viernes, 16 de enero de 2009

CAMINO AL CIELO - Sergio Gaut vel Hartman

—¿Otra vez ustedes? —Dios se miró las manos llenas de pintura (había estado preparando los elementos básicos para el génesis en un planeta del sector Spaghetti) y buscó infructuosamente un trapo para limpiárselas. —¡Fernández! ¿Adónde se metió, hombre? Tráigame un trapo para limpiarme las manos.
—¿Arregló a Fernández? —dijo Becerra ingenuamente. Dios había sabido que era Becerra a pesar de que estaba disfrazado de diablo. Lauría también estaba disfrazado de diablo.
—¿No podían cambiarse antes de venir al Cielo? ¿Les parece forma de presentarse ante Dios?
Lauría no consideró apropiado responder a semejante descortesía. Era un hombre grande y nadie, ni Dios mismo, tenía derecho a elegirle el guardarropa.
Pero cuando Fernández apareció con el trapo produjo una gran conmoción en Lauría y Becerra: el asistente de Dios lucía, no sin orgullo, la cabeza de Tomás Moro (Thomas More, para los ingleses, que siempre andan complicándolo todo). Fernández More vel Moro sonrió, socarrón y supe desde ese mismo momento de qué lado vendrían los problemas.
—Verdaderamente hermosa —dijo Becerra—. Una cabeza como esa es como recibir buenas cartas en el póker, cuatro ases, por ejemplo.
—¿No tenía otra cabeza? —dijo Lauría, para llevar la contraria, siempre de mal talante.
—Tomé la primera que encontré —dijo Dios, y seguidamente se mordió la lengua. ¿Por qué tenía que darles explicaciones a esos dos?
—Este gran sabio —dijo Becerra— le escribió desde la cárcel a su hija Margarita, que estaba muy desconsolada.
—Sólo usó la cabeza, Lauría; no infle lagartijas que se vuelven dinosaurios.
—¿Se puede saber qué quieren? Ya les dije que no volvieran por acá, que se quedaran abajo, que es adonde pertenecen.
—Le juro por los años que mi padre pasó pudriéndose en la prisión —dijo Lauría—, que el de abajo no nos soporta. 
—¿Y qué fechorías cometió su padre para merecer la cárcel? —dijo Dios, que entraba en todas.
—“Con esta cárcel —recitó Becerra usando las palabras del santo— estoy pagando a Dios por los pecados que he cometido en mi vida”. 
—No me diga —soltó Lauría, cizañero—, que no recuerda las deudas de sus esbirros y lacayos.
—¡Lauría! —gritó Becerra—. ¡No empiece de nuevo! Sea respetuoso.
—Los sufrimientos de esa prisión —replicó Dios, en cierto modo feliz porque esos dos pillos lo habían sacado de la tediosa tarea del génesis en el mundo del sector Spaghetti— seguramente le disminuyeron las penas que le esperaban a Thomas en el purgatorio. Recuerden, hijos míos, que nada pasa si Dios no permite que suceda. ¡Y Dios soy yo, carajo!
Becerra y Lauría retrocedieron instintivamente. Lauría menos, porque tenía más huevos que Becerra, pero no mucho. Si se me hubiera ocurrido filmar la escena podría haber hecho unos pesos. Esos dos diablitos arrugando frente al dedo (y la mirada) de Dios eran todo un espectáculo.
—Y todo lo permite Dios —rezó Becerra— para bien de los que lo aman. Y lo que el buen Dios permite que nos suceda es lo mejor, aunque no lo entendamos, ni nos parezca así.
—Buen chico —dijo Dios—. Tal vez hasta se salve.
—Señor, si me permite —dijo Fernández More vel Moro—, estos dos tienen una deuda pendiente. —Se tocó la cabeza con una uña larga y sucia y guiñó el ojo.
—¿Le molesta ser calvo, Fernández? —Dios frunció el ceño—. ¿Sabe lo que se ahorra en champú?
Lauría lanzó una carcajada estridente, demoníaca; no había desaprovechado las lecciones recibidas mientras estuvo... abajo.
—Me parece —dijo Becerra mientras miraba a Lauría  gravemente— que Fernández quiere cobrarnos la desmesura, el excesivo celo puesto en juego por mi compañero al afeitarlo. Un corte profundo, no voy a decir que no, pero está visto que el problema está solucionado.
—¡No lo puedo creer! —exclamó Fernández.
—¡No lo puedo creer yo! —exclamó Dios—, lo que es mucho más grave.
—¡Yo tampoco puedo creerlo! —exclamó una voz tan profunda que el Cielo se estremeció hasta sus cimientos. No hace falta que aclare dónde están los cimientos del Cielo.
—¿Quién dijo eso? —Dios empezó a girar sobre sí mismo como un derviche, o como un perro cualquiera que se persigue la cola. (Elección de analogía a cargo del lector).
—Yo —bramó la voz.
—¿Y quién es yo, carajo? Se supone que tengo toda la Creación bajo control.
—Parece que no —cuchicheó Lauría sin separar los dientes.
—Lo oí —dijo Dios clavando su mirada fulgurante en los ojos de Lauría.
—No se distraiga —dijo Lauría tapándose los ojos con las manos—. Y vaya a ver qué quiere el intruso.
—Lauría —dijo Becerra—, no le dé órdenes a Dios.
—No soy un intruso —dijo la voz, que a estas alturas del cuento más vale que renombre como la Voz—. Soy la Divinidad Suprema del Universo.
—Ah, bueno —dijo Lauría—. Y entonces, ¿éste quién es? —Lauría señaló a Dios con el dedo. Se había cortado las uñas en el Infierno por razones que no voy a consignar aquí, y el dedo lucía pulcro y manicurado.
