viernes, 4 de septiembre de 2009

REPARACIÓN - Sergio Gaut vel Hartman



Viernes 4 de julio. Apogeo de la tertulia en Banchero. De pronto, la escena se cristaliza, el tiempo se congela. Un instante después, Becerra y Lauría se materializan en el reservado del primer piso.
—Me está metiendo en otro lío.
—Quédese tranquilo, Becerra.
—¿Vale la pena usar el desmotador de fibras cuánticas para tan poca cosa?
—¿Poca cosa? ¡Estamos reconstruyendo el planeta luego de la catástrofe global de 2012!
—Pero ¿no teníamos alguna otra cosa que rescatar? ¿Un físico? ¿Un médico eminente?
—Cállese. Necesitamos a Giorno. El planeta no puede prescindir de la pizza calabresa.

jueves, 12 de febrero de 2009

VÍCTIMAS DEL PAN CON MANTECA - Sergio Gaut vel Hartman

En vida, Gilda y Rodrigo no se conocieron, pero una vez muertos, el gran necrocelestino Mirto El Grande se ocupó de hacerles gancho. Al principio Gilda no quería saber nada con Rodrigo ni con ningún otro muerto porque le daban asco y ni siquiera se atrevía a mirarse al espejo. Pero por esos diches (los días-noches del ultramundo se llaman diches) se murieron Lauría y Becerra (al mismo tiempo, en un accidente fatal; chocaron contra una nave extraterrestre mal estacionada) y fueron a parar a la sección del ultramundo que los veteranos llaman Necrosario, la misma en la que estaban Gilda, Rodrigo y Mirto. Como cualquier lector avispado de la serie ya habrá conjeturado, Lauría no tardó lo que se dice nada en poner el lugar patas para arriba. Por lo pronto, aunque nunca antes había sido necrocelestino, quiso hacerle la competencia a Mirto y empezó a concertar citas entre muertos inverosímiles como Sade y La Flor Azteca, Proserpina y Ricardo Giorno, Nerón y Atila, el polaco de la heladería y Madonna, Navratilova y el Golem y así por el estilo. Mirto El Grande se arrancaba las orejas a cada rato de puro desesperado (pelo ya no tenía cuando estaba vivo) y trató de empujar a Lauría más allá del horizonte de eventos, pero nuestro héroe es duro y si pudo sobrevivir a todas las peripecias que lo hice afrontar en los cuentos anteriores de esta serie no iba a claudicar ante los empellones de un mariquita de la tele.
—¿Se puede saber qué mosca lo picó? —dijo Lauría cuando vio que Mirto se mutilaba de un modo muy grosero delante de una cohorte de querubines imberbes que, corresponde aclararlo, no parecían impresionados en absoluto.
—¡Yo estaba tranquilo! —aulló el necrocelestino—. Era como una reina, acá. Organizaba encuentros, desfiles, debates inteligentes que se transmitían a todo el Necrosario y yo era feliz. Pero llegó usted… usted… usted es como una plaga, ¡es una enfermedad!
—¿Una enfermedad infecciosa? —replicó Lauría—. Nah. Pavadas. Lo que pasa es que a usted le gusta victimizarse, amigo. ¿No es cierto, Becerra?
Becerra se encogió de hombros. Extrañaba a Tetas más de lo que se extraña el pan con manteca salado y su única esperanza era que la guacha se muriese y viniera al Necrosario a hacerle compañía.
—¡No es cierto, Becerra! ¡No es cierto, Becerra! —remedó Mirto—. ¿Se puede saber por qué y para qué se inmiscuye donde no lo han invitado? ¿Lo invité a almorzar, yo, acaso?
—La libre competencia —aclaró Lauría— es un elemento clave para un eficiente funcionamiento de la economía, aquí, allá y más allá.
Mirto se frenó en seco.
—¿Hay más allá de acá?
—¡Claro! Hay muchos más allás.
—Más allases —corrigió Becerra.
—Más allaes, en todo caso —retocó Mirto.
—Como gustéis —ironizó Lauría—, pero antes de morirme quiero construir un imperio como el de Will Gueits.
—Ya está muerto —dijo Mirto—. ¿No le avisaron?
—¿Murió Will Gueits? ¡Qué espanto! ¡Qué horror! ¡Tan joven! ¡Tan rico!
—Usted.
—Yo no soy rico —se atajó Lauría, que se veía venir la cosa por el lado de la presión impositiva encubierta—. Soy más pobre que una laucha; me encanta Lolita Torres, y antes de eso Miguel de Molina y todo lo kitsch y berreta del mundo, como los boleros. Y después Almodóvar. ¿Ve que después de todo tenemos gustos en común?
—No dijo eso —aclaró Becerra—. Dice que nosotros estamos muertos.
—Jajajá. No me hagan reír. Para que yo me muera primero se tiene que morir el autor, y no sé si eso va a ocurrir algún día, porque si bien es seguro que el autor es mortal, yo aspiro a la inmortalidad. ¿Le parece presuntuoso y arrogante, Becerra?
—¡No, qué me va a parecer! —Becerra sabía que contradecir a Lauría era más peligroso que masticar navajas oxidadas.
—Hablemos en serio —dijo Mirto acomodándose la túnica.
—Dele —dijo Lauría.
—¿Puede explicarme los motivos por los cuales usted ha invadido mi espacio, involucrándose de un modo insidioso en las actividades que vengo desarrollando desde hace incontables diches?
—Habla bien, el puto. ¿No es cierto, Becerra? Parece un abogado.  
Mirto iba a replicar, pero en ese momento pasó Gilda del brazo de Rodrigo. Gilda estaba embarazada de siete meses; era la primera vez que eso ocurría en el Necrosario.
—Mi mayor éxito —dijo Mirto abanicándose con las manos—. Ese vástago será el artista popular más popular de todos los tiempos.
—No lo dudo —dijo Lauría guiñando un ojo y propinándole a Becerra tal codazo en el plexo que este cayó al suelo boqueando.
—Eso no me gustó nada —dijo Mirto levantando un dedo acusador.
—Becerra está acostumbrado.
—No me importa Becerra. Hablo de la ironía implícita en su comentario acerca del hijo de Gilda y Rodrigo. ¿Alguna vez le dijeron que usted es un típico vesánico?
—Cientos de veces. ¿A qué viene?
—Piensa que se trata de un embarazo fraudulento y no disimula, ni siquiera por cortesía.
Lauría contempló a Mirto como si en la heladería le hubieran sustituido el chocolate por algo que no se debe nombrar en un cuento serio y delicado como este.
—Becerra, ¿se imagina si Mirto hubiera estado entre los concurrentes a mi conferencia de Elortondo, cuando tuve esa formidable erección producto de la lectura de los sagrados textos de los Padres de la Iglesia?
—¡Por favor! —musitó Becerra en un hilo de voz, aún sin aire.
—¡Ay, ay, ayayay! —exclamó una voz melodiosa. Era Gilda que iniciaba su trabajo de parto antes de tiempo.
—Lo que yo dije —observó Lauría—: sietemesino.
—¿Cuándo dijo eso? —Mirto empezó a mirar hacia todos lados en busca de una ambulancia que llevara a la parturienta a la maternidad para que una partera, un obstetra y un neonatólogo se hicieran cargo de la madre y de la criatura. Pero en realidad debo aclarar que el pobre sujeto estaba pasando por un eclipse de sus facultades, ya que como todo el mundo sabe no hay ambulancias, maternidades, parteras, obstetras y neonatólogos en el Necrosario porque tampoco suele haber parturientas. Esa clase de eclipse se llama síndrome de Ronea-Darelo y tiene su origen en la fibrilación de las fibras de la trama bránica. Pero no voy a perder el tiempo explicándoles esto a ustedes, que de mecánica cuántica entienden menos que Paris Hilton.
—¿Me puede conseguir un vaso de agua Perrier? —Becerra seguía boqueando y se había puesto azul. Pero la posibilidad de asistir al parto del hijo de Gilda y Rodrigo lo dio vuelta como un guante y se limitó a improvisar algo para salir del paso.
—El viajero del tiempo, que incidentalmente es también el autor de esta serie, buscará la forma de traerle a Tetas para que lo atienda, ¿se conforma?
La sola mención de su novia hizo que Becerra se sintiera un poco mejor. El tono de la piel del pobre diablo pasó al lila y de allí al carmesí, componiendo una insólita remembranza de lo acontecido en el planeta de los hermafroditas gordos (historia que se narró en otro cuento de esta serie; no sean vagos y léanla completa; no puedo estar repitiendo una y otra vez los mismos hechos).
Gilda cantaba los últimos acordes de su parto cuando Lauría, montado en unos rollers que había conseguido a precio de escándalo en un cambalache del Necrosario, llegó junto a ella. Rodrigo también cantaba, aunque sin los equipos de sonido y el acompañamiento correspondiente sonaba como una puerta con los goznes llenos de herrumbre, cuando la sacude el Pampero, a las tres de la mañana, en el medio del campo.
—¿Qué tal? —dijo Lauría tratando de hacerse el simpático—. ¿Cómo va la parición? Seguro que va a parir un guachito lindo.
—¿Usted quién es? —dijo Rodrigo, quien para hacerlo había tenido que dejar de cantar.
—Doctor Lauría, obstetra. Aquí tiene mi tarjeta.
—¿Universidad de San Herma, planeta Carmesí? Nunca la oí nombrar. 
—Usted ignora tantas cosas —dijo Lauría apoyando la mano en el hombro del cantante y bajando la cabeza consternado— que si yo empezara a enseñárselas ahora este cuento se convertiría en una saga como las de Frank Herbert.
—Ya desesperábamos —dijo Gilda en pleno jadeo—; nos pareció que en este lugar no había médicos.
—¡Por favor! Esto es más que el primer mundo, es el intermundo. Yo soy obstetra y mi colega Becerra es proctólogo.
—Ultramundo —corrigió Gilda entre jadeos.
—Es casi lo mismo: ultramundo, inframundo, seudomundo. ¿Se cree que no leí las obras completas del gran filósofo cuántico Samael Aun Weor?
—¡En serio! —Rodrigo estaba encantado—. Travolta y Cruise están por renunciar a la basura diabética y se afiliarán a nuestra secta.
—¿Diabética? —Becerra buscó perplejo la explicación de Lauría, pero vio que este le hacía la seña correspondiente a “no lo corrija para evitar que quede en evidencia la ignorancia del sujeto”, y se quedó en el molde.
—¿Pueden apurarse? —jadeó Gilda.
—Tiene razón —dijo Lauría hurgándose la nariz con una uña larga y sucia—. Aunque si lo pensamos en profundidad, esta criatura debe ser Jesucristo en su segunda venida. ¿Qué otra cosa puede nacer en este sitio?
—¿Le parece? —Rodrigo estaba encantado con la nueva idea. Todo le encantaba, a Rodrigo.
—No me parece —dijo Lauría—. Estoy absolutamente persuadido. Y si es Jesucristo no hay necesidad de inmiscuirse en el parto, convirtiendo algo sagrado en banal.
—¿Está seguro, Lauría? —susurró Becerra. No quería, una vez más, ser víctima de un despropósito pergeñado por su amigo.
—Tan seguro que le voy anunciando que esos tres que vienen trotando son los otros tantos reyes magos.
—Buenas —dijo el primero de los reyes magos, que se parecía sospechosamente a John Lennon—. Venimos a entregar un pedido de albahaca, cedrón, tomillo y laurel.
—Y también mirra, oro e incienso —agregó el segundo rey mago que se parecía demasiado a Freddy Mercury.
—¡Ustedes, ustedes…! —Mirto el Grande, campeón de los cholulos, no podía creer lo que sus ojos le informaban. Y menos, cuando constató que el tercer rey mago era Elvis Presley.
—Lauría —murmuró Becerra hablando por una raja de la comisura.
—¿Qué, Becerra?
—Me parece que una vez más va a ser necesario el Deus ex machina para arreglar la trama porque esto se fue irremediablemente al carajo.
—No lo crea. El autor aparecerá como en casi todos los otros cuentos de la serie y arreglará la trama con uno de esos golpes maestros a los que nos tiene acostumbrados.
—¿Qué le estaba diciendo?
—No lo sé, Becerra, no lo sé. No presto atención cuando usted habla porque no dice más que estupideces.
—Listo —dijo Gilda alzando al crío. Era muy lindo. Tenía ojos celestes y aspecto de Niño Dios de Pesebre Navideño.
—Parece como si tuviera cinco o seis años, ¿no? —Becerra extendió el dedo para hacerle “ajó” y recibió una dentellada que le arrancó la falangeta.  Y en ese mismo momento, mientras el mutilado trataba de contener la sangre que brotaba a chorros del muñón, el cielo se abrió en dos como el mar Rojo y se descolgó una plataforma sostenida por ocho recias cuerdas. Sobre la plataforma, vestida de túnica dorada con un gran escote, estaba Tetas, y yo a su lado. Considerando que casi no habíamos ensayado, la performance nos estaba saliendo bastante bien.
—¡Deus ex machina! ¡Deus ex machina! —corearon los acólitos de la nueva religión.
—¿Le dije o no le dije que nos iba a madrugar? —Lauría contempló a Becerra con expresión asesina y estiró la mano para estrangular a su amigo.
—¡No me dijo! —Pero esta vez Becerra estaba preparado, y sobreponiéndose al dolor, extrajo de un bolso el AK-47 que le había comprado a la escribana Henríquez Rico por monedas. Sin vacilar, disparó una andanada de confites que cortaron por el medio a Lauría.
—¡Este es peor que el otro! —se espantó Mirto.
—Amaos los unos a los otros —dijo el Niño.
—¡Ya sé quién armó este berenjenal! ¡Es uno que yo conozco! —exclamó Lauría que no tenía la menor intención de morirse de nuevo, aunque estuviera cortado al medio, y mucho menos delante de una multitud de simpáticos lectores como ustedes. (Sí, usted, lector; y no tome este elogio como un gesto demagógico). 
—¿Quién es? —dijo Becerra, que una vez más entraba por el ojo de la aguja igual que el falso camello de las Escrituras.
—No se merece que se la haga fácil, después del acto aberrante que acaba de perpetrar.
—Fue sin querer —musitó Becerra, a quien la satisfacción le había hecho crecer una nueva falangeta—. Y de todos modos usted me provocó.
—¿Qué le hizo a Lauría, Becerra? —exclamó Tetas que por fin había podido bajar de la plataforma y poner los pies en tierra.
—Lo corté en dos usando la AK-47 que le compré a su amiga por unas pocas monedas.
—¡Treinta dineros, siempre treinta dineros! —Tetas alzó los brazos y se mesó los cabellos realizando un movimiento tal que la túnica —que más bien era un batón— se abrió por completo, dejando al descubierto sus orondos atributos de vestal new age.
—Ps, usted.
—¿Yo? —dije.
—Sí, usted; acérquese. Como su preclara inteligencia habrá cogitado, yo no puedo moverme.
—¿Qué?
—¿No se le fue la mano? —susurró Lauría.
—No me parece. Está lindo.
—¿Y le va a dejar este título de mierda?
—¿Por qué no? “Testamento apócrifo” es peor.
—Mire: no voy a discutir con usted. Pero más vale que arregle este desastre porque si no se va a tener que buscar otro personaje. No puedo seguir adelante dividido en dos mitades.
—Es cierto —admití—. Tengo que arreglar esto. Pero ahora no se me ocurre cómo. Vamos a hacer lo siguiente. Usted se queda en el Necrosario con Mirto y los chicos estos que cantan tan lindo, y tanto Tetas como Becerra y un servidor nos montamos en la alfombra mágica, que no es otra cosa que un nuevo modelo de máquina del tiempo, y nos vamos a dar una vuelta por la segunda mitad del siglo XXI. El pobre Becerra ha viajado tan poco…
—¡Espere! No me puede dejar así. Es una crueldad.
Me planté frente a las dos mitades de Lauría con los brazos en jarras y moví la cabeza de arriba abajo varias veces. —Justo usted.
—El príncipe Vladimir del Kievan Rhus se redimió de una vida entera de lujuria, promiscuidad y concupiscencia y hasta lo santificaron.
—¿Y eso, a qué viene?
—Lo leí esta mañana y me pareció que calzaba bien. ¿A usted no le parece?
—No.
—Déjeme algo de comer, por lo menos.
Compré cinco kilos de pan de centeno, lo corté en rebanadas finas, lo unté con manteca, le puse sal y se lo dejé al alcance de la mano. También le dejé hilo de coser y agujas. Seguro que iba a hacer una chapuza, pero no era asunto mío.
Mientras mi máquina del tiempo se alejaba rumbo a 2069, alcanzamos a oír a los chicos que atacaban con el tercer acto de Lohengrin. Alguna vez, la más fea del baile le tenía que tocar a Lauría.

martes, 3 de febrero de 2009

TESTAMENTO APOCRIFO - Sergio Gaut vel Hartman

¿Les dije que soy el viajero temporal que se menciona en otros cuentos de esta serie? Ese, el propietario del tentáculo neural que sirve para capturar material digitalizado si se utiliza vinculado a un wub electrónico de un terabyte, el que le obsequié a Becerra cuando estuve de paso por los primeros años del nuevo milenio. Ahora, otra vez en 2047, creo que ha llegado el momento de narrar las peripecias que me vi obligado a protagonizar junto esos dos... sujetos. Sí, esos: Becerra y Lauría. Sólo les ruego que no pidan demasiada sensatez en lo que van a leer.

—Dígame una cosa, Becerra —profirió Lauría—. La vez pasada me robó los archivos de Carlos Caganovelas usando el tentáculo neural que se utiliza vinculado a un wub electrónico de un terabyte. —Estaban encerrados en una habitación del Yorkshire Palace Hotel por razones que se develarán más adelante.
—No sé de qué me habla —dijo Becerra con un parpadeo de ámbar en la penumbra. Usaba maquillaje fosforescente.
—Sí sabe —ronroneó Lauría—. Ese wub que se usa para capturar material digitalizado, el que le obsequió el viajero del tiempo.
Becerra sonrió como sonríen las matronas cuando se elogia el peso de sus retoños. También tenía los labios pintados con lápiz labial fluorescente. —¿Hice eso?
—No empecemos de nuevo. Lo hizo. ¿Lo tiene?
—Un tema nimio. ¿Qué prefiere, que lo tenga o que no lo tenga? Elija usted.
—No se haga el gracioso. Preferiría que no lo tenga. Porque si lo tiene llegaré fácilmente a la conclusión de que es una herramienta que no puede quedar en manos de una persona imprudente y precipitada como usted. Y eso me produciría una profunda desazón.
—Me da risa lo que dice, pero sí, lo tengo —dijo Becerra, imprudente, desafiando a Lauría.
Y señalo que la respuesta de Becerra fue imprudente (y repito deliberadamente el término por tercera vez) porque Lauría no esperó ni un segundo para abalanzarse sobre su amigo y destrozarle los dientes, operación para la que se valió de una manopla obtenida de un pandillero del Bronx llamado Tony Manzueta que supo conocer en el Congreso Mundial de Gamberros de Camberra. Luego lo arrojó al piso —a Becerra, no al pandillero— y lo zarandeó como cebada en un cedazo. Una vez que Becerra estuvo inconsciente, Lauría encendió la luz y usando un láser de corte fino le trepanó el cráneo y le sacó el wub electrónico de un terabyte alojado junto al cuerpo calloso y retiró el tentáculo de proximidad que se usa para capturar archivos.

Yo estaba, como ya dije, en mi tiempo, en 2047, discutiendo la efectividad de los enlaces de superposición de objetos macroscópicos con el majarashi Salomón Trucho de Fetuccini 85. Se llama así: Salomón Trucho; majarashi es un cargo o dignidad de liderazgo espiritual. Él me estaba diciendo que los salomónidos de su planeta natal experimentan un comportamiento cuántico al remontar los arroyos y no se engañan pensando que los objetos macroscópicos que aparecen ante ellos tienen una conducta normal y diferente, ya que —sostienen los salomónidos, con toda justicia— los arroyos de montaña no pueden ser otra cosa que el resultado del comportamiento coherente de sus constituyentes cuánticos así como ellos mismos, los salomónidos, no pueden esperar de la vida otra cosa que comportarse congruentemente con sus constituyentes cuánticos y dedicarse a remontar los arroyos, desovar y morir. Equilibrio.
Estaba a punto de refutarle esa postura señalando que los salomónidos siguen una pauta coherente y congruente con el medio con el que interactúan porque así han sido aleccionados en la cuna de cieno por majarashis como él, y que la pauta no ha sido elegida y decidida por ningún salomónido. También estaba a punto de decirle que la especie no goza del proceso de superposición y libertad del que devienen las demás especies superiores tras la apropiada y selectiva función de onda del proceso de decoherencia. Iba a agregar que su destino está estipulado con equidad ineluctable y extrema alevosía por los dogmas del culto salomónido que él lidera.
Fue justo en ese momento, cuando iba a decirle todo eso, que sonó la alarma. Me despedí apresuradamente del majarashi Trucho y presté atención a las luces del panel de control que marcaban disfunciones del Principio Antrópico y anomalías en el Orden Implicado cuarenta años en el pasado. Aún cuando eso hoy, en 2047, es un asunto controvertido, una pequeña porción del corpus científico —los pocos estudiosos agudos e inteligentes que comprenden de qué estamos hablando— ya han aceptado su rol histórico y admiten que veinte años no es nada, y febril la mirada, te busca y te nombra... Y cuarenta tampoco es nada, por cierto. 
Tomé nota en un Laplace de la posición de cada partícula implicada como compuesto de luz, pero sin perder de vista que antes y después toda luz es también un compuesto de energía virtual, habida cuenta de que proviene de la energía originada en el big-bang y continúa replicándose en el fenómeno de incesante creación de pares electrón-positrón. Me rasqué la cabeza con una uña larga y sucia que remata el dedo índice de mi mano derecha y seguí conjeturando. Siendo los fotones virtuales intermitentes, pues la luz real y sus productos particulares subatómicos y moleculares son igualmente intermitentes, cosa que por otro lado exige el Principio de Incertidumbre, todo el espacio tiempo es discontinuo e intermitente, toda la materia y energía mensurable y no mensurable es intermitente. Usted, que lee este cuento, y antes de eso yo, que lo escribo, somos intermitentes. El universo todo es una monstruosa fluctuación de energía virtual que a cada instante regresa a su estado de superposición súper coherente y emerge al espacio que ocupamos manteniendo toda su memoria y congruencia sin que el azar pueda cambiar nada. No hay sitio para el azar ni tampoco para la causalidad determinista. Pues todo está superpuesto y cada instante está decidido a continuar con su propósito a trancas y barrancas. Pero ese propósito de continuidad evoluciona resonando en congruencia con sus planteamientos iniciales, de modo que las leyes permanecen incólumes y las estadísticas permiten hacer predicciones y viajar por el tiempo. ¿Capisce?
Eso sólo podía significar una cosa: que en alguno de los múltiples universos Lauría y Becerra estaban haciendo una vez más de las suyas. No en el universo del cuento anterior de esta serie (donde Lauría y Becerra —recuerde, lector, no se distraiga— habían quedado, por decirlo de un modo sencillo, congelados), sino en otro de los infinitos universos que un escritor puede inventar... y a la hora de inventar a mí no me tiembla la mano.
No tardé en llegar al pasado adecuado más de lo que se demora en leer el párrafo precedente. 
—¡Becerra!
Vi toda la escena de la trepanación con un nudo en la garganta, pero desistí de hacer la pertinente corrección y viajar al momento en que Becerra pronunciaba su fatal e imprudente “pero lo tengo”. Hubiera sido muy arriesgado forzar la intermitencia discontinua y provocar la fluctuación de la energía virtual que a cada instante regresa a su estado superpuesto y súper coherente.
Así que me materialicé en el momento preciso en que Lauría, con la lengua fuera de la boca, observaba el wub electrónico de un terabyte sosteniéndolo entre dos dedos a veinte centímetros de sus ojos. Para el que no conoce las sutilezas de la Física Supercoherente y el Principo de Libertad en la que toda partícula subatómica es un nodo virtual, y toda la materia se disuelve en el no-espacio como una duda fantasiosa, mis explicaciones acerca del funcionamiento del wub serían sumamente arduas de seguir, por lo que me limitaré a decir que lo que Lauría sostenía entre los dedos era un cubo de grafito de dos centímetros de lado. ¿Prestaron atención? Entonces pidan que se la devuelvan; la atención es como los libros: no se debe prestar, nunca. Y no se distraigan.
—¿Usted quién es? —dijo Lauría. Estaba comiendo aceitunas griegas y arrojaba los huesos en el cuenco formado por la tapa del cráneo de Becerra.
Tardé un momento en comprender que Lauría no se estaba haciendo el tonto; yo nunca había estado en ese universo. Un Lauría, un Becerra y una Tetas intactos (es un decir) sólo me conocían por el asunto del wub electrónico. —Soy el viajero del tiempo —repliqué—. Vengo a recuperar el wub electrónico de un terabyte que le presté a Becerra.
—¡No me diga! —exclamó Lauría—. ¿Puedo ver el título de propiedad del famoso wub, por favor?
Me desubicó. De todas las variantes posibles esa era la única que no había considerado.
—En mi época no se estila —dije para salir del paso. 
—Muy astuto, pero insuficiente para doblegar a Lauría. No se imagina a los nenes que puse de espaldas... por no alardear de los que terminaron con el culo roto.
—Conozco su prontuario, Lauría, y su vocabulario también. Todos los registros del universo están saturados con las hazañas que perpetró a lo largo y ancho de su vida y a través de toda la Eternidad. ¿Me permite una sugerencia?
—Con todo gusto.
—¿Puede dejar de usar la tapa de los sesos de Becerra como aceitunero?
—¿Lo dice usted, que usa la máquina del tiempo para fruslerías y fatuidades como ésta? ¿Tiene la desfachatez de reducir la vida y la consciencia al puro materialismo mensurable, obviando sin vergüenza la existencia del Universo Holista?
Me replegué sobre mí mismo, totalmente abrumado por el discurso de Lauría. —¿Podría explicarme de qué está hablando?
—El Universo Holista —respondió Lauría sin vacilar— está representado por la composición virtual-holista y apuntalado por la psicodelia de la materia, que es la responsable del Orden Implicado, de los estados cuánticos de entrelazamiento y superposición que rigen coherente y libremente el universo microscópico y macroscópico.
—Mire, Lauría: no me venga a dar lecciones de Física Cuántica Demente, que para eso lo tengo a Salomón. Mi máquina del tiempo funciona, el wub electrónico funciona, y usted acaba de trepanar el cráneo de Becerra, lo que es un delito en todos los lugares y dimensiones del universo. No me trate de enredar con esa obsoleta verborrea paulina.
—Usted se niega a ver las inadmisibles falacias de la pretendida inteligencia o sabiduría que postula —dijo Lauría muy suelto de cuerpo—. Por muchos milagros tecnológicos que produzca con sus cachivaches, lo suyo es pura ceguera. La iluminación reduccionista del científico es tan mecánica y falaz como lo es la iluminación del místico lograda por los ejercicios y prácticas de respiración, mantras y meditación que son tan fútiles, mecánicas y materialistas como las que inducen las sustancias psicodélicas... 
Me dejó con la boca abierta. ¿Cómo sabía que yo...? Pero por fortuna (o por desgracia, la superposición no me permite ponderar la diferencia) un evento inesperado rompió por completo la estasis e irrumpió con la fuerza de un bólido electrostático suprarenatal o, lo que es casi lo mismo, con la prepotencia esencial de un fenómeno sexual.
—¡Tetas! —exclamó Lauría al ver que la inquietante mujer se aproximaba a nosotros. Balanceaba su par colosal como lo haría el producto de la cruza entre Hanzy von Reutemann, la heroína de la séptima King Kong y el transexual Paul María Goigoinin, rey del concurso universal “Glándulas mamarias” 2046.
—¿Tetas? —Mi sana perplejidad era directamente proporcional a la erección que me había producido la mera visión de los globos, e inversamente proporcional a la certeza de que Tetas, mi  Tetas, debía estar en casa, preparando un solomillo al champiñón. Pero eso, les recuerdo, por si están distraídos, ocurre en otro continuo.
—Se llama Tetas —dijo Lauría, ofendidísimo—. ¿Quiere que la llame Isabel Sarli o Cicciolina? Por mí no hay problema, pero va a ser poco creíble allí donde vaya.
—Pedazo de animal —dijo Tetas con las manos en las caderas, apuntando con la barbilla a Lauría y balanceando el culo—. ¿Se puede saber qué le hizo al pobre Becerra?
—Sí —dijo Lauría, muy suelto de cuerpo—. Le trepané el cráneo para sacarle el wub electrónico de un terabyte que sirve para robar textos digitalizados. ¿Te gustan las aceitunas griegas? —Encadenando el dicho al hecho sacó del bolsillo un puñado de ovoides negros y arrugados y se los ofreció a Tetas.  
—No quiero aceitunas —dijo la mujer de mal talante—. Quiero que le vuelva a poner la tapa de los sesos en su sitio a mi novio.
—¿Su qué? —No pude evitar la exclamación. Me había vuelto a olvidar que en este continuo no se habían producido los acontecimientos que se narraron en un cuento anterior de esta serie. A pesar de todo sentí que una oleada de vitriólicos celos me quemaba por dentro.
—¿Y éste quién es?
Lauría me miró de arriba abajo. —No dijo su nombre. Un viajero del tiempo que reclama el wub que Becerra me obsequió antes de morir, ¡pobre Becerra! Estaba en la flor de la edad.
Dije mi nombre. No lo entendieron. Mi nombre es una cifra de noventa y tres dígitos. Las costumbres cambian mucho en cuarenta años.
—Le exijo que restituya la tapa de los sesos a su lugar de inmediato —dijo Tetas con energía—. No me importan los gubs ni los glubs, ni las aceitunas griegas. —Tetas se pasó el dorso de la mano por los ojos y la retiró empapada; sus lágrimas tenían el tamaño de limones brasileños.
—¿Sabe hacerlo? —pregunté. Soy algo ingenuo.
—¿Que si sé? ¿Quién se piensa que soy? —Lauría frotó un trozo de plástico (una regla milimetrada) sobre la seca superficie de la tela de la manga de su camisa y casi de inmediato pude observar cómo las fuerzas de origen eléctrico generaban cargas electrostáticas entre los espacios atómicos y provocaban huecos tan grandes que un objeto sólido del tamaño y la forma de un cauterizador láser pudiera operar entre ellos.
—¿Qué es eso? —preguntó Tetas.
—Un cauterizador láser —respondió Lauría con la mayor convicción.
—¿De dónde salió? —dije yo. Estaba estupefacto.
—De los huecos virtuales provocados por las cargas electrostáticas que actúan entre los espacios atómicos cuando froto una regla milimetrada de plástico sobre la manga de mi camisa. —Me dio la impresión que Lauría me respondía irónicamente, como si no me tomara del todo en serio. Pero en ese momento reaccionó Becerra, se puso de pie y extendió un dedo admonitorio sobre Lauría. Parecía Yavhé reprendiendo a Abraham.
—¡Devuélvame mi wub! —Y lo dijo antes de verme y reconocerme como el legítimo dueño del artefacto.
—¡Querido mío! —dijo Tetas abrazándolo.
Becerra olvidó rápidamente su interés por el wub y siguió sin verme. Las palpitantes glándulas mamarias de Tetas que, huelga decirlo, se comportaban como un circuito de potencia en el seno de un campo magnético débil, creado al pasar una corriente por un solenoide, dotaban a la escena de un aura casi surreal, superreal, a todos los efectos, mística.
—¿Satisfechos? —dijo Lauría, por una vez en su vida contrariado hasta las lágrimas.
Sin hablar tomé el wub de la mano de Lauría, que no se resistió, y lo coloqué en un lugar matemáticamente establecido por los estados de superposición que regulan la dinámica del espacio virtual, los entrelazamientos cuánticos y todas las discontinuidades en la energía mensurable.
Lo que ocurrió entonces no puede ni debe atribuirse a una falla en la configuración del universo o a un desperfecto del Laplace. Casi me atrevería a decir que, por una vez en la Historia, la culpa no fue de Lauría.
Mientras Becerra y Tetas se prodigaban caricias en el diván y Lauría rumiaba su fracaso en un rincón, ponderando la posibilidad de suicidarse, del otro lado de la puerta de la habitación 947 del Yorkshire Palace Hotel sonó la potente voz de la escribana Henríquez Rico. La escribana había regresado de Suiza y se disponía a vengar el asesinato de su perrito Luismi, hace cuatro o cinco cuentos.
—¡Salgan con las manos en alto para que pueda liquidarlos, fanáticos cinofóbicos!
La escribana Henríquez Rico portaba un AK-47 que le había comprado al diseñador de armas Mikhail Kalashnikov en persona y aprendió a usarlo tomando lecciones con el campeón olímpico de tiro, el chino Yang Ling. Tras regresar de Suiza, donde había permanecido depositada en el Zuerst Nationale Bank von Schwyz Waldstätte, la escribana sólo tenía un objetivo: matar a Lauría y a Becerra.
—¿Quién es esa loca gritona? —exclamó Tetas librándose de Becerra con un movimiento tan brusco que el pobre quedó boqueando en el aire, como una merluza recién pescada. 
—¡Estamos perdidos! —exclamó Lauría trepándose a un sillón. Aún blandía el cauterizador láser pero descreía de la posibilidad de que las circunstancias le permitieran elegir libremente entre vivir y perecer. La escribana Henríquez Rico era un adversario temible, y furiosa ni se imaginan.
Una ráfaga del famoso fusil de asalto ruso dejó en claro lo poco importantes que son los principios que rigen las leyes que dieron origen al Universo si alguien no se pone a cubierto a tiempo de otro alguien que dispara con una AK-47. Lauría abandonó toda su pose de resistente y se arrojó debajo de un sillón. Noté que le sobresalía el culo, pero no me pareció adecuado decírselo en frío, sin anestesiarlo primero. Se hubiera muerto de vergüenza y en todo caso para él habría sido preferible morir acribillado por los proyectiles de la AK-47.
—¡Yo le voy a dar a esa bruja! —exclamó Tetas y desafiando al azar (y a las balas de la Kalashnikov) avanzó hacia la puerta y la abrió de un tirón.
—¡María del Carmen! —chilló la escribana Henríquez Rico cuando vio a Tetas.
—¡María Pía! —bramó Tetas cuando vio a la escribana Henríquez Rico.
—¿Ustedes se conocen? —dijo Lauría saltando como un panqueque de la protección del sillón al pasillo.
—¡Mi amor! —dijo la escribana besando a Tetas de un modo que sugería algo más que cariño fraternal.
—¡Querida mía! —dijo Tetas apoyando las ídem sobre las mejillas y la boca de la escribana que, en proporción, era bastante menuda—. ¿Qué te trae por aquí?
—He venido a matar a Becerra y a Lauría —dijo la escribana con los ojos llenos de lágrimas—. Esos dos bastardos sólo merecen ser despellejados.
—No lo hagas —dijo Tetas—. He recorrido países enteros como peregrina, mendigando mendrugos de pan, como la más austera de las eremitas, llevando tan sólo en mis bolsillos las recetas alquímicas y en mi cuerpo los símbolos de sensualidad que más tarde se convertirían en los tratados de sexología trascendental que ya se enseñan en los colegios de Shan-teu, Tebesa y Tikal.
Me pareció de pésimo gusto tratar de averiguar a qué lugares se refería Tetas. En mi tiempo sólo existen tres grandes ciudades que cubren toda la superficie del planeta Tierra: Megayork, Mosmoskuku y Tumorkin...
—Me mentiste. Me engañaste —sollozó la escribana bajando la AK-47—. Me juraste amor para siempre y no lo cumpliste. Me engañaste. Me mentiste. Yo pensé que aún me querías y todo fue fantasía.
—Vivías en Suiza —se disculpó Tetas pellizcándose los pezones. La cantilena de la escribana la erotizaba de un modo feroz.
Cerré los oídos a los mutuos reproches (que amenazaban con prolongarse a lo ancho de la madrugada) y me concentré en el pobre Becerra, que a la sazón estaba alcanzando el punto cuántico de desintegración del ego. Me alarmé, porque jamás lo había visto así, en ningún continuo, ni siquiera cuando me llevé a Tetas al futuro. Por lo general necesitamos que los agregados psíquicos desaparezcan totalmente para liberarnos del error y del dolor. Pero a Becerra, un animal intelectual por donde se lo mire, lo único que le quedaba era la esencia, el material psíquico, que no es otra cosa que una mínima fracción del alma.
—Me parece que éste revienta —dijo Lauría sacudiendo una mano de un modo muy gráfico. Huelga decir que Lauría es mucho más directo que yo a la hora de apreciar los estados emocionales de sus semejantes y diferentes—. ¿Se le ocurre algún método para salvarlo?
Lo miré inexpresivamente mientras resolvía la ecuación. Como un rayo en medio de la tempestad, tronando en el intestino de los siglos, el más profundo hermetismo práctico señalaba en una sola dirección: hacia arriba.
Pero nadie llegó de arriba, claro. Ninguna de las insondables doctrinas metafísicas orientales y occidentales nos preparó para el siguiente movimiento de las piezas negras.
—¿Qué es esto? —exclamó Tetas abrazándose a la escribana Henríquez Rico.
Eso era un nuevo e irrefutable mensaje, contenedor de los más exaltados secretos del Cosmos y de las moradas enigmáticas de los hijos del fuego. Sí, Troll Tanaem Hau Xeos, el Adverbio Satánico, según la tradición lambdalística fetuccínica, y Brazo Armado de Dios, según la ortodoxia de los textos salomónidos, había llegado a la habitación 947 del Yorkshire Palace Hotel para rectificar las desviaciones de la existencia holística, volver a inflar las esferas de los Meones y disolver la cristalización de la materia.
—¿Qué ha pasado aquí, mecachendié? —Troll Tanaem Hau Xeos, Adverbio Satánico y Brazo Armado de Dios, era imponente... desde la perspectiva de un escarabajo. Medía exactamente catorce centímetros, pero aún esperaba crecer otros tres.
—No se le ocurra pisarlo como hizo con Erihs’kroihs en el otro cuento —susurró Becerra, adelantándose por una vez a una idea de Lauría.
—¡Padrecito Santo! —exclamó Tetas, que había conocido a Troll en un cuento que todavía no escribí.
—He venido a enmendar la degeneración que trae aparejada la ignorancia y el estigma fatal de la vacuidad anímica y física —dijo el Troll—, mecachendié. 
—¿Quién es este... engendro repugnante? —dijo la escribana amartillando la AK-47—. ¿Quién o qué es lo que se oculta en ese cuerpo de lagartija de pozo ciego?
—Es Troll Tanaem Hau Xeos —musitó Tetas—, Adverbio Satánico y Brazo Armado de Dios; ha venido hasta nosotros utilizando los pasillos híperdimensionales que erizan el carrusel de octavas refinadas sobre el que se asienta el lugar matemáticamente acordado que da sentido lógico a lo creado.
—¿Y eso qué es? —dijo Becerra juntando los dedos.
—El Universo —le respondí.
—¿Y no podía decir el universo en lugar de toda esa cháchara? —insistió Becerra.
—Sí, podía, pero no quiso. Él es el Adverbio...
—Sí, ya lo dijo. —Becerra se parecía cada vez más a Lauría, a pesar de que uno tenía el cráneo trepanado y el otro no.
—Entonces voy a labrar un acta —dijo, autoritaria, la escribana Henríquez Rico—. Voy a hacer constar que comparecen un renacuajo que dice llamarse Troltana Emhaux Eeos, Adversario de Dios y Brazo Armado del Diablo. ¿Me permite su documento para constatar los datos, señor?
—No los traje, mecachendié —dijo Troll Etcétera. Estaba verdaderamente consternado; se palpó los bolsillos de la túnica varias veces, y ante la inefable expresión de perplejidad que le arrasaba el rostro me vi obligado a intervenir.
—Doy fe por él. Es el auténtico Troll Etcétera, mecachendié. —Lamenté de inmediato haber pronunciado el latiguillo fatal y aunque me tapé la boca el mal estaba hecho.
—¿Y usted quién es? —dijo la escribana.
—Soy un viajero del tiempo. He venido de 2047 para recuperar mi wub.
—Su nombre, no perdamos el tiempo.
582048387340637849502385066044504504591204503845093403408304023589405403840529405393938670249 no es la clase de nombre que hace las delicias de las escribanas. Decidí ocultarlo.
—Cincocho Doscero —dije, para salir el paso.
—¿El documento? —dijo la escribana, imperturbable; por lo visto se había topado con cosas peores.
—No traje.
—¿Viaja por el tiempo sin documentos de identidad? ¿Usted está loco?
—Mire, doctora. —Elevar el rango de la gente que se cree importante siempre da resultado—. Vamos a negociar algo. Yo viajo al momento inmediatamente anterior a la patada de Lauría, aquí presente. Evitamos que Luismi abandone sus excrementos en el umbral de la puerta del mencionado y eludimos toda la línea temporal que nos ha depositado en este momento y lugar.
—¿Puede hacerse? —La escribana estaba atónita. —¿Mi Luismi puede resucitar, como Lázaro de Betania, como el mismísimo Jesucristo?
—Espere —dijo Troll—. Mecachendié.
—Deténgase —dijo Lauría—. No lo haga.
—¿Está loco? —dijo Becerra
—No entiendo —dijo Tetas.
—¡Ni se le ocurra! —exclamó Lauría—. No se puede fundar una religión tomando al perro de mierda como Redentor y Mesías.
—¿Alguien dijo que fundaría una religión? —Ahora el perplejo era yo.
—Estas brujas siempre terminan fundando religiones, con perros o gatos o lo que tengan a mano. —Lauría se mordió el bigote; me parece que estaba a punto de perder el control de su discurso.
Y como ya se estarán imaginando, queridos lectores, el asunto resbalaba de mis manos como jabón de glicerina monoclonada. Dadas ciertas circunstancias no queda otra solución que formatear el disco...
Saqué el C.U.L.O (Comunicador Universal Línea Omni) que me permitiría ponerme en contacto con el Reverendo Padre Jarsha Kochinos, conocedor por experiencia directa de los ritos que tienen como objetivo rejuvenecernos, despertar los sentidos internos, curar cualquier enfermedad y resucitar a los muertos.
—¿Jarsha?
—Hijo —dijo el Reverendo. Me había reconocido de un modo fulminante—. ¿Qué necesitas de mí? ¿Rejuvenecer? ¿Despertar los sentidos internos? ¿Curarte una enfermedad? ¿Resucitar a un muerto?
—Resucitar a un muerto, Reverendo Padre.
—Ya. El perrito de la escribana Enríquez Rico.
Lo único que jamás se le dice al RP es “¿cómo lo supo?”, y esta vez no sería la excepción. Le di las coordenadas vitales de Luismi, obtenidas por mi sonda autónoma de desplazamiento cuántico coherente en el instante previo a la patada de Lauría que descalabró al pichicho.
—¿Se puede saber qué hace, mecachendié? —Troll no estaba pasando por su mejor momento. Es posible que la interacción de tantos poderes psíquicos notables estuviera afectando su estado de superposición cuántico, pero yo tenía bastante con Jarsha. Moví una mano para que no me interrumpiera.
—¿Resucitará a mi Luismi? —La escribana, tal como le había ocurrido inmediatamente después del patadón que Lauría le propinara al Yorkshire (al perro, no al hotel), se rasguñó las mejillas y se orinó, presa de un comprensible ataque de histeria; también perdió la voz, aunque me inclino a pensar que en este caso fue objeto de un hurto por parte de Lauría, muy dado a birlar trusas en la sección “damas” de las tiendas y voces en los teatros líricos. Coleccionismo, que le dicen.
Una serie de ladridos agudos, la clase de sonido que alteraba los sensibles nervios de Lauría, fue seguido por un rumor borboteante y repetido, consecuencia del precipitado paso de los desechos tanto tiempo reprimidos en los intestinos de Luismi.
—¡Es intolerable! —exclamó Lauría. Pero la escribana María Pía Henríquez Rico estaba en el séptimo cielo. No le importó que su mascota no hubiera terminado de hacer sus necesidades y lo abrazó y besó con una fruición digna de un propósito más substancial.
—¡Qué asquerosa! —censuró Becerra.
—Eso y decir nada es lo mismo —bramó Lauría.
—Es el momento oportuno —dijo enigmáticamente Becerra. Tomó a Lauría del brazo y lo alejó del centro del escenario. Cuando estuvieron en un rincón apartado, a salvo incluso de las omniscientes facultades de todos aquellos seres cuasi-celestiales, habló al oído de su amigo y adversario sentimental—. ¿Se dio cuenta?
—¿De qué?
—De que el cuento se alargó más de la cuenta y que el autor no sabe cómo terminarlo.
—Sí, me di. ¿Y qué? Me estoy divirtiendo más que nunca.
—Y de las incongruencias, ¿se dio cuenta?
—Eso no —dijo Lauría—. Todo lo que ha pasado hasta ahora me parece muy congruente; inverosímil, sea, pero no más que eso.
—No mas que eso —refunfuñó Becerra—. ¿Ya se olvidó que al final del aguacero...?
—¿Qué aguacero?
—El aguacero; no se haga el gracioso.
—Ah, ese aguacero... 
—Menos mal —prosiguió Becerra—. El viajero del tiempo tocó un botón del Laplace y lo programó en fase de cristalización taquiónica. ¿Se acuerda ahora?
—Sí. Quedamos objetivamente paralizados al instante, aunque en rigor a la verdad el Laplace sólo puede reducir la velocidad de los electrones en un millonésimo. Es suficiente para que los afectados parezcan los personajes de “El milagro secreto” de Borges.
—¿Se acuerda de que el viajero del tiempo se la llevó a Tetas a un sitio en el que no llueve y siempre brilla el sol?
—Me acuerdo. —Lauría sabía perfectamente hacia donde se dirigía Becerra.
—¿Cuándo la trajo de vuelta?
—Nunca. ¿Y eso que tiene que ver? Esto es una ficción; no veo por qué debe atenerse a las reglas de la realidad.
—¡Usted también, Lauría, mecachendié! —El rostro de Becerra se arrebató.
—Tetas asumió la nueva situación con total naturalidad. Ni siquiera preguntó si usted volvería a ser medianamente normal alguna vez. 
—Pagó una fortuna para que conservaran la habitación 947 tal cual estaba en ese momento. Mover un cuerpo afectado por un campo de desaceleración taquiónica puede ser fatal.
—Es verdad —dije apareciendo una vez más en el momento menos oportuno para ellos, pero el momento justo para mí. Desplegué la máquina del tiempo, que en máxima expansión no es más grande que una cabina telefónica, e invité cortesmente a Lauría y Becerra a viajar al futuro.
—¿Y Tetas? —dijo Becerra consternado.
—Esta vez Tetas no viene. Digamos que será una juerga de muchachones. —Lancé una risotada para ganarme la confianza de los dos imbéciles.
Ellos también risotaron. Nos abrazamos apretadamente y salimos disparados hacia el futuro antes de que la turba de santones y lesbianas se diera por enterada.
Pasamos 2047 de largo, por supuesto. Y aquí estamos, en 2074, listos para disfrutar como locos.
—¿Se puede? —Dios entró cerrando el paraguas y sacudiéndose como un perro lanudo.
—¡Claro! —Lauría pegó una palmada sobre la mesa y las botellas se fueron al suelo. El sonido de vidrio roto auguró una velada memorable. Pero eso es otro cuento.

lunes, 26 de enero de 2009

FRUTILLAS - Sergio Gaut vel Hartman

Lauría observó a Becerra con ojo crítico. —¿Qué le ocurre, Becerra?
—Nada. ¿Por qué me mira así?
—¿Así, cómo?
—Con ojo crítico.
—Ah, eso. Le compré el ojo a un viejo periodista jubilado; lo pagué barato porque ya casi no lo usaba. ¿Qué le pasa?
—Estoy consternado.
—¿Otra vez las frