermafroditas, Becerra.
—¿Qué están cuchicheando? —dijo la voz desde el planeta Carmesí—. Es de mala educación secretear en público. 
Becerra y Lauría quedaron estupefactos, paralizados, tiesos. Cuando recuperaron el habla dijeron al unísono.
—¡Tetas!
Ninguno de los dos estaba en condiciones de conjeturar cómo había hecho Tetas para llegar al planeta Carmesí antes que ellos. De lo que no tenían dudas era que la mano de Tetas estaba detrás de la radical transformación de las costumbres de los hermafroditas gordos. En ese mismo momento la voz atiplada de Tetas se superpuso a la del primer interlocutor y hasta fue audible el empellón que le dio para desplazarlo.
—¿Qué hacen aquí, tan lejos de casa?
La pregunta era válida en sentido inverso, pero ni Becerra ni Lauría se animaron a enfrentar a Tetas. (Está de más que señale que lenta, pero firmemente, Tetas adquiere un mayor protagonismo en esta serie y no falta mucho para que la controle por completo).
—Ustedes —dijo Tetas— son unos mamarrachos impresentables que hacen quedar como cerdos a los humanos del planeta Tierra, no importa de qué rincón del universo estemos hablando.
—Haremos cualquier cosa para reparar el error cometido —dijo Becerra con voz llorosa.
—Exactamente eso. He podido reconvertir los hábitos sexuales del noventa por ciento de los habitantes del planeta Carmesí, pero me he comprometido ante el diez por ciento restante a satisfacer sus necesidades sin reparar en costos. 
—¿Y eso significa...? —dijo Lauría temiendo lo peor.
—Exactamente.
Y así fue como Lauría y Becerra se convirtieron en hermafroditas gordos y ocuparon el lugar del Autofollador Vitalicio asesinado, para lo cual debieron someterse a un doloroso tratamiento hormonal y comer diariamente cinco kilos de mermelada de frutilla cada uno. Hay que aclarar, para terminar de una buena vez con este espantoso cuento, sin lugar a dudas el peor de la serie de Lauría y Becerra, que el día del planeta Carmesí dura seis horas, veintiocho minutos y quince segundos.