—Una deidad local —dijo la Voz—, una especie de Jefe de Sección. ¿Se creen que puedo con todo?
—Ah, bueno —dijo Lauría, que ya empezaba a sonar burlón—. Y usted, me permito conjeturar, viene a ser una especie de Gerente Regional que reporta al Subgerente Galáctico que rinde cuentas ante el Gerente Junior de Conglomerados que informa al Subgerente Senior de Asuntos Globales que depende del Subdirector Adjunto de la Comisión Intercósmica...
—¡Basta, Lauría! —Contra lo que cualquiera podría haber imaginado el grito no provino de Becerra ni de ninguna de las divinidades. El gritón, esta vez, había sido Fernández More vel Moro.
Lauría miró a Fernández Etcétera con una expresión que Sandokan hubiera avalado y sacando la cimitarra volvió a descabezar al asistente de Dios.
—¿Qué hizo, Lauría? —protestó Becerra—. Es la segunda vez que decapita a Fernández. Y acuérdese del Yorkshire de la escribana, del extraterrestre, de las chinas violadas con gorriones, del déspota de las estampillas, de los escritores a los que les depredó los cuentos, de lo que le hizo a Luzbel...
—¿Luzbel, el demonio? —dijo el Dios Local.
—Sí, claro —respondió Lauría sin vacilar—; no se supone que haya hecho mención a la banda de heavy metal mexicano que lidera Raúl Greñas, ¿verdad?
—¿De qué están hablando? —dijo la Voz. No hace falta aclarar que por más que fuera un Dios de categoría superior no tenía la más puñetera idea de los códigos que se cocinaban en nuestro Cielo.
—¡Ustedes, ustedes tienen la culpa! —vociferó el Dios Local buscando una cabeza para Fernández. Mientras lo hacía, señalaba inequívocamente a Becerra y Lauría, una vez más la causa primera (o piedra angular, como prefieran) de los hondos disturbios que agitaban el universo. Los dos diablillos se encogieron de hombros; no se sentían culpables de nada. Fue en ese momento que el Dios Local encontró el cubo negro.
—¿Qué es? —preguntó Becerra asomado sobre el hombro de Lauría.
—Un cubo negro —dijo Lauría.
—Un cubo negro —dijo el Dios Local. Y se le ocurrió de inmediato que podría usarlo como cabeza para Fernández. Bastaría con pintarle unos ojos, la nariz y la boca utilizando los elementos destinados a decorar el génesis del planeta del sector Spaghetti.
—Soy yo —dijo la Voz—. Ustedes están acostumbrados al deohomidismo; una mala costumbre.
—¿Ese cubo de grafito es el Dios Superior? —Becerra se tapó la boca con la mano.
—Sólo un Supervisor Zonal, Lauría. Ya le dije que no agrande lagartijas.
—¿Sabe una cosa, Lauría?
—No. ¿Tengo que saber todo? ¿Soy Dios, yo?
—Me tiene repodrido —escupió Becerra haciendo caso omiso a la enésima blasfemia de su compañero.
—No se peleen, por favor —dijo el Dios Local—. Odio las peleas.
—Todo esto es muy irregular —dijo la Voz del Cubo Negro—. Voy a tener que labrar un acta.
—¿Me va a meter una multa? —dijo el Dios Local.
—Me temo que será algo bastante más grave que una simple multa.
—¿Se acuerda de Erihs’kroihs, Becerra? —dijo Lauría.
—¡Cómo no me voy a acordar!
—¿Quién es Erihs’kroihs? —dijo la Voz del Cubo Negro. 
—Uno que no creía en usted —dijo Lauría—, ni en usted —recalcó señalando al Dios Local—. Todos los alienígenas son ateos, se lo aseguro.
—¿Qué va a hacer, Lauría? —dijo Becerra espantado.
Lauría no contestó. Se rascó el costado de la cabeza con la uña larga y sucia que le había vuelto a crecer mágicamente y sin dar mayores explicaciones tomó al Cubo Negro entre sus manos, lo puso en el suelo y lo pisó con el taco de su bota hasta convertirlo en una pasta irreconocible.
—¿Le sirve la pasta de grafito, Dios?
—¿Para?
—¿No estaba decorando un planeta del sector Spaghetti con idea de empezar de nuevo con toda esa historia de Adán, Lilith y Eva? El grafito pulverizado y amalgamado con un solvente da una excelente carbonilla para bocetar.
—No se me había ocurrido —dijo Dios. Fue visible para Lauría y Becerra que Dios había recuperado el buen humor. Pero fue una mejoría efímera. No había terminado de poner la cabeza de Ana Bolena sobre los hombros de Fernández cuando un puño vigoroso golpeó los portales del cielo.
—¿Hay alguien en casa?
—¡Lo único que nos faltaba!
—Me dije: los vecinos de arriba están de fiesta y no me la podía perder. —Un gigantón disfrazado de diablo rojo, con cuernos y cola y portando una brazada de botellas de champán, metió el cuerpo y lanzó una risotada.
Pero a Lauría la visita le cayó como una patada en los huevos. Si hay una cosa que lo exaspera es perder protagonismo a manos del primer advenedizo que acierta en pasar por donde él está bufoneando.
—Vamos, Becerra, seamos discretos —dijo Lauría haciendo un guiño mal intencionado—. Aquí estos dos parece que tienen cosas importantes que decir y hacer y nosotros salimos sobrando. Además, ese champán es de cuarta.
—Demi sec —dijo Becerra.
—Sí, demi sec, además.

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