domingo, 18 de enero de 2009

AGUA CERO - Sergio Gaut vel Hartman

—¿Le parece que parará, Lauría?
—Hmm, déjeme ver. —Lauría se asomó a la ventana y observó la cortina gris acero, oblicua, inclemente, que cubría la ciudad desde hacía una semana. —Lo más probable es que no. Lloverá para siempre.
—¿Cómo dice una cosa así? —Becerra acarició el hombro de Tetas, que dormía plácidamente sobre un sofá. El sofá estaba tapizado con una tela estampada; imágenes de jirafas y elefantes componían una metáfora prístina de la gesta de Noé.
—Digo lo que digo. Los extraterrestres no se tomaron todo este trabajo para hacer una demostración de fuerza, sólo para impresionarnos. 
—¿No? —Becerra no creía que el aguacero pudiera ser una venganza por lo que Lauría le había hecho al pobre Erihs’kroihs. Pero tampoco conocía tanto la psicología de los extraterrestres como para poner la firma y permanecer sentado.
—No. Quieren convertir la Tierra en un planeta acuático y vendérselo a los cuackcroacs. —Lauría hizo una mueca; no estaba convencido de su propia teoría, pero el rastro de las babosas en las paredes y la inutilidad del sulfóxido para exterminarlas le hacían perder la poca paciencia que conservaba. El comentario de Becerra no contribuyó en nada para mejorar su humor.
—Hubiera sido más práctico derretir el hielo de los polos, ¿no le parece?
Lauría se encogió de hombros. Todo le importaba un pimiento; estaba deprimido. —Ahora que lo pienso el tacazo a Erihs’kroihs fue una cochinada. —No obstante, Lauría podía rememorar el episodio sin dar el brazo a torcer; no tenía ganas de arrepentirse y seguía pensando que el extraterrestre era repulsivo, que se merecía ser aplastado como una cucaracha.
—Ya que lo dice, creo que se ha pasado la vida haciendo cochinadas, Lauría.
Lauría miró a Becerra con expresión asesina. —Salga y muérase, Becerra. ¿Cree que eso de ahí afuera es agua?
Tetas se removió inquieta, como si las palabras de Lauría hubieran logrado perforar la coraza de su sueño.
—La va a despertar. Mírela —Becerra señaló a Tetas con un dedo rematado por una uña larga y sucia—. ¿No es un ángel? Una mariposita. ¡Divina!
Lauría no pudo evitar que en sus entrañas se repitiera esa inefable sensación corrosiva, la misma que despuntaba cada vez que distinguía los atributos de Tetas asomando por el escote del vestido floreado.
—No —dijo despechado—. No es un ángel. Y se va a morir, igual que usted, y todos. Esta es la peor invasión extraterrestre de que se tengan noticias.
—¿Y usted? —Becerra miró a Lauría con suspicacia. El muy cretino tenía la solución, pero no la iba a soltar a menos que él entregara a Tetas; sabía que ese era el propósito; pero ni siquiera estaba seguro de que todo no fuera una monumental puesta en escena, un fraude mayúsculo para arrebatarle a la chica.
Lauría no contestó. Volvió a correr el visillo y contó las gotas que, como ampollas de mercurio, se aferraban al vidrio de la ventana. 
—¿Ya no llueve? —Tetas, sentada entre las jirafas y los elefantes, con los ojos rojos de llorar en sueños, parecía una Sheherazade conjetural, de regreso de un viaje de mil años luz alrededor de la galaxia. Becerra no pudo contenerse y se abalanzó sobre ella, cubriéndola de besos. Lauría hundió la nariz en el vidrio para no mirar. 
—Amor.
—Déjeme en paz, Becerra —protestó Tetas—. El horno no está para bollos. ¿Cuánto hace que estamos encerrados en este lugar. ¿Cuándo dejará de llover? ¿Lo sabe Lauría, que todo lo sabe? —Las últimas palabras fueron un madrigal de velados reproches; Tetas detestaba a Lauría, pero eso no era más que lo que todo el mundo, incluyendo a los aberrantes seres de planetas remotos, sentían por el mejor amigo de Becerra. Sólo Becerra soportaba a Lauría, a pesar de que éste le hacía la vida imposible.
—¿No puede llamar a su amigo?
—¿Qué amigo? —dijo Becerra haciéndose el distraído.
—El viajero del tiempo, el tipo del wub, el que vive en 2047.
—¿Usted se cree que en el futuro el tiempo no transcurre? Seguro que el tipo está viviendo en otra galaxia. Dentro de medio siglo este planeta será un Sahara.
Lauría metió las manos en el bolsillo del pantalón y apuntó con la barbilla a una zona indeterminada del espacio y el tiempo.
—Haga la prueba, llámelo, invóquelo, haga algo.
Becerra se rió con ganas, pasó el brazo por la cintura de Tetas y atrajo a la muchacha hacia sí. —Usted es un mentiroso, Lauría. Si mi amigo vive en 2047...
—¿No dijo 2050, Becerra? —El tono de Tetas fue acusador, crítico.