jueves, 22 de enero de 2009

NO OBSTRUYAN LA SALIDA - Sergio Gaut vel Hartman

Lauría había sido invitado por la escribana Henríquez Rico al Ateneo de las Damas de la Caridad de Elortondo, provincia de Santa Fe, con el propósito de que disertara acerca de la filosofía patrística, ese conjunto de proposiciones teológicas que se atribuyen a los padres de la Iglesia e impregnan los primeros siglos del Cristianismo. Lauría, como no podía ser de otro modo, disfrutaba perversamente cuando, ante un auditorio selecto, escupía las premisas de Orígenes, Teófilo de Antioquía, Atanasio, Dídimo el Ciego y Policarpo de Esmirna acerca de la ecpirosis, la apocatástasis, la palingenesia y la parousía y el disfrute se duplicaba al contemplar los rostros perplejos de su público, una masa abigarrada de matronas tan deseables como un accidente de tránsito.
—... que abarca desde finales del siglo primero hasta mediados del siglo séptimo —estaba diciendo Lauría—, se exceptúan, por supuesto, los escritos canónicos, aunque sí se incluyen los de los padres apostólicos y de los apologistas, claro. —En ese momento se interrumpió y sonriendo como si le hubiera sido revelada la naturaleza extraterrestre del Espíritu Santo, acotó: —Queridas amigas: ¿me creen si les digo que acabo de entrar en estado de erección? Es decir, tengo el pedazo duro como un garrote. ¿Alguna desea pasar a comprobarlo? Acérquense. Podría ser algo así como una tremenda experiencia mística, ¿no les parece?
Becerra, mezclado con las concurrentes a la conferencia, hundió la cabeza entre las rodillas. Todo el mundo allí sabía de su estrecha amistad con Lauría, aunque por fortuna pocos conocían el episodio de las chinas, el del asesinato del perro y mucho menos los problemas que habían tenido con la gente del futuro, yo incluido. La invitación fue cursada porque a los oídos de las Damas llegó el rumor de que Lauría había tomado café con leche en compañía del mismísimo Dios Padre Todopoderoso. Error o corrección, había sido una oportunidad excelente para blanquear una serie de máculas oscuras en el historial de ambos, aunque, y eso Becerra lo sabía a la perfección, Lauría siempre se las ingeniaba para embarrarla y, de paso, colocarlo a él en posiciones de las que no era fácil regresar. Becerra estaba seguro de que, tras la ordalía, la multitud congregada en el auditorio tomaría partido en contra del transgresor, linchándolo sin más trámite. Tal vez Becerra, como siempre, exageraba, pero en esta oportunidad Lauría había elegido violar una ley sacrosanta, la del decoro, en medio de una selecta concurrencia: las Damas del Socorro y la Caridad de Elortondo, provincia de Santa Fe, organizadoras del acto. Si hay que morir, pensó Becerra, que sea con honor. Levantó la vista y vio que la gran mayoría de las matronas presentes se habían cubierto los labios con tres dedos, como si esa endeble protección fuera suficiente para refrenar el mugido sucio y descarado que pugnaba por escapar de sus gargantas. La mayoría de las matronas presentes, pero no todas. Dos de los más representativos ejemplares, unas hembras distinguidas y rollizas, vestidas de punta en blanco, con unos trajes de corte tan perfecto y cubiertas con unos sombreros aludos tan absurdos que les ocultaban por completo el rostro, avanzaron hacia el estrado y sin vacilar palparon apreciativamente la prominencia que Lauría ofrecía con generosidad. Becerra observó estupefacto que movían las cabezas y proferían unos chillidos afectados mientras ponderaban forma y tamaño. El resto de la concurrencia, en cambio, parecía haberse precipitado en una sima de incontrolable euforia. Algunas damas trataban de masturbarse sin demasiado éxito —Becerra atribuyó el fracaso a la falta de práctica— mientras que otras, tal vez excesivamente excitadas, habían empezado a rezar el Padrenuestro en voz muy alta, casi a los gritos. 
—¡Silencio, por favor! —oyó Becerra que profería Lauría alzando los brazos. Sonreía como Perón, pero la posición de los brazos era errónea, si lo que Lauría se proponía era remedar los gestos del general—. Vamos a poner un poco de orden en este desorden.
—Menos mal —murmuró Becerra.
—Vamos a entregar números para que el acto de palpación de mi atributo viril pueda ser disfrutado por todas las damas del Ateneo sin limitaciones ni cortapisas y en perfecto orden.
—¡Lo único que faltaba! —farfulló Becerra.
—¿Qué dice, Becerra, allá atrás? ¿Usted también quiere palpar mi verga? —Becerra reflexionó acerca del desmadre que Lauría estaba produciendo y llegó a la conclusión de que lo que excitaba a su amigo era la patrística.
—No, Lauría. Yo me dedico a otro tipo de palpaciones. Ya sabe que tengo una novia muy bonita y que muy pronto nos uniremos en sagrado concubinato.
Al escuchar la velada mención a Tetas, la erección de Lauría se redujo en un noventa por ciento, con el consiguiente desencanto de las Damas del Ateneo de la Caridad de Elortondo. Una serie interminable de ohs y ahs cruzó el salón de actos y chocó contra la pantalla en la que, unos minutos antes, había sido proyectado el film de Konstantin Karamanlis titulado Los mancebos de Éfeso sólo piensan en eso.
—Si será... —Los ojos de Lauría se llenaron de lágrimas; las damas de Elortondo se enternecieron hasta las ídem. Un ladrido agudo anunció que la promotora del espectáculo se hacía presente.
—¡Otra vez no! —masculló Becerra. Cada vez que la escribana aparecía en escena terminaban a los tiros. Y no cualquier clase de tiros: tiros de AK-47. Y no por cualquier motivo: la escribana insistía con llevar en andas a Luismi, el Yorkshire del que los lectores de esta serie ya tienen noticias.
—No prometí nada —murmuró Lauría—; yo no prometí nada —insistió.
—Por lo menos no lo mate a patadas —dijo Becerra cubriendo sus palabras con la palma de la mano. Pero la escribana, que tenía un oído de tísica, escuchó.
—¿Qué se propone hacerle al animal? —Todo el respeto intelectual que la escribana profesaba por Lauría se iba al mismísimo carajo cuando el perrito entraba en escena. Este no es el momento ni el lugar de un recuento, pero para que no se queden en babia diré que Lauría mató a patadas a Luismi en uno de los relatos de esta serie y en otro fue resucitado gracias a una operación que realicé manipulando las hebras de superposición cuántica del continuo espacio temporal adecuado. No es ningún secreto: soy el viajero del tiempo. Pero no se dispersen ni distraigan, lectores, por favor. Y mantengan la atención centrada en lo que narraré a continuación.
—Al perro nada, escribana —dijo Lauría—, pero a usted pienso someterla para que pruebe la firmeza de mis convicciones.
—Salga, no sea puerco. —Era la primera vez que la escribana se cachondeaba en presencia de Becerra y Lauría.
—Se me acaba de ocurrir que podríamos hacer una gira —dijo Lauría—. Salimos para Melincué, tocamos Firmat, Chabas, Casilda, Pérez y el fin de semana nos presentamos en Rosaurio.
—¿Y en qué consistiría la gira? —La escribana Henríquez Rico pareció súbitamente interesada, tanto que depositó su preciado tesoro en los brazos de Becerra, que lo recibió sin disimular la repugnancia. No olvidar que el perro fue reventado a patadas en un cuento de esta serie y resucitado en otro, proceso que no ha podido soslayar la persistencia de cierto olor cadavérico residual.
—Nos presentaríamos —dijo Lauría muy suelto de cuerpo— con mi rutina patrística, ya sabe: Ignacio de Antioquía y Policarpo de Esmirna. Luego Celso Cuadrato, Justino, Taciano, Atenágoras, el Pseudo-Justino, Teófilo de Antioquía y Hermias.
—¡Qué maravilla! —La escribana palmoteó hechizada por el proyecto de Lauría—. ¿Qué me dice, Becerra? Qué sorpresa, ¿no?
—No venda la marta antes de cazarla —dijo Becerra.
—¿A mi amiga Marta? ¡Jamás haría algo así!
—Luego —dijo Lauría cerrando los ojos—, cuando el éxtasis ubique a las matronas en el punto álgido de la excitación metafísica, usted se acerca, me toca el pene y se me produce una tremenda erección, a la que llamaremos “apología capadocia”.
—¿Yo haré eso? —La escribana retrocedió un paso.
—No sólo hará eso —dijo Lauría—, sino que además, poseída por el espíritu de Teodoro de Mopsuestia, se arrancará las escasas ropas que cubrirán su cuerpo y se ofrecerá a mí con la impudicia sardónica que narra san Isidoro en sus Etimologías.
—¿Qué narra? —La escribana retrocedió otro paso; Luismi pasó de los brazos de Becerra a los de una dama jorobada, pero muy elegante, a la que los habitantes de Elortondo llamaban, no sin ingenio, Notredame. La razón debemos buscarla en que Becerra necesitaba tener las manos libres para atajar a Lauría cuando, perdida por completo la compostura, reprodujera la danza de los hombres lobos, tal como ocurrirá en un cuento llamado “La danza de los hombres lobos”, que todavía no escribí.
—Narra su impudicia —bufó Lauría—. Los padres de la iglesia no perdían el tiempo en fruslerías, bagatelas, minucias y bicocas.
—Pero yo no soy impúdica —replicó la escribana. Tres o cuatro matronas confirmaron el aserto.
—Lo será, en cuanto yo la tutele.
—¿Usted me va a qué? No nació el hombre que me tutele. —La escribana no conocía la palabra, pero por las dudas, ya que la cuestión venía un tanto escatológica, tomó sus precauciones.
—Lauría: deje a la escribana en paz. —Becerra tomó el brazo de Lauría, pero éste se desasió con brusquedad; estaba lanzado.
—No sólo la voy a tutelar en el sentido que propone la apocatástasis, sino también en el que Bonnet sugiere en su La palingénésie philosophique.
—¡Debí imaginarlo! —dijo la escribana furiosa—. Yo sabía que de una mente inmunda como la suya sólo podía salir algo como eso.
La sala del Ateneo de las Damas de la Caridad de Elortondo había quedado casi vacía. Podía decirse que la conferencia, interrumpida por el episodio de la erección, carecía de los atributos que hubieran permitido llamarla “un éxito”. No obstante, eso no fue obstáculo para que las dos primeras damas convocadas a la palpación permanecieran clavadas en el escenario, animadas por la esperanza de que se produjera una reerección. También estaba Notredame, a quien el Yorkshire le había meado los brazos.
—Su tarea, de aquí en más —dijo Lauría—, no es imaginar. Usted será esclava de la patrística y asistirá al rey de la erección filosófica en la turné que emprenderemos. En cada localidad se congregarán multitudes euforizadas por el logos y erotizadas por el escotismo. Luego de cada representación, una vez que yo haya alcanzado el apogeo diamantino de mi verga, usted se arrancará la ropa y se clavará en la cruz simbólica formada por mis atributos...
—¿Cruz simbólica? —dijo Becerra, perplejo.
—Usted no entiende, Becerra. Pero eso no me sorprende ni me inquieta: usted nunca entendió nada. Eso sí: procure no mencionar a Tetas que eso conspira contra la unción y el celo requeridos para mantener la erección.
—Es su idea —dijo la escribana—, es su porcachunada —insistió—. ¿Se puede saber qué pito toco yo en su proyecto místico sexual?
—¿Me está cargando, escribana, o de pronto se ha vuelto enemiga de la filosofía? Esto es una revolución en la historia del pensamiento. Llevaremos la noción de ser, cuyo sentido no es forzosamente una abstracción de las cosas sensibles, a la carnalidad de los tamberos y las vaqueras.
—A ver si entendí —dijo Henríquez Rico, escribana y mami del Yorkshire apodado “Luismi” en honor a un heteróclito juglar azteca—: usted quiere salir por los pueblos a repetir este lamentable acto consistente en un proceso de excitación peneal producido por la lectura de los textos de los padres de la Iglesia, seguido por un brutal estriptis ejecutado por muá y del sacrificio ritual que otra vez muá ejecutaría en el escenario para lograr la cachondización de las multitudes congregadas...
—¡No! —exclamó Lauría—. Eso sólo sería el comienzo. Mi objetivo es lograr que todos los asistentes alcancen un estado de excitación análogo al mío como producto de la exposición de las ideas de Duns Escoto, Tomás de Aquino y Dídimo el Ciego. Usted sería sodomizada ordenadamente por toda la concurrencia, sin abandonar la sagrada posición de la primera clavada y al final yo cobraría a todos los que hubieran logrado eyacular.
—¿Y eso por qué? —quiso saber Becerra. Lauría miró furioso, casi enajenado a su amigo.
—¡No soy un estafador, Lauría! Eyaculación no producida equivale a acto místico no consumado. Podría decírselo en latín, que sonaría mucho más apropiado, pero el autor quiere terminar el cuento en tiempo y forma y buscar eso sería demasiado arduo.
—Soy lesbiana —dijo la escribana soltando el aire. Hacía mucho que deseaba confesarlo y esta era la ocasión adecuada.
—Eso ya lo sabíamos —dijo Becerra clavando una vez más donde más duele, aunque en este caso fuera una clavada metafórica.
—No voy a ser su esclava sexual ni su pupila, aunque la suya sea una gesta filosófica merecedora de todo el apoyo de los amantes del pensamiento, como yo. Búsquese otra. Lo siento.
—No hace falta que se busque otra, Lauría —dijo Tetas entrando voluptuosamente a la sala del Ateneo de las Damas de la Caridad de Elortondo, provincia de Santa Fe. Sus ídems se bamboleaban bajo el vestido de seda que se había puesto y era evidente que no usaba sostén. Ni falta que hacía—. Yo lo haré; me gusta la idea de ser su esclava sexual.
—¡Tetas, no! —exclamó Becerra estupefacto por la declaración de su novia oficial.
—Tetas sí —dijo Tetas—. Usted será mi novio, pero no puede bloquear mi crecimiento espiritual. La experiencia que propone Lauría me parece maravillosa. Servir de objeto sexual a un montón de viejos decrépitos a los que lo único que se les para es el corazón, llegado el momento, es una magna tarea, no menor que la que en su momento emprendieron Teodoreto, Sufronio y especialmente Lactancio...
Todos los concurrentes se preguntaron de dónde había sacado Tetas esa erudición. No podía decirles que era el producto de un paseo por el tiempo que yo, escritor y renombrado temponauta, le había obsequiado a Tetas como viaje de bodas en otro cuento de esta serie. No se los podía decir a ellos, pero se lo digo a ustedes, lectores, sí ustedes, no se distraigan que ya termina. 
—Estoy fascinado —dijo Lauría—. Usted es mucho más apropiada para la tarea que esta vieja gotosa. Pero, ¿cómo supo que yo me proponía hacer una turné mística por los pueblos del sur de la provincia? ¿Cómo supo que la lectura de textos de los padres me produce unas descomunales erecciones? Y lo más incomprensible, ¿cómo supo en qué consiste el acto de clavada si me lo acabo de inventar?
—Tengo poderes telepárticos —dijo Tetas, como restándole entidad al asunto. Mentía, por supuesto. Estaba al tanto del asunto porque yo le había permitido leer el primer borrador en 2054, durante un momento de bloqueo creativo. Este cuento estuvo parado cinco años y sólo se puso de nuevo en marcha cuando Tetas me sugirió este final.
—Telepáticos —corrigió Becerra, que es muy detallista, eso sí.
—Telepárticos —insistió Tetas—. Puedo inducir todo tipo de partos a distancia, incluso partos creativos. Un autor está bloqueado y yo abro canales para que sus ideas fluyan. También puedo, desde la Tierra, lograr que una numansa del planeta Numans supere una dilatación escasa y escupa a su cría, tras treinta años de ignorada gestación. Pero eso es tema para otro cuento. No quiero aburrirlos.
—Claro —dijo Notredame, notoriamente decepcionada por el curso que habían tomado los acontecimientos, ya que nunca nadie la consideró candidata a ocupar el puesto de objeto sexual—, la señora no quiere aburrirnos, pero no vacila en ofendernos. ¡Vamos, chicas! —concluyó arrojando a Luismi a una fuente de agua bendita ad hoc, donde el pobre animal se ahogó en cuestión de segundos, para desesperación de la escribana, que se arrojó a la fuente y también desapareció en las profundidades. Las chicas siguieron a Notredame y sólo quedaron, una vez más, Lauría, Becerra y Tetas.
—¿Cuándo salimos para Melincué? —quiso saber Tetas.
—Hay tiempo hasta mañana —dijo Lauría. Becerra, decepcionado por el curso que tomaban los acontecimientos, se puso a llorar.
—¿Por qué llora, Becerra? —dijo Tetas.
—La pierdo, una vez más.
—No es cierto. Nunca me tuvo, aunque sea su novia en el presente, porque estoy casada con el hombre del futuro. La vida es como es, no como a uno le gusta que sea.
—Claro, eso —convalidó Lauría.
—Es que el presente es tan efímero —sentenció Becerra pasando el dorso de la mano por la mejilla. La retiró empapada por una sustancia aceitosa.
—Eso es verdad —aceptó Lauría. Uno no es filósofo al pedo.
Era hora. Puse en marcha la máquina, recogí a Tetas y nos vinimos a 2080, donde tenemos un hermoso palacete con vista al parque de cuerdas cuánticas. Pero como somos muy respetuosos de nuestra intimidad, sobre lo que ocurrió a partir de entonces no diré nada.

domingo, 18 de enero de 2009

AGUA CERO - Sergio Gaut vel Hartman

—¿Le parece que parará, Lauría?
—Hmm, déjeme ver. —Lauría se asomó a la ventana y observó la cortina gris acero, oblicua, inclemente, que cubría la ciudad desde hacía una semana. —Lo más probable es que no. Lloverá para siempre.
—¿Cómo dice una cosa así? —Becerra acarició el hombro de Tetas, que dormía plácidamente sobre un sofá. El sofá estaba tapizado con una tela estampada; imágenes de jirafas y elefantes componían una metáfora prístina de la gesta de Noé.
—Digo lo que digo. Los extraterrestres no se tomaron todo este trabajo para hacer una demostración de fuerza, sólo para impresionarnos. 
—¿No? —Becerra no creía que el aguacero pudiera ser una venganza por lo que Lauría le había hecho al pobre Erihs’kroihs. Pero tampoco conocía tanto la psicología de los extraterrestres como para poner la firma y permanecer sentado.
—No. Quieren convertir la Tierra en un planeta acuático y vendérselo a los cuackcroacs. —Lauría hizo una mueca; no estaba convencido de su propia teoría, pero el rastro de las babosas en las paredes y la inutilidad del sulfóxido para exterminarlas le hacían perder la poca paciencia que conservaba. El comentario de Becerra no contribuyó en nada para mejorar su humor.
—Hubiera sido más práctico derretir el hielo de los polos, ¿no le parece?
Lauría se encogió de hombros. Todo le importaba un pimiento; estaba deprimido. —Ahora que lo pienso el tacazo a Erihs’kroihs fue una cochinada. —No obstante, Lauría podía rememorar el episodio sin dar el brazo a torcer; no tenía ganas de arrepentirse y seguía pensando que el extraterrestre era repulsivo, que se merecía ser aplastado como una cucaracha.
—Ya que lo dice, creo que se ha pasado la vida haciendo cochinadas, Lauría.
Lauría miró a Becerra con expresión asesina. —Salga y muérase, Becerra. ¿Cree que eso de ahí afuera es agua?
Tetas se removió inquieta, como si las palabras de Lauría hubieran logrado perforar la coraza de su sueño.
—La va a despertar. Mírela —Becerra señaló a Tetas con un dedo rematado por una uña larga y sucia—. ¿No es un ángel? Una mariposita. ¡Divina!
Lauría no pudo evitar que en sus entrañas se repitiera esa inefable sensación corrosiva, la misma que despuntaba cada vez que distinguía los atributos de Tetas asomando por el escote del vestido floreado.
—No —dijo despechado—. No es un ángel. Y se va a morir, igual que usted, y todos. Esta es la peor invasión extraterrestre de que se tengan noticias.
—¿Y usted? —Becerra miró a Lauría con suspicacia. El muy cretino tenía la solución, pero no la iba a soltar a menos que él entregara a Tetas; sabía que ese era el propósito; pero ni siquiera estaba seguro de que todo no fuera una monumental puesta en escena, un fraude mayúsculo para arrebatarle a la chica.
Lauría no contestó. Volvió a correr el visillo y contó las gotas que, como ampollas de mercurio, se aferraban al vidrio de la ventana. 
—¿Ya no llueve? —Tetas, sentada entre las jirafas y los elefantes, con los ojos rojos de llorar en sueños, parecía una Sheherazade conjetural, de regreso de un viaje de mil años luz alrededor de la galaxia. Becerra no pudo contenerse y se abalanzó sobre ella, cubriéndola de besos. Lauría hundió la nariz en el vidrio para no mirar. 
—Amor.
—Déjeme en paz, Becerra —protestó Tetas—. El horno no está para bollos. ¿Cuánto hace que estamos encerrados en este lugar. ¿Cuándo dejará de llover? ¿Lo sabe Lauría, que todo lo sabe? —Las últimas palabras fueron un madrigal de velados reproches; Tetas detestaba a Lauría, pero eso no era más que lo que todo el mundo, incluyendo a los aberrantes seres de planetas remotos, sentían por el mejor amigo de Becerra. Sólo Becerra soportaba a Lauría, a pesar de que éste le hacía la vida imposible.
—¿No puede llamar a su amigo?
—¿Qué amigo? —dijo Becerra haciéndose el distraído.
—El viajero del tiempo, el tipo del wub, el que vive en 2047.
—¿Usted se cree que en el futuro el tiempo no transcurre? Seguro que el tipo está viviendo en otra galaxia. Dentro de medio siglo este planeta será un Sahara.
Lauría metió las manos en el bolsillo del pantalón y apuntó con la barbilla a una zona indeterminada del espacio y el tiempo.
—Haga la prueba, llámelo, invóquelo, haga algo.
Becerra se rió con ganas, pasó el brazo por la cintura de Tetas y atrajo a la muchacha hacia sí. —Usted es un mentiroso, Lauría. Si mi amigo vive en 2047...
—¿No dijo 2050, Becerra? —El tono de Tetas fue acusador, crítico.
—Si mi amigo vive en 2047, 2050 o 2099 —rectificó Becerra—, no tiene mayor importancia; quiere decir que el mundo no terminó, que los extraterrestres fracasaron, que no hubo segunda arca ni perros en escabeche.
—¿Qué es eso de perros en escabeche, Becerra? —El tono de censura de Tetas se agudizó. —Sabe que no me gusta que se le haga daño a los animalitos, ni siquiera a las ratas y a las serpientes...
—¿Puede hacerlo venir o no? —insistió Lauría.
—Puedo —dijo Becerra—. Pero la pregunta exacta es: ¿quiero? Lo haría para salvar a Tetas y a mí mismo...
—Y yo no lo merezco —dijo Lauría haciendo un puchero—. ¿Insinúa eso?
Becerra se sintió una porquería. ¿No había removido Lauría cielo y tierra y desafiado al mismísimo Dios aquella vez que se murieron? ¿No se había jugado por él cuando el Diablo los corrió con el tridente hasta que tuvieron que subir de nuevo al cielo? ¿No había desafiado al déspota de Ropei cuando éste encarcelara a Becerra por la cuestión de las estampillas?
—De acuerdo. —Becerra pulsó el enlace de superposición de objetos macroscópicos para iniciar el proceso de decoherencia temporal. En dos o tres de mis cuentos Becerra había aprendido más sobre física cuántica que Albert Einstein en toda su vida.
Yo estaba tomando un baño de escarcha de partículas virtuales implicadas cuando se encendió la luz roja del panel de control. Los paneles de control con luces de colores son imprescindibles en cualquier buena ficción.
—¡Otra vez Becerra! —exclamé—. Ese ya me tiene harto; me llama por cualquier tontería. —Pero no podía desentenderme del problema. Una pérdida significativa de energía virtual en un punto inferior de la trama de superposición cuántica podía significar el fin de mi mundo y hasta del suyo. Del suyo lector, a usted le hablo, no se distraiga.
Activé el selector de hebras y seguí la torsión de la línea que comunicaba mi presente con el pasado. En un lapso ridículamente breve aparecí en la habitación 947 del Yorkshire Palace Hotel que ocupaban Becerra, Tetas y Lauría. La elección tenía mucho que ver con la culpa que Lauría sentía por los que le había hecho al perro de la escribana Enríquez Rico en uno de los primeros cuentos de esta serie. El perro era un Yorkshire puro, se llamaba Luismi y Lauría lo había matado de una patada, y al hacerlo se había sentido identificado con un personaje de Buñuel en La Edad de Oro. Pero eso no viene al caso.
—¡Por fin! —exclamó Lauría—. Ni que fuera el plomero.
Sacudí los restos de escarcha adheridos a mi traje de viajero temporal y miré en derredor. El lugar parecía un muladar; olía a humedad y el abigarramiento de objetos producía una sensación de acoso que me recordaba a la que se suele experimentar cuando se visita el planeta Turner, el Trantor del universo empresarial.
—Afuera llueven gotas de acero —dijo Tetas—, que si te tocan te hieren como cuchillos.
—Es una invasión extraterrestre —dijo Becerra—. Los paisanos de Erihs’kroihs toman venganza por lo que éste les hizo —agregó señalando a Lauría con un dedo rematado por una uña larga y sucia.
—Quieren convertir la Tierra en un planeta acuático y vendérselo a los cuackcroacs. —Lauría recitó su discurso con el mismo tono impersonal con que los oficiales del ejército le informan a una madre que su hijo acaba de ser hecho picadillo en Mosul.
Miré hacia afuera por la ventana. (Les recuerdo que los viajeros temporales no utilizamos puertas ordinarias para entrar a las habitaciones). La lluvia seguía azotando los vidrios con sus gránulos viscosos, unas bolitas de metal que se fabrican en un planeta del sector Spaghetti 69. Había visto ataques así en varios mundos de ésta y otras galaxias y sabía perfectamente que no podía durar para siempre, a lo sumo tenían material para cinco o seis años más. Los caños de los sorpros pronto se verían afectados por la superposición cuántica débil y por el fenómeno llamado decoherencia de ruptura lateral. Pronto, insisto, dentro de cinco o seis años. Pensé a toda velocidad. ¿Qué quedaría de la Tierra tras cinco o seis años de lluvia ininterrumpida? No era necesario, pero no me costaba nada salvar el continuo.
—Escuchen: es caro, pero puede hacerse.
—¿Cuán caro? —dijo Lauría con desconfianza. Había sido educado por una familia de prestamistas del Tesino, más austera que camelleros bereberes. No importa lo que se esté negociando: Lauría siempre pide rebaja. 
Moví la cabeza con suficiencia. —No soy Noé, por lo que no resuelvo los problemas construyendo arcas.
—Claro —dijo Becerra—. Esto no se resuelve con una barca.
—Dijo arca —corrigió Lauría. Era lo que yo esperaba. Una pelea entre esos dos podía durar más que la lluvia. Tomé un interruptor de campo cuántico que siempre llevo en la guantera de la máquina del tiempo y lo enchufé en el Laplace que uso detrás de la oreja, incrustado en el hueso. Pulsé la fase de cohesión y proyecté un efecto túnel o de desintegración, que predijo el comportamiento de cada una de las partículas que los sorpros generaban en sus caños y que, aun no siendo observables, implicaban un proceso atómico muy razonable y muy bonito. Todo el curso de acción demoró escasos tres minutos. Cuando terminó, Becerra y Lauría no habían dejado de discutir, por lo que no tuve más remedio que palmear las manos y decir:
—Fin del recreo.
—¿Qué dice éste? —Los tres me miraron con expresiones de furia, diferentes, pero todas ellas feroces. 
—Miren por la ventana, por favor.
Los tres se precipitaron hacia la ventana y hundieron sus narices en el vidrio. Afuera, efectivamente, había dejado de llover la sustancia inducida por los sopros. 
—Llueve —dijo Tetas decepcionada—; sigue lloviendo.
—Pero llueve lluvia —repliqué.
—¿Eso es bueno? Estoy harta de la lluvia.
—No te preocupes muñeca. Vamos a ir a un lugar donde siempre brilla el sol.
Lauría fue el primero en desentrañar el sentido de mis palabras.
—¿Eso significa...?
—Cumplí mi parte del trato. La Tierra está fuera de peligro.
—Llueve —dijo Tetas, melancólica.
—Esa lluvia no puede durar mucho. Siempre que llovió paró.
—¿Usted negoció a nuestra Tetas? —Lauría formó un garrote vil con las manos y apretó el cuello de Becerra. Becerra sacó la lengua y en el aire crepitaron chispas de una sustancia fosforescente. Vaya uno a saber qué había estado tomando Becerra.
—Déjelo en paz —dije tocando un botón del Laplace y programándolo en fase de cristalización taquiónica. Lauría y Becerra quedaron objetivamente paralizados al instante, aunque en rigor a la verdad el Laplace sólo puede reducir la velocidad de los electrones en un millonésimo. Es suficiente para que los afectados parezcan los personajes de “El milagro secreto” de Borges.
—¿Es verdad que me llevará a un sitio en el que no llueve y siempre brilla el sol? —Tetas había asumido la nueva situación con total naturalidad. Ni siquiera preguntó si Becerra volvería a la normalidad alguna vez. 
Pero yo estaba preocupado por otro asunto: tendría que dejar una buena suma en la administración para que conservaran la habitación 947 tal cual estaba en ese momento. Mover un cuerpo afectado por un campo de desaceleración taquiónica puede ser fatal. No soy un asesino.
—Es verdad. —Desplegué la máquina del tiempo —que en máxima expansión no es más grande que una cabina telefónica— e invité cortesmente a Tetas para que entrara primero.
—¿No me está mintiendo para aprovecharse de mí? Todos se aprovechan de mi inocencia, siempre. —Tetas Contempló a Lauría y Becerra con una expresión resentida.
—Se lo juro —dije ligeramente divertido—. Y en todo caso tenemos un ingenioso dispositivo llamado paraguas que jamás falla cuando el aguacero es intenso. Es casi infalible y su único enemigo de fuste es el viento del este. 
—¿Qué hace el viento del este? —preguntó Tetas, con la mayor ingenuidad.
—Eso te lo explicaré dentro de cuarenta años y en otro lugar de la galaxia —repliqué, esperando una andanada de preguntas. Pero Tetas no preguntó nada y apretó las ídem contra mí pecho. Partimos.

viernes, 16 de enero de 2009

CAMINO AL CIELO - Sergio Gaut vel Hartman

—¿Otra vez ustedes? —Dios se miró las manos llenas de pintura (había estado preparando los elementos básicos para el génesis en un planeta del sector Spaghetti) y buscó infructuosamente un trapo para limpiárselas. —¡Fernández! ¿Adónde se metió, hombre? Tráigame un trapo para limpiarme las manos.
—¿Arregló a Fernández? —dijo Becerra ingenuamente. Dios había sabido que era Becerra a pesar de que estaba disfrazado de diablo. Lauría también estaba disfrazado de diablo.
—¿No podían cambiarse antes de venir al Cielo? ¿Les parece forma de presentarse ante Dios?
Lauría no consideró apropiado responder a semejante descortesía. Era un hombre grande y nadie, ni Dios mismo, tenía derecho a elegirle el guardarropa.
Pero cuando Fernández apareció con el trapo produjo una gran conmoción en Lauría y Becerra: el asistente de Dios lucía, no sin orgullo, la cabeza de Tomás Moro (Thomas More, para los ingleses, que siempre andan complicándolo todo). Fernández More vel Moro sonrió, socarrón y supe desde ese mismo momento de qué lado vendrían los problemas.
—Verdaderamente hermosa —dijo Becerra—. Una cabeza como esa es como recibir buenas cartas en el póker, cuatro ases, por ejemplo.
—¿No tenía otra cabeza? —dijo Lauría, para llevar la contraria, siempre de mal talante.
—Tomé la primera que encontré —dijo Dios, y seguidamente se mordió la lengua. ¿Por qué tenía que darles explicaciones a esos dos?
—Este gran sabio —dijo Becerra— le escribió desde la cárcel a su hija Margarita, que estaba muy desconsolada.
—Sólo usó la cabeza, Lauría; no infle lagartijas que se vuelven dinosaurios.
—¿Se puede saber qué quieren? Ya les dije que no volvieran por acá, que se quedaran abajo, que es adonde pertenecen.
—Le juro por los años que mi padre pasó pudriéndose en la prisión —dijo Lauría—, que el de abajo no nos soporta. 
—¿Y qué fechorías cometió su padre para merecer la cárcel? —dijo Dios, que entraba en todas.
—“Con esta cárcel —recitó Becerra usando las palabras del santo— estoy pagando a Dios por los pecados que he cometido en mi vida”. 
—No me diga —soltó Lauría, cizañero—, que no recuerda las deudas de sus esbirros y lacayos.
—¡Lauría! —gritó Becerra—. ¡No empiece de nuevo! Sea respetuoso.
—Los sufrimientos de esa prisión —replicó Dios, en cierto modo feliz porque esos dos pillos lo habían sacado de la tediosa tarea del génesis en el mundo del sector Spaghetti— seguramente le disminuyeron las penas que le esperaban a Thomas en el purgatorio. Recuerden, hijos míos, que nada pasa si Dios no permite que suceda. ¡Y Dios soy yo, carajo!
Becerra y Lauría retrocedieron instintivamente. Lauría menos, porque tenía más huevos que Becerra, pero no mucho. Si se me hubiera ocurrido filmar la escena podría haber hecho unos pesos. Esos dos diablitos arrugando frente al dedo (y la mirada) de Dios eran todo un espectáculo.
—Y todo lo permite Dios —rezó Becerra— para bien de los que lo aman. Y lo que el buen Dios permite que nos suceda es lo mejor, aunque no lo entendamos, ni nos parezca así.
—Buen chico —dijo Dios—. Tal vez hasta se salve.
—Señor, si me permite —dijo Fernández More vel Moro—, estos dos tienen una deuda pendiente. —Se tocó la cabeza con una uña larga y sucia y guiñó el ojo.
—¿Le molesta ser calvo, Fernández? —Dios frunció el ceño—. ¿Sabe lo que se ahorra en champú?
Lauría lanzó una carcajada estridente, demoníaca; no había desaprovechado las lecciones recibidas mientras estuvo... abajo.
—Me parece —dijo Becerra mientras miraba a Lauría  gravemente— que Fernández quiere cobrarnos la desmesura, el excesivo celo puesto en juego por mi compañero al afeitarlo. Un corte profundo, no voy a decir que no, pero está visto que el problema está solucionado.
—¡No lo puedo creer! —exclamó Fernández.
—¡No lo puedo creer yo! —exclamó Dios—, lo que es mucho más grave.
—¡Yo tampoco puedo creerlo! —exclamó una voz tan profunda que el Cielo se estremeció hasta sus cimientos. No hace falta que aclare dónde están los cimientos del Cielo.
—¿Quién dijo eso? —Dios empezó a girar sobre sí mismo como un derviche, o como un perro cualquiera que se persigue la cola. (Elección de analogía a cargo del lector).
—Yo —bramó la voz.
—¿Y quién es yo, carajo? Se supone que tengo toda la Creación bajo control.
—Parece que no —cuchicheó Lauría sin separar los dientes.
—Lo oí —dijo Dios clavando su mirada fulgurante en los ojos de Lauría.
—No se distraiga —dijo Lauría tapándose los ojos con las manos—. Y vaya a ver qué quiere el intruso.
—Lauría —dijo Becerra—, no le dé órdenes a Dios.
—No soy un intruso —dijo la voz, que a estas alturas del cuento más vale que renombre como la Voz—. Soy la Divinidad Suprema del Universo.
—Ah, bueno —dijo Lauría—. Y entonces, ¿éste quién es? —Lauría señaló a Dios con el dedo. Se había cortado las uñas en el Infierno por razones que no voy a consignar aquí, y el dedo lucía pulcro y manicurado.
—Una deidad local —dijo la Voz—, una especie de Jefe de Sección. ¿Se creen que puedo con todo?
—Ah, bueno —dijo Lauría, que ya empezaba a sonar burlón—. Y usted, me permito conjeturar, viene a ser una especie de Gerente Regional que reporta al Subgerente Galáctico que rinde cuentas ante el Gerente Junior de Conglomerados que informa al Subgerente Senior de Asuntos Globales que depende del Subdirector Adjunto de la Comisión Intercósmica...
—¡Basta, Lauría! —Contra lo que cualquiera podría haber imaginado el grito no provino de Becerra ni de ninguna de las divinidades. El gritón, esta vez, había sido Fernández More vel Moro.
Lauría miró a Fernández Etcétera con una expresión que Sandokan hubiera avalado y sacando la cimitarra volvió a descabezar al asistente de Dios.
—¿Qué hizo, Lauría? —protestó Becerra—. Es la segunda vez que decapita a Fernández. Y acuérdese del Yorkshire de la escribana, del extraterrestre, de las chinas violadas con gorriones, del déspota de las estampillas, de los escritores a los que les depredó los cuentos, de lo que le hizo a Luzbel...
—¿Luzbel, el demonio? —dijo el Dios Local.
—Sí, claro —respondió Lauría sin vacilar—; no se supone que haya hecho mención a la banda de heavy metal mexicano que lidera Raúl Greñas, ¿verdad?
—¿De qué están hablando? —dijo la Voz. No hace falta aclarar que por más que fuera un Dios de categoría superior no tenía la más puñetera idea de los códigos que se cocinaban en nuestro Cielo.
—¡Ustedes, ustedes tienen la culpa! —vociferó el Dios Local buscando una cabeza para Fernández. Mientras lo hacía, señalaba inequívocamente a Becerra y Lauría, una vez más la causa primera (o piedra angular, como prefieran) de los hondos disturbios que agitaban el universo. Los dos diablillos se encogieron de hombros; no se sentían culpables de nada. Fue en ese momento que el Dios Local encontró el cubo negro.
—¿Qué es? —preguntó Becerra asomado sobre el hombro de Lauría.
—Un cubo negro —dijo Lauría.
—Un cubo negro —dijo el Dios Local. Y se le ocurrió de inmediato que podría usarlo como cabeza para Fernández. Bastaría con pintarle unos ojos, la nariz y la boca utilizando los elementos destinados a decorar el génesis del planeta del sector Spaghetti.
—Soy yo —dijo la Voz—. Ustedes están acostumbrados al deohomidismo; una mala costumbre.
—¿Ese cubo de grafito es el Dios Superior? —Becerra se tapó la boca con la mano.
—Sólo un Supervisor Zonal, Lauría. Ya le dije que no agrande lagartijas.
—¿Sabe una cosa, Lauría?
—No. ¿Tengo que saber todo? ¿Soy Dios, yo?
—Me tiene repodrido —escupió Becerra haciendo caso omiso a la enésima blasfemia de su compañero.
—No se peleen, por favor —dijo el Dios Local—. Odio las peleas.
—Todo esto es muy irregular —dijo la Voz del Cubo Negro—. Voy a tener que labrar un acta.
—¿Me va a meter una multa? —dijo el Dios Local.
—Me temo que será algo bastante más grave que una simple multa.
—¿Se acuerda de Erihs’kroihs, Becerra? —dijo Lauría.
—¡Cómo no me voy a acordar!
—¿Quién es Erihs’kroihs? —dijo la Voz del Cubo Negro. 
—Uno que no creía en usted —dijo Lauría—, ni en usted —recalcó señalando al Dios Local—. Todos los alienígenas son ateos, se lo aseguro.
—¿Qué va a hacer, Lauría? —dijo Becerra espantado.
Lauría no contestó. Se rascó el costado de la cabeza con la uña larga y sucia que le había vuelto a crecer mágicamente y sin dar mayores explicaciones tomó al Cubo Negro entre sus manos, lo puso en el suelo y lo pisó con el taco de su bota hasta convertirlo en una pasta irreconocible.
—¿Le sirve la pasta de grafito, Dios?
—¿Para?
—¿No estaba decorando un planeta del sector Spaghetti con idea de empezar de nuevo con toda esa historia de Adán, Lilith y Eva? El grafito pulverizado y amalgamado con un solvente da una excelente carbonilla para bocetar.
—No se me había ocurrido —dijo Dios. Fue visible para Lauría y Becerra que Dios había recuperado el buen humor. Pero fue una mejoría efímera. No había terminado de poner la cabeza de Ana Bolena sobre los hombros de Fernández cuando un puño vigoroso golpeó los portales del cielo.
—¿Hay alguien en casa?
—¡Lo único que nos faltaba!
—Me dije: los vecinos de arriba están de fiesta y no me la podía perder. —Un gigantón disfrazado de diablo rojo, con cuernos y cola y portando una brazada de botellas de champán, metió el cuerpo y lanzó una risotada.
Pero a Lauría la visita le cayó como una patada en los huevos. Si hay una cosa que lo exaspera es perder protagonismo a manos del primer advenedizo que acierta en pasar por donde él está bufoneando.
—Vamos, Becerra, seamos discretos —dijo Lauría haciendo un guiño mal intencionado—. Aquí estos dos parece que tienen cosas importantes que decir y hacer y nosotros salimos sobrando. Además, ese champán es de cuarta.
—Demi sec —dijo Becerra.
—Sí, demi sec, además.

jueves, 15 de enero de 2009

HUELLAS DIGITALES - Sergio Gaut vel Hartman

—¿Por qué se mete en lo que no le importa? —dijo Becerra—. ¿Es asunto suyo? ¿Acaso usted es escritor?
—¿No lo soy? —replicó Lauría de mal modo—. ¿Cómo lo sabe?
—¿Leí algo suyo? —Becerra abarcó con un gesto la enorme biblioteca vacía.
—¿Es necesario? ¿Acaso duda de mi palabra?
—¿Para que alguien sea considerado escritor no sería necesario que por lo menos hubiera escrito un puto libro, un cuento en una revista, un poema, un opúsculo? —Becerra empezaba a sentirse molesto; Lauría lo enfurecía con frecuencia, le producía la clase de irritación que no se remedia con baños de té de malva en las zonas sensibles.
—¿De dónde sacó ese disparate? ¿En qué siglo vive, Becerra? ¿No sabe que hemos entrado en la era digital?
—¿Y qué tiene que ver la era digital con los libros que usted no escribió?
—¿No escribí? ¿Cómo lo sabe? ¿Acaso conoce mi colección de libros digitales?
—¿Sus libros? ¿Escritos por usted? —Becerra abrió muy grandes los ojos, tanto que los párpados se le desencajaron, rodaron cabeza abajo, no lograron hacer pie en la nuca y le cosquillearon la espalda antes de precipitarse por la grieta del culo vaya a saber rumbo a qué profundidades.
Pero Lauría no estaba interesado en los infortunios de los párpados de Becerra. Se irguió como si fuera a despegar rumbo a Europa, el satélite de Júpiter y soltó la afirmación más peregrina de los últimos veintisiete días.
—¿Me va a decir que no conoce al gran Carlos Caganovelas?
—¿Debería?
Lauría acarició el teclado con la delicadeza de un Mantovani y en el monitor aparecieron manadas de íconos. 
—¿Ve? —dijo Lauría señalando los archivos con un dedo rematado por una uña larga y sucia.
—¿Qué son?
—¿No lo sabe? ¿No distingue un compilado digital de un archivo de Corel o de Cuack?
—¿Son compilados de Carlos... Caganovelas?
—¿De quién si no? ¿Del pirata Barbanegra? ¿Qué le pasa, Becerra, tomó un litro de matarratas?
Becerra abrió al azar uno de los compilados. Once cuentos sidosos, por Carlos Caganovelas. Abrió otro: Relatos para cagarse de miedo; autor: Carlos Caganovelas. Uno más. Meando en el urinario genial, de Carlos Caganovelas.
—¿Usted escribió todo esto? —Becerra estaba apabullado, turbado, pasmado, azorado, ofuscado, alelado, encandilado y sobrecogido por la sorpresa. Sobre todo sobrecogido. Le resultaba raro enterarse que Lauría tuviera alguna inclinación artística.  
—¿Si no lo hubiera escrito lo mostraría como de mi autoría?
—¿Cómo puedo saberlo? ¿Nunca tuvo noticias de que hay gente que se apropia de las creaciones ajenas y las presenta como propias?
—¿Está insinuando que yo hice algo tan... tan... tan...?
—¿Quiere dejar de sonar como una campana?
—¿Está insinuando que yo me apropié de esos cuentos y los hice pasar como propios?
—¿No me dijo que eran los cuentos de Carlos Caganovelas?
—¿Se da cuenta, Becerra, de la clase de alimaña que pulula por la red de redes?
Becerra se encogió de hombros. Había llegado el momento esperado: Lauría estaba a punto de enrevesar la historia como si fuese un guante de cabritilla.
—¿Que si me di cuenta? ¿Adónde cree que estoy haciendo taller de creatividad literaria?
—¿En la red de redes? —Lauría empezó a borrar los archivos, uno a uno, tratando de liquidar las evidencias de sus latrocinios, pero Becerra fue más rápido y logró capturar siete compilados utilizando el tentáculo neural que le había sido obsequiado por un viajero temporal, de paso por nuestros días. Los tentáculos neurales estarán de moda en el 2047. Sirven para capturar material digitalizado si se utilizan vinculados con un wub electrónico de un terabyte. Pero ese no es el tema de este cuento. Prometo hablar del viajero temporal, del wub electrónico y del tentáculo neural en otro momento.
—¿Estuvo depredando el Taller 77, Lauría? —Becerra repasó los archivos con los compilados a la velocidad de la luz—. ¿Permitió que Carlos Caganovelas violara las tiernas creaciones de las muchachas núbiles y no tanto? ¿Utilizó los textos en su propio provecho? ¿No le da vergüenza?
Lauría pergeñó una mueca sin estrenar; quizá trataba de expresar cierto arrepentimiento, aunque eso está descartado para los que lo conocemos bien, o es posible que por primera vez en su vida estuviera desbordado por la actitud firme y afectiva de Becerra. No era habitual que Becerra superara a Lauría y mucho menos que lo humillara propinándole un gancho al hígado o le diera jaque mate.
—¿Me tendría que dar?
—¿Se da cuenta, Lauría, que eso es plagio, usurpación, fraude, abuso y un rebaño de transgresiones, crímenes y delitos de lo más asquerosos?
—¿Usted no sabe, Becerra, que todo lo que está en la red de redes es material de dominio público?
Becerra miró a Lauría como Julio César a Bruto.
—¿Me quiere convencer de que se puede apropiar de lo que se le ocurra sin pedir permiso?
Lauría alzó los ojos al cielo, como implorándole a Dios para que tuviera paciencia con Becerra, el descerebrado. Cuando regresó a la Tierra su expresión había cambiado.
—¿No se da cuenta, Becerra, de que en manos de Carlos Caganovelas esos textos están seguros, que está garantizada la noble y libre repartija de ideas entre los menesterosos del pensamiento? ¿No percibe que aires nuevos refrescan el ambiente y que esas desgraciadas criaturas, analfabetos funcionales, recibirán por fin su ración diaria de moralejas y enseñanzas, ejemplos y certezas, verdades y modelos? ¿Tan ciego es que prefiere privarlos de la luz sólo para satisfacer el ego corrompido de un par de escritorzuelos engreídos?
—¿Un par? —logró barbotar Becerra.
—¿Dos centenares? ¿Dice algo la cantidad o es la calidad lo que define y delimita?
—¿Me está empaquetando, Lauría?
—¿Yo? 
Becerra quiso cerrar los ojos, pero advirtió que no tenía párpados. Metió dos dedos en el culo y los recuperó.
—¿Qué hice para merecer esto? —dijo Becerra—. ¿Maté, violé, estafé? ¿Por qué entre los siete mil millones de seres que habitan este planeta me tuvo que tocar justo a mí? ¿Por qué? ¿Hay una explicación en alguna parte?
Lauría puso una mano sobre el hombro de Becerra, con la otra le acomodó un mechón de pelo rebelde y le dijo con mucha suavidad, como si le hablara a un niño.
—Venga, Becerra, yo le voy a explicar. 

miércoles, 14 de enero de 2009

ARRIBA DE TODO - Sergio Gaut vel Hartman

No les voy a contar todas las peripecias que jalonaron la llegada al Cielo de Lauría. Digamos que llegó, enfrentó al secretario de Dios, un tipo malcarado de apellido Fernández y le exigió que lo dejara pasar.
—¿Está loco? —dijo Fernández.
—No, anormal, estoy muerto.
—Está bien —dijo Dios saliendo del baño. Debajo del brazo tenía un ejemplar de El Gráfico del 12 de mayo de 1935, uno en el que sale el paraguayo Arsenio Erico en la tapa, y cara de pocos amigos; Dios, no Erico, que era un paraguayo buenísimo. Por lo visto Fernández se había olvidado de reponer el papel higiénico—. ¿Qué quiere, Lauría? —Está de más decir que Dios se sabía todos los números e El Gráfico de memoria pero los seguía leyendo porque ama la nostalgia.
—¿Se puede saber adónde lo mandaron a Becerra? Hace una eternidad que lo busco. Lo busqué por todas partes. Hasta en el infierno de los tughs: la diosa Khali casi me estrangula...
—Escúcheme, Lauría: ustedes dos me tienen podrido; han puesto la creación cabeza abajo mientras estuvieron vivos. ¿Debo entender que ahora que están muertos se proponen seguirla aquí arriba?
—Usted sabrá eso, no yo. Sus designios son inescrutables, casi siempre —agregó—. Arriba, abajo; usted sabrá.
—¿Qué insinúa? —Dios volvió a fruncir el ceño. Lauría pensó que tal vez el problema no era el papel higiénico sino un feroz estreñimiento.
—¿Existe algo así como la insinuación para el Ser Supremo? —se burló Lauría—. Creí que a este nivel sólo se manejaban con certezas.
Dios miró a Lauría con una divina mezcla de furia, odio ciego e impotencia, si tal cosa es posible, y estalló como un capo mafia cualquiera. —¡Fernández!
—Si, señor —dijo Fernández cuadrándose y llevando la mano derecha a la frente—; a sus órdenes.
—¿De qué agujero lo sacó a Fernández, Dios? —dijo Lauría.
—No es algo que le incumba —repuso Dios mirando con asco a su esbirro. Hasta Lauría hubiera sido preferible como secretario.
—Es un redimido del Olimpo, ¿no?
—¿Fernández tiene pinta de griego, Lauría? ¿Es estúpido o qué?
—No de ese Olimpo, Dios —bufó Lauría—, del otro, del garage.
—Ah, del otro, claro. —Dios hizo de cuenta que revisaba unas fichas y Lauría se armó de paciencia. Ya le habían contado que ahí arriba las cosas eran como eran, no como a uno le hubiera gustado que fueran.
—Podrían informatizar, ¿no?
—¿Perdón?
Lauría hizo un gesto con el dedo que abarcaba todo lo creado y lo aún por crear. —Que podrían poner computadoras, digo.
—Eso. Sí podríamos. Pero para eso habría que dejar el asunto en manos de... ya sabe... —Dios apuntó con el dedo hacia abajo. —No es confiable. Es más difícil jaquear las fichas que escribimos a mano que craquear un programa.
—Hombre de poca fe —murmuró Lauría.
—¿Qué dijo?
—Ya sabe, ¿se lo tengo que repetir? Usted sabe todo, creo.
Dios miró a Lauría un momento. El tipo se tomaba muy a pecho ese asunto de que todo lo creado, pasado, presente y futuro, se deslizaba como aceite por los dedos de Dios. Pero para Dios no era tan sencillo. Mantener todas las bolas en el aire todo el tiempo no sólo supone ser el mejor prestidigitador, sino que además no hay margen para distraerse, nunca. Se lo dijo en la cara. —¿Sabe qué pasa, Lauría?, para mantener todas las bolas en el aire todo el tiempo no solo hay que ser el mejor prestidigitador, sino que además no hay que distraerse, nunca, entiende. Yo sé todo y lo puedo todo, pero usted me saca de quicio.
—Perdón, a ver si lo entendí bien. ¿Eso significa que aparte de crear la creación original usted se involucró en la facturación de un sistema marginal, un universo lateral, obviamente también creado por usted, claro, pero que actúa de un modo autónomo hasta el punto de distraerlo de la realidad principal, a la que llamaremos, por una cuestión de pura comodidad y no porque ese sea el nombre que le corresponde por derecho, Realidad A?
Dios resopló de un modo que seguramente produjo un huracán cósmico de tal magnitud que dos o tres galaxias se fueron por el sumidero. Pero ese no es el tema de este cuento.
—¡Aquí está! —exclamó Dios sosteniendo triunfal, con dos dedos, una ficha bastante ajada—. Su querido amiguito Becerra está en GL89 UE82 ST12 CK45.
—Ah, gracias, muy ilustrativo —se mofó Lauría—. Supongo que GL89 es el nivel, UE82 el escalón, ST12 el estante y CK45 la gaveta.
—Casi bien —se contraburló Dios—. GL89 es el universo, UE82 la galaxia, ST12 el sistema solar y CK45 el planeta.
 —¿Trata de hacerme creer que Becerra fue resucitado en el planeta CK45 del sistema solar ST12 de la galaxia UE82 del universo GL89?
—¿Y usted se cree que a mí me sobra la materia como para andar despilfarrándola en cadáveres? Desde que decidí reconfigurar lo creado y tender a una optimización de los recursos me limito a hacer desaparecer a los finaditos de aquí y hacerlos reaparecer ahí, tras una leve operación cosmética destinada a que el muerto de ayer sea el vivo de mañana. Racionalización, Lauría, racionalización. Y ahora déjeme en paz y váyase por donde vino antes de que se me suba la mostaza y lo saque a patadas en el tujes. —Dios desenrolló su ejemplar de El Gráfico, materializó una mesa, una silla, una taza de café con leche, tres medialunas y tras sentarse sin volver a mirar a Lauría reinició la lectura.
 —Una última cosa —dijo Lauría.
—¿Qué? —dijo Dios sin levantar los ojos de la revista.
—¿Tiene necesidad de leer los resultados? ¿No los sabe?
—Los sé, pero no me los acuerdo.
—Una última cosa —insistió Lauría.
—Ya dijo la última.
—Una más última. Esta sí que es la última.
—Bueno.
—¿Cómo voy al planeta CK44 del sistema solar ST13 de la galaxia UE83 del universo GL88?
—¿Lo hace a propósito?
—¿Preguntar?
—Preguntar mal. Es el planeta CK45 del sistema solar ST12 de la galaxia UE82 del universo GL89.
—Sí, lo hice a propósito, para ver si estaba atento.
—¿Me está tomando examen? —bramó Dios.
—Dios me libre y guarde —dijo Lauría—, omnipotente y todopoderoso señor.
—Entonces me está tomando en solfa.
—Dios me libre y guarde —repitió Lauría—, omnipotente y todopoderoso señor.
Dios hizo un rollo con El Gráfico y lo convirtió en una estaca. Lo golpeó sobre la mesa y saltaron chispas. Las chispas interesaron la madera y la transformaron en una tea. Dios sacudió la tea por encima de su cabeza y la tea fue una cimitarra.
—¡Impresionante! —dijo Lauría. Se metió la uña entre dos dientes y escarbó un poco—. ¿Quiere? —dijo extendiendo hacia Dios un trozo de materia marrón, residuo del asado comido en la estancia de don Gumersindo Pérez Uriosa poco antes de morir. Seguramente fueron los chorizos, que no estaban en buen estado.
Dios clavó la cimitarra sobre la mesa. La mesa no se transformó en nada.
—Vamos a hacer una cosa, a ver si me deja en paz. 
—Negociemos —dijo Lauría—, eso, negociemos.
—No, no vamos a negociar nada —dijo Dios, otra vez furioso—. Yo le voy a conceder una gracia, porque soy el que soy.
—¿Se va a disfrazar de Becerra? —Los ojos de Lauría se iluminaron. —¡Cómo extraño a mi amigo! A veces lo extraño tanto que tengo miedo de haberme vuelto homosexual.
—No me voy a disfrazar de nada. —Dios se detuvo justo a tiempo; había estado a punto de decirle que disfrazarse no es algo apropiado para alguien tan solemne y glorioso como Él. —Le voy a traer a su puto amigo y después, sin hacer un solo comentario más se van a ir de aquí y no van a volver nunca más hasta el día del Juicio, ¿entendió?
—No, la verdad que no. Usted se contradice. Si regresamos el día del Juicio y usted sigue a cargo del negocio no vamos a poder contener la risa.
Dios no contestó. Decir que Lauría rebasaba todos los límites, vulneraba las reglas, quebrantaba los estados, atropellaba las fronteras, y se pasaba por las pelotas a Dios y a la Holy Creación era decir poco.
Pero mientras Dios reflexionaba, ponderando con cuidado su próxima jugada, Lauría desclavó la cimitarra y decapitó a Fernández. 
—¿Qué hizo?
—Dígame, Dios, ¿usted ve poco y mal? Acabo de cortarle la cabeza a Fernández. ¿No se nota? —Lauría estaba tan salpicado de sangre que parecía un probador de salsas de una cantina italiana.
Dios se forzó a guardar silencio, habida cuenta que, desde que Lauría merodeaba por los alrededores, todo era usado en su contra. Abdujo a Becerra desde el planeta CK45 del sistema solar ST12 de la galaxia UE82 del universo GL89  —vulgarmente llamado Banjanin por sus habitantes— y lo sentó en la silla frente a la mesa en la que todavía humeaba el café con leche y permanecían intocadas las tres medialunas.
—Aquí tiene a su amigo —dijo Dios—. No le estoy pidiendo nada a cambio. Pero supongo que mi gesto será convenientemente apreciado. Quiero decir, supongo que ahora me dejarán en paz.
Lauría contempló horrorizado a la criatura que sorbía ruidosamente el café con leche utilizando un apéndice vermiforme tornasolado, bastante parecido a un tramo de intestino de jirafa. El ser tenía aspecto de chirimoya y color verdoso; cinco orificios simétricos, semejantes a bocas de bordes dentados con ojos estrelloides sobre cada uno de ellos, indicaban a las claras que los naturales de Banjanin eran criaturas exocretáceas, de respiración osmótica y reproducción esporádica. Becerra había venido con el cuerpo con el que había renacido en CK45, claro.
—¿A usted le parece que yo puedo aceptar que esta porquería es mi amigo del alma? ¿Cómo va a convencerme de que esto es Becerra?
—¡Es Becerra, carajo! —exclamó Dios—. Las criaturas de Benjanin son así.
—¡A su imagen y semejanza! —chilló Lauría—. ¡Nos ha tenido engañados por siglos y siglos.
—Puedo tener ese aspecto, si quiero —dijo Dios.
—Lindo aspecto para ser crucificado —dijo Lauría con sorna—. Un alcaucil con soretes colgando a los costados. ¡Muy bonito y funcional!
(Esto daría para otro cuento, pero ya escribió uno parecido Cortázar, cuando era un crío, así que mejor lo dejamos).
—Tómelo o déjelo —dijo Dios—. Es Becerra. Tiene la materia y el alma de Becerra, aunque organizadas de otro modo. Y si se empeña, y a pesar de las dificultades que entraña, puedo hacerlo pensar y hablar como Becerra.
Por primera vez en mucho tiempo Lauría pareció bajar una o dos atmósferas de presión.
—Dígame, ¿usted es Becerra, criatura?
—Soy Becerra, Lauría. Soy un hombre prisionero en el interior de un extraño ser. Este cuerpo es una jaula para mí.
—¡Qué desgracia! —se condolió Lauría—. Mire lo que ha hecho de mi amigo.
—No lo hice a propósito —se defendió Dios—. Estaba en el Plan.
—Buena mierda de Plan. Parece un plan de ahorro previo para comprar electrodomésticos.
—¿Electrodomésticos? —dijo Dios.
—No me diga que no sabe lo que son. Aspiradoras, enceradoras, hornos a microondas...
—Ah, eso. No, no ese tipo de plan.
—Déjelo en paz, Lauría —dijo Becerra. Su voz sonaba como la de un enano que hablara a través de papel metalizado desde dentro de un inodoro—. ¿No tenemos bastantes enemigos? Acuérdese de los chinos, del déspota que me encerró por el asunto de las estampillas y de la escribana a la que usted le mató el perrito a patadas. ¿Ahora quiere que nos enemistemos también con Dios?  
—Escuche a su amigo, Lauría —dijo Dios—. Es la voz de la sensatez.
—No lo escucho un carajo. Es un extraterrestre de mierda en el que usted puso una grabación.
—¿Que yo puse qué? —dijo Dios retrocediendo un paso. Las palabras de Lauría estaban más allá de toda lógica; nadie, nunca, se había atrevido a tanto.
—Lauría, por el amor de Dios —dijo el extraterrestre de Banjanin que se hacía pasar por Becerra—, pida disculpas y deje de comportarse como un ordinario.
—¿Se da cuenta? —dijo Lauría encarando a Dios, que retrocedió otro paso—. Becerra jamás me sugeriría que pida disculpas. Becerra es un imbécil, un pusilánime, un batata, un zafio, un petómano y un pirómano, pero me respeta. Este monstruo es un engendro que usted creó para salirse con la suya, pero no se crea que me va a engañar. ¡Vamos, a papá mono con bananas verdes...!
Dios perdió la paciencia y empezó a buscarla.
—¿Adónde habré metido la paciencia? —dijo Dios poniéndose en cuatro patas debajo de la mesa como quien busca una cucharita de plata que se le ha caído.
—Esto me recuerda —dijo la criatura que se hacía pasar por Becerra hipando como si estuviera conteniendo una carcajada— el día de las chinas, cuando estábamos en el bar y se me cayó la cucharita debajo de la mesa. 
Lauría sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Avanzó hacia la chirimoya o alcachofa palpitante en la que se había convertido Becerra por obra y gracias de un Plan que —digámoslo con todas las letras— era por lo menos poco afortunado, y trató de rodearla (rodearlo) con sus brazos.
—¡Querido Becerra! —exclamó Lauría—. ¡Qué feliz me siento!
—Lo siento —dijo Becerra, confundido—, el que está sentado soy yo. Siéntese. —Pero ciertas constituciones (y no estoy hablando de la de los Estados Unidos o de la de Tonga) no son las ideales para moverse con destreza. Becerra (o el banjaniano, o la chirimoya, como prefieran) rodó encima de la mesa y se llevó por delante el café con leche, por entonces helado, y las mediaslunas. El peso de la criatura sobre una mesa creada por Dios de apuro y sin la más mínima ortodoxia, se derrumbó como si fuese un castillo de naipes. Pero una desgraciada circunstancia vino a complicar aún más las cosas. Recuerden (y si no recuerdan retrocedan algunas líneas) Dios andaba a gatas por el suelo buscando su paciencia perdida, por lo que la evaporación súbita de la mesa propició que la masa del banjaninano impactara de lleno en su espalda.
—¡Ouch! —exclamó Dios al recibir los ciento cincuenta kilos de Becerra sobre el espinazo. A renglón seguido ambos yacieron uno junto al otro, con los brazos y apéndices entrelazados en unas posiciones que hicieron las delicias de los acólitos de la red universal de pornógrafos, asociación que como todos saben tiene cámaras automáticas apuntando a todos los sitios determinados con antelación por el Oráculo de Inferencia Probabilística.
—¡Qué asco! —exclamó Lauría, que como todo pervertido es en el fondo un pacato y viceversa.
Dios se levantó de un salto, asumiendo de una vez y para siempre la pérdida de su paciencia, se calzó el borceguí de titanio y sin volver a pronunciar palabra despachó a Lauría a las profundidades con una certera patada en el culo. Con Becerra tuvo algunas dificultades logísticas, ya que no acertaba a determinar con exactitud donde tenía el culo el banjanita, pero finalmente se decidió y pegó en cualquier parte. La alcachofa siguió una trayectoria similar a la de su predecesor y el Cielo se vio por fin libre de desperdicios.
Mientras caían (del Cielo al Infierno hay un largo trecho), Becerra preguntó:
—¿Cómo se lo imagina al Diablo, Lauría?
—¿Me lo pregunta en serio, Becerra?
—¿Le parece que estoy como para preguntar idioteces?
—Tiene razón.
—¿Entonces?
—No tengo idea, pero le garantizo que le vamos a hacer pasar un rato muy entretenido.

lunes, 12 de enero de 2009

PERVERSION - Sergio Gaut vel Hartman

El déspota de Ropei contempló al abogado con ojos de asesino y sonrió entre dientes. —¿Qué le permite suponer —dijo—, que el sufrimiento de su defendido ablandó mi corazón?
—Ha estado veinte años pudriéndose en un calabozo maloliente; veinte, ¿entiende?
—Yo no tengo la culpa de que sus medios de transporte sea tan lentos.
Lauría resopló. —No es lentitud. El efecto Brentano explica los efectos relativísticos del viaje...
—¡Nada de jerga científica en mi casa! —vociferó el déspota—. Son sandeces, herejías, perversiones. La ciencia no existe. Es un fraude urdido por los magos para engañar a la gente sencilla. —A continuación pareció serenarse, pero deslizó una amenaza: —¿Quiere terminar también en un calabozo maloliente?
Lauría reculó. Había viajado hasta Ropei para liberar a Becerra, injustamente encarcelado por el déspota. Guarrón era imponente; parecía no haber dejado de crecer en sus casi ochocientos años de vida y ver ese cuerpo y sentir ese aliento amedrentaba a cualquiera. Tras comprarle la inmortalidad a unos mercaderes del Saco de Carbón, el déspota se había dedicado a perseguir a los científicos de Ropei, intentando evitar que alguno de ellos, aunque fuera por casualidad, lograra descubrir el secreto de la inmortalidad. Guarrón quería ser el déspota de Ropei hasta el fin de los tiempos, a consecuencia de lo cual había convertido a su planeta en una pocilga de atraso y pesadumbre. 
—Es una falsa acusación —dijo Lauría—. Becerra no es científico.
—¡Él mismo lo admitió! —aulló el déspota; no sabía hablar, sólo sabía gritar—. Y yo lo vi con mis propios ojos —agregó tocándose los globos oculares con una uña larga y sucia; Guarrón no se había cortado las uñas en los últimos trescientos años.
—Es un equívoco —insistió Lauría—. Mi defendido es inocente de lo que se le acusa.
—No lo es. Lo he visto experimentar con los objetos de su ciencia. Lo he visto manipular esos objetos pequeños, frágiles. Jamás presencié nada parecido. Y estoy seguro que usted tampoco. Son las herramientas de una ciencia antigua que él practica, una ciencia oculta y maligna. Su perversión no tiene límites y su objetivo salta a la vista: quiere despojarme de mi tesoro.
—¿Su inmortalidad? —aventuró Lauría. 
—Mi inmortalidad —suspiró el déspota, tal vez abrumado por la carga pero sin voluntad de admitirlo—. Hizo alarde de su ciencia; afirma que sus objetos son inmortales, no yo. Que yo soy un fraude, y que sus diminutas piezas ya existían cuando toda la humanidad vivía en un mismo mundo, la Tierra. 
—Nunca me habló de eso —dijo Lauría en voz baja—. Crecimos juntos en Tibilea, el mundo de las lunas azules.
—No es ciencia, es perversión —reiteró Guarrón, empecinado.
—Becerra no es un hombre pervertido. —Lauría hizo una pausa y trató de sostener la mirada del déspota; no era fácil—. ¿Le dio un nombre a su arte, de su ciencia, de su magia... en fin, de su... actividad?
—Sí. —El déspota midió las palabras como si con su sola pronunciación pudiera rajar el continente de costa a costa. —Dijo que lo que él hace con sus pequeños rectángulos ilustrados se llama... filatelia.

miércoles, 7 de enero de 2009

EL HOMBRE QUE ODIABA A LOS ANIMALES - Sergio Gaut vel Hartman

—¡Fundamentalista! —soltó la dama del perrito en la cara de Lauría como respuesta a la piedra que éste, sin esconder la mano, le había arrojado al animal tras descubrirlo defecando en el umbral de la puerta de su casa. Lauría no se inmutó; le habían dicho cosas peores, y en definitiva, aborrecer a los animales no era un hábito más condenable que odiar a los chinos o incordiar a los ancianos en las plazas. Por toda respuesta cubrió con tres zancadas la distancia que lo separaba de la mujer y su Yorkshire, y sin detenerse a apuntar arrojó una patada formidable que tomó al animalito de lleno y lo estrelló contra el semáforo, que en ese momento estaba en rojo. El animal, huelga decirlo, ya estaba muerto en el momento de tocar tierra (semáforo en verde). La mujer, presa de un comprensible ataque de histeria, se rasguñó las mejillas y se orinó, pero el grito insalubre que debía brotar de su garganta tropezó con la glotis y cayó de bruces sobre el velo del paladar, en abierto desafío a la ley de la gravedad.

—Lauría, ¿qué hizo? —exclamó Becerra llegando a la carrera, demudado, atónito por la escena que acababa de presenciar—. ¡Lo mató, mató al perro de la escribana Henríquez Rico!
—¿Qué quería que hiciera? ¿Que lo llevara a la ópera? ¿Que lo mandara a Oxford a estudiar dirección de empresas? ¿Que lo premiara con un trozo de lomo asado? El perro de la escribana Henríquez Rico estaba defecando en el umbral de la puerta mi casa.
—Sí, sí, pero usted es una bestia —dijo Becerra—. Eso no es motivo para matarlo. No hay absolutamente ninguna relación entre el delito y el castigo. —Se aproximó a la mujer, quien permanecía con la boca abierta, congelada en un rictus que no puede ser descripto, mirando sucesiva y alternativamente a Lauría y a la masa esponjosa de pelos grises y negros en que había sido convertido su amado Luismi. Al rato, tal vez inducida por la mano de Becerra, que le acariciaba el hombro desnudo, la mujer logró hipar unos gemidos discontinuos y luego evacuó un sollozo largo y desolado. En todo ese tiempo, Lauría no se había movido del lugar de la patada. —Me imagino que habrá pergeñado una excusa conveniente para explicar este acto sin nombre —concluyó Becerra.
  Lauría se rascó la coronilla con el dedo; la punta del dedo era una uña larga y sucia.
—¿Necesito —dijo—, además de los excrementos en sí mismos, una razón más efectiva y rotunda que mi aversión a los animales en general, a los perros como especie y a los Yorkshire en particular?
—Aghhh —dijo la mujer. Era la primera palabra que pronunciaba desde fundamentalista, cuando Luismi todavía estaba vivo; no parecía ser una palabra que expresara mucho más que impotencia ante los hechos consumados. El animal ya estaba muerto, pero hasta donde ella sabía, no existen leyes que castiguen el asesinato de animales. ¿O sí?
—Contra lo que cree, Lauría —dijo Becerra—, matar a un animal es un delito. —Puso las manos en la cintura y permaneció impasible, en paz con su conciencia, sabedor de que Lauría, por una vez en la vida, no hallaría una respuesta salvadora. Pero Lauría no sólo tenía una respuesta, también tenía una excelente pregunta.
—¿Y cuando se mata a un animal para comer? ¿Está seguro de que en este lugar está vedada la caza de perros? ¿Es o no el Yorkshire una raza de perros guiseros?
—¿Perros guiseros? —Becerra no tenía palabras; nunca había oído hablar de perros guiseros. Y la mujer, que ya había transcurrido la mayor parte del catálogo Winston de gestos y muecas, se desmayó al descubrir que Yorkshire, la raza a la que había pertenecido su amado Luismi, era una raza guisera. Becerra osciló como un anillo de oro atado a un hilo que pende sobre la boca de un vaso lleno de agua. El recorrido de su mano, desde la cintura de la mujer al cuello de Lauría, pareció dibujarse en el aire como un circuito de placa.
—Lauría: usted está loco, rematadamente loco. ¿Cuánta carne cree que se puede aprovechar en un Yorkshire? Cien gramos de jamón en una feta gruesa o una butifarra, comprados en cualquier fiambrería, proporcionarían una mayor satisfacción, hablando, se entiende, desde un punto de vista estrictamente gastronómico, que la que se puede obtener guisando a este bicharraco.
Al oír la palabra bicharraco la mujer abrió los ojos.
—Usted no sabe lo que dice, Becerra —protestó Lauría—, ha vomitado esa estupidez porque nunca comió estofado de Yorkshire. Le paso la receta: se lo despelleja a conciencia, se lo vacía de vísceras, que no son aprovechables, se lo troza en ocho y se lo pone a cocinar en una cazuela de barro en la que previamente se han saltado en aceite y ajo un pimiento rojo y un ají picante...
Al oír las palabras pimiento rojo y ají picante la mujer cerró los ojos, perdida de nuevo en los laberintos de la inconsciencia.
—No tengo elementos para anotar la receta —dijo Becerra con los ojos húmedos y la saliva inundándole la boca por la excitación. Depositó a la escribana Henríquez Rico en un banco sólido, de piedra (el Zuerst Nationale Bank von Schwyz Waldstätte, para más datos) y firmó el documento que comprometía al banco a devolver a la escribana Henríquez Rico al cabo de cuarenta años. La operación (interés compuesto mediante) devengaría para entonces un duplicado clónico flamante de la escribana Henríquez Rico. Pero esa es otra historia y la narraré otro día, lo prometo—. No obstante, y sin pretensiones de discutir su talento culinario, ¿no le parece que sus métodos para cazar Yorkshires son un tanto... rústicos?
—¿Rústicos? —Una vez que Lauría hincaba el diente se comportaba como un Mastín Napolitano. —¿Le parece rústico cazar a las patadas? ¿Más rústico que disparar una escopeta, rociando la atmósfera de perdigones del tamaño de una semilla de cáñamo, docenas de los cuales quedarán en los tejidos y cinco o seis irán a parar a las muelas del comensal, partiéndoselas?
Becerra pareció perder el dominio de la situación por primera vez desde el óbito de Luismi. —Mirado desde ese punto de vista... —La escribana Henríquez Rico observó consternada que dos empleados del Zuerst Nationale Bank von Schwyz Waldstätte la estaban tasando. Aunque bastante recuperada de la conmoción sufrida tras la muerte de su mascota, se golpeaba continuamente la sien con la palma de la mano mientras cerraba los ojos y fruncía el ceño, incapaz de entender la transacción que había consumado Becerra y que la ubicaba en el rol de elemento esencial de la misma sin haberlo ella pedido.
—¿No le ocurrió con las perdices y otras gallináceas?
—¡Exacto! —exclamó Becerra—. Una amigo de la familia, don Tomás Suárez Piris, gaucho de Madariaga, iba a cazar copetonas a Henderson cada dos por tres, y nos las regalaba escabechadas, tres por cuatro, doce. ¡Si me habré partido muelas y dientes con los benditos perdigones!
—¿Se da cuenta ahora por qué prefiero cazar perros a las patadas? No es por gusto, es por necesidad.
—Más o menos. ¿La carne no queda amoratada? ¿Acalambrada? ¿Desgarrada?
—¡No diga zonceras, hombre! El animal ni siquiera se da cuenta de que se muere. La patada le parte el espinazo antes de que vea llegar la punta del zapato. La interrupción del flujo nervioso, por estrangulamiento medular lo manda del otro lado al instante.
Becerra demandó silencio de Lauría y lo instó a observar la partida de la escribana Henríquez Rico, quien viajaba a Suiza por asuntos de negocios casi sin tocar el suelo.
—Si no fuera porque veo a los dos fornidos agentes del Zuerst Nationale Bank von Schwyz Waldstätte —comentó Becerra—, diría que la escribana Henríquez Rico levita.
—Tal vez levita —dijo Lauría reflexivo, rascándose la barbilla con el dedo de la uña larga y sucia—. Tal vez levita porque finalmente comprendió que el sacrificio de Luismi fue realizado para alabar a Jehová.
—¿Lo dice en serio? ¿Por qué no me lo advirtió antes? —Becerra dio un paso atrás para contemplar a Lauría en toda su magnificencia. Si hubiera sabido que se trataba de una patada religiosa... —¿Usted es una persona de fe, Lauría?
—¿Qué otra cosa podría ser? —respondió éste, mosqueado por la duda—. He seguido las normativas de Abraham y Aarón toda mi vida.
—¿Eso significa que si yo en lugar de Becerra fuera Becerro me degollaría en presencia de Jehová y ofrecería mi sangre y la rociaría alrededor del altar?
—En efecto. —Lauría hizo una mueca impúdica, más que nada para marcar el fin de la sección religiosa de la charla. —¿Guisamos el Yorkshire antes de que entre en estado de descomposición?
—Si, en efecto, tiene razón. Hagamos ese estofado antes de que se pudra —dijo Becerra—. Voy a comprar zanahorias y arvejas y pimientos. Pero lo prepararemos como si fuera un conejo, ¿de acuerdo? Prefiero mi receta; no confío en la suya. Usted tiene el gusto salvaje de un kalmuco.
—De acuerdo —dijo Lauría, indiferente al insulto de Becerra, y se agachó a recoger los restos de Luismi. No llegó a completar el movimiento porque una voz atronadora descendió desde lo alto.
—¡Ni se le ocurra!
—¿Qué pasa, Becerra?
—Yo no dije nada —se defendió el acusado.
—Dijo: “ni se le ocurra”.
—No fui yo.
—Fui yo —aclaró la misma voz potente. Sonaba como un dios, parecía un dios, a todas luces, pero no lo era. Era un extraterrestre que pasaba por el lugar y tras presenciar lo ocurrido, desde “fundamentalista” en adelante, había decidido intervenir a pesar de las severas restricciones impuestas por el Código Galáctico para inmiscuirse en los asuntos privados de los terrestres. Está de más decirlo, pero el asesinato del Yorkshire de la escribana Henríquez Rico era un asunto estrictamente privado desde el punto de vista del Derecho Galáctico, pero un tema que hería profundamente el desarrolladísimo sentido ético de la mayoría de las especies de la galaxia.
—¿Y usted quién es? —dijo Lauría—. ¡Muéstrese, carajo!
—Soy poco más que una voz —dijo el extraterrestre—. Si me mostrara con toda mi magnificencia ustedes podrían sufrir choques psíquicos irreversibles, traumas de gran magnitud.
—Déjenos correr el riesgo —dijo Lauría—. ¿Con qué autoridad se arroga el derecho de manipular nuestros deseos, aún los más destructivos?
—Con una autoridad semejante a la que usted utilizó para destrozar al perro de la escribana Henríquez.
—Tocado —dijo Lauría.
—Hundido —completó Becerra.
—De acuerdo —dijo Lauría, burlón—; acepto mi culpabilidad. ¿Puedo conocer la pena que me corresponde?
El extraterrestre, que medía poco más de trece centímetros, hizo una pausa significativa, que sonó como si estuviera consultando el tomo CCXVIII del Código Penal Galáctico. —Aquí está —dijo finalmente—. Ataque seguido de muerte de una criatura inferior en el ecosistema común.
—¿Este es un ecosistema común? —dijo Becerra—. ¡Quién lo hubiera dicho!
—Común a ambos —aclaró Lauría—, pedazo de imbécil.
—¿Qué pena le corresponde? —dijo Becerra aprovechando la volada para herir a Lauría.
—Doce años de trabajos forzados, sin posibilidad de conmutación, en el planetoide HJ-908-B —dijo el extraterrestre.
—¿Quién paga el viaje? —quiso saber Lauría.
—Viaje de ida a cargo de la Autoridad Galáctica para la Igualdad y la Justicia.
—¿Viaje de vuelta? —El asunto se complica, pensó Becerra.
—A cargo del liberado. Se supone que en doce años habrá amasado una pequeña fortuna.
—¿De dónde sale esa certeza? —dijo Lauría.
—De que el planetoide HJ-908-B es básicamente de arcilla y los internos se dedican a modelar y pintar cacharros. Pero como no hay casi nada más que hacer, el resultado suele ser bastante positivo.
Lauría le hizo una seña a Becerra y ambos cayeron sobre el extraterrestre al unísono y lo atraparon de algo que se parecía bastante a un cogote.
—¡Jamás en mi vida vi a un ser extraterrestre tan insignificante! —exclamó Becerra.
—Jamás en su vida vio a un extraterrestre —rectificó Lauría.
—¡Suéltenme, desgraciados! —chilló el extraterrestre al borde de la histeria, lo que a pesar de las diferencias morfológicas lo hacía bastante parecido a la escribana Henríquez Rico. Movió algo que se parecía a una trompa de elefante enano alrededor de un disco córneo que se parecía a una esclusa de submarino de bolsillo—. Daré parte a la Brigada de Represión Galáctica que procederá a clausurar este planeta por ciento veinte días.
—¡Eso sí que es una pena! —se lamentó Becerra sacudiendo los dedos como si tuviera las uñas recién pintadas.
—¿Le dije, Becerra, que siento una profunda aversión por los extraterrestres en general, hacia los sorpros como especie y a este hábil pillo llamado Erihs’kroihs en particular?
—¿Como sabe mi nombre secreto? —se espantó Erihs’kroihs moviendo alocadamente un embudo estriado que se parecía bastante al hocico de un oso hormiguero.
—Sé todo lo que necesita una persona creativa para sobrevivir en este universo hostil. —Mientras exponía su ideario, Lauría colocó al extraterrestre en una jofaina y lo envolvió con cinta adhesiva hasta inmovilizarlo por completo. Así amortajado, Erihs’kroihs se parecía bastante a una estatuilla hicsa de la XIII Dinastía.
—No creo que en estas condiciones —dijo Becerra— el amigo Erihs’kroihs pueda poner las transgresiones por usted cometidas en conocimiento de la Unidad de Represalias Galácticas.
—Brigada de Represión Galáctica, Becerra. No sea impreciso en su apreciaciones. —Sin embargo, Lauría reflexionó en profundidad acerca de los peligros potenciales que entrañaba mantener prisionero a un ser extraterrestre. —¿Sabe una cosa, Becerra —dijo finalmente—: he reflexionado en profundidad acerca de los peligros potenciales que entraña mantener prisionero a un ser extraterrestre.
—¿Sí?
—Sí. Erihs’kroihs podría ser híper telépata, o poseer el don de disolver la cinta adhesiva, o de matar con ultrasonidos emitidos por un órgano bastante parecido a un silbato para perros que lleva escondido debajo de los pliegues que le cuelgan encima de los bordes del zócalo de esa protuberancia tan parecida a una teta.
—No se me había ocurrido —dijo Becerra—. ¿Qué vamos a hacer?
Lauría no contestó. Se rascó el costado de la cabeza con la uña larga y sucia y sin dar mayores explicaciones sacó al extraterrestre de la jofaina, lo puso en el suelo y lo pisó con el taco de su bota hasta convertirlo en una pasta irreconocible.
—¿Le parece que será comestible? —dijo Becerra.
—¡No sea asqueroso, Becerra! —replicó Lauría haciendo una mueca muy desagradable—. ¡Cómo se va a comer a un ser extraterrestre que yo aplasté con el taco de mi bota. ¿Sabe la cantidad de excrementos de perro que piso por día?
—Si le despegamos con cuidado toda la cinta adhesiva que usted le puso tal vez podamos...
—¡Por favor! —Lauría se acercó al coqueto recipiente destinado a los desperdicios que el gobierno local había colocado junto a las unidades de restauración moral y arrojó adentro a Erihs’kroihs, o por lo menos lo que quedaba de Erihs’kroihs. —Despellejemos, trocemos, guisemos y comamos a Luismi antes de que la escribana Henríquez Rico logre escapar de las garras de los esbirros del Zuerst Nationale Bank von Schwyz Waldstätte.
—No escapará, Lauría. ¡Es un banco suizo! No entiendo cómo puede ser tan descreído y desconfiado.