—Si mi amigo vive en 2047, 2050 o 2099 —rectificó Becerra—, no tiene mayor importancia; quiere decir que el mundo no terminó, que los extraterrestres fracasaron, que no hubo segunda arca ni perros en escabeche.
—¿Qué es eso de perros en escabeche, Becerra? —El tono de censura de Tetas se agudizó. —Sabe que no me gusta que se le haga daño a los animalitos, ni siquiera a las ratas y a las serpientes...
—¿Puede hacerlo venir o no? —insistió Lauría.
—Puedo —dijo Becerra—. Pero la pregunta exacta es: ¿quiero? Lo haría para salvar a Tetas y a mí mismo...
—Y yo no lo merezco —dijo Lauría haciendo un puchero—. ¿Insinúa eso?
Becerra se sintió una porquería. ¿No había removido Lauría cielo y tierra y desafiado al mismísimo Dios aquella vez que se murieron? ¿No se había jugado por él cuando el Diablo los corrió con el tridente hasta que tuvieron que subir de nuevo al cielo? ¿No había desafiado al déspota de Ropei cuando éste encarcelara a Becerra por la cuestión de las estampillas?
—De acuerdo. —Becerra pulsó el enlace de superposición de objetos macroscópicos para iniciar el proceso de decoherencia temporal. En dos o tres de mis cuentos Becerra había aprendido más sobre física cuántica que Albert Einstein en toda su vida.
Yo estaba tomando un baño de escarcha de partículas virtuales implicadas cuando se encendió la luz roja del panel de control. Los paneles de control con luces de colores son imprescindibles en cualquier buena ficción.
—¡Otra vez Becerra! —exclamé—. Ese ya me tiene harto; me llama por cualquier tontería. —Pero no podía desentenderme del problema. Una pérdida significativa de energía virtual en un punto inferior de la trama de superposición cuántica podía significar el fin de mi mundo y hasta del suyo. Del suyo lector, a usted le hablo, no se distraiga.
Activé el selector de hebras y seguí la torsión de la línea que comunicaba mi presente con el pasado. En un lapso ridículamente breve aparecí en la habitación 947 del Yorkshire Palace Hotel que ocupaban Becerra, Tetas y Lauría. La elección tenía mucho que ver con la culpa que Lauría sentía por los que le había hecho al perro de la escribana Enríquez Rico en uno de los primeros cuentos de esta serie. El perro era un Yorkshire puro, se llamaba Luismi y Lauría lo había matado de una patada, y al hacerlo se había sentido identificado con un personaje de Buñuel en La Edad de Oro. Pero eso no viene al caso.
—¡Por fin! —exclamó Lauría—. Ni que fuera el plomero.
Sacudí los restos de escarcha adheridos a mi traje de viajero temporal y miré en derredor. El lugar parecía un muladar; olía a humedad y el abigarramiento de objetos producía una sensación de acoso que me recordaba a la que se suele experimentar cuando se visita el planeta Turner, el Trantor del universo empresarial.
—Afuera llueven gotas de acero —dijo Tetas—, que si te tocan te hieren como cuchillos.
—Es una invasión extraterrestre —dijo Becerra—. Los paisanos de Erihs’kroihs toman venganza por lo que éste les hizo —agregó señalando a Lauría con un dedo rematado por una uña larga y sucia.
—Quieren convertir la Tierra en un planeta acuático y vendérselo a los cuackcroacs. —Lauría recitó su discurso con el mismo tono impersonal con que los oficiales del ejército le informan a una madre que su hijo acaba de ser hecho picadillo en Mosul.
Miré hacia afuera por la ventana. (Les recuerdo que los viajeros temporales no utilizamos puertas ordinarias para entrar a las habitaciones). La lluvia seguía azotando los vidrios con sus gránulos viscosos, unas bolitas de metal que se fabrican en un planeta del sector Spaghetti 69. Había visto ataques así en varios mundos de ésta y otras galaxias y sabía perfectamente que no podía durar para siempre, a lo sumo tenían material para cinco o seis años más. Los caños de los sorpros pronto se verían afectados por la superposición cuántica débil y por el fenómeno llamado decoherencia de ruptura lateral. Pronto, insisto, dentro de cinco o seis años. Pensé a toda velocidad. ¿Qué quedaría de la Tierra tras cinco o seis años de lluvia ininterrumpida? No era necesario, pero no me costaba nada salvar el continuo.
—Escuchen: es caro, pero puede hacerse.
—¿Cuán caro? —dijo Lauría con desconfianza. Había sido educado por una familia de prestamistas del Tesino, más austera que camelleros bereberes. No importa lo que se esté negociando: Lauría siempre pide rebaja. 
Moví la cabeza con suficiencia. —No soy Noé, por lo que no resuelvo los problemas construyendo arcas.
—Claro —dijo Becerra—. Esto no se resuelve con una barca.
—Dijo arca —corrigió Lauría. Era lo que yo esperaba. Una pelea entre esos dos podía durar más que la lluvia. Tomé un interruptor de campo cuántico que siempre llevo en la guantera de la máquina del tiempo y lo enchufé en el Laplace que uso detrás de la oreja, incrustado en el hueso. Pulsé la fase de cohesión y proyecté un efecto túnel o de desintegración, que predijo el comportamiento de cada una de las partículas que los sorpros generaban en sus caños y que, aun no siendo observables, implicaban un proceso atómico muy razonable y muy bonito. Todo el curso de acción demoró escasos tres minutos. Cuando terminó, Becerra y Lauría no habían dejado de discutir, por lo que no tuve más remedio que palmear las manos y decir:
—Fin del recreo.
—¿Qué dice éste? —Los tres me miraron con expresiones de furia, diferentes, pero todas ellas feroces. 
—Miren por la ventana, por favor.
Los tres se precipitaron hacia la ventana y hundieron sus narices en el vidrio. Afuera, efectivamente, había dejado de llover la sustancia inducida por los sopros. 
—Llueve —dijo Tetas decepcionada—; sigue lloviendo.
—Pero llueve lluvia —repliqué.
—¿Eso es bueno? Estoy harta de la lluvia.
—No te preocupes muñeca. Vamos a ir a un lugar donde siempre brilla el sol.
Lauría fue el primero en desentrañar el sentido de mis palabras.
—¿Eso significa...?
—Cumplí mi parte del trato. La Tierra está fuera de peligro.
—Llueve —dijo Tetas, melancólica.
—Esa lluvia no puede durar mucho. Siempre que llovió paró.
—¿Usted negoció a nuestra Tetas? —Lauría formó un garrote vil con las manos y apretó el cuello de Becerra. Becerra sacó la lengua y en el aire crepitaron chispas de una sustancia fosforescente. Vaya uno a saber qué había estado tomando Becerra.
—Déjelo en paz —dije tocando un botón del Laplace y programándolo en fase de cristalización taquiónica. Lauría y Becerra quedaron objetivamente paralizados al instante, aunque en rigor a la verdad el Laplace sólo puede reducir la velocidad de los electrones en un millonésimo. Es suficiente para que los afectados parezcan los personajes de “El milagro secreto” de Borges.
—¿Es verdad que me llevará a un sitio en el que no llueve y siempre brilla el sol? —Tetas había asumido la nueva situación con total naturalidad. Ni siquiera preguntó si Becerra volvería a la normalidad alguna vez. 
Pero yo estaba preocupado por otro asunto: tendría que dejar una buena suma en la administración para que conservaran la habitación 947 tal cual estaba en ese momento. Mover un cuerpo afectado por un campo de desaceleración taquiónica puede ser fatal. No soy un asesino.
—Es verdad. —Desplegué la máquina del tiempo —que en máxima expansión no es más grande que una cabina telefónica— e invité cortesmente a Tetas para que entrara primero.
—¿No me está mintiendo para aprovecharse de mí? Todos se aprovechan de mi inocencia, siempre. —Tetas Contempló a Lauría y Becerra con una expresión resentida.
—Se lo juro —dije ligeramente divertido—. Y en todo caso tenemos un ingenioso dispositivo llamado paraguas que jamás falla cuando el aguacero es intenso. Es casi infalible y su único enemigo de fuste es el viento del este. 
—¿Qué hace el viento del este? —preguntó Tetas, con la mayor ingenuidad.
—Eso te lo explicaré dentro de cuarenta años y en otro lugar de la galaxia —repliqué, esperando una andanada de preguntas. Pero Tetas no preguntó nada y apretó las ídem contra mí pecho. Partimos.

3 comentarios:

  1. Muy bueno, me gustó lo de (se supone que quien viuene a coments ya leyó el post, espero) "podía significar el fin de mi mundo y hasta del suyo. Del suyo lector, a usted le hablo, no se distraiga." jejejeje y el perro llamado Luismi... también canta? jejejejeje

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  2. Muy bien! Al fin el héroe que se queda con la chica no lo hace por la gloria... Estos que quieren convertir al planeta en una porquería, no se llaman bushios? Por ahí lo leí en otra novela...

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  3. No te guíes por las apariencias. En el siguiente todo se pone patas para arriba... Se llamaban bushios, pero se cambiaron el nombre porque les daba vergüenza. Ahora están pensando en cambiárselo de nuevo y ponerse "obamios". Pero parece que la Real Academia de la Interlingua Galáctica no se lo va a aceptar. ¡Siempre los mismos conservadores, esos! Aunque por ahí, quién te dice, esta vez la pegan...

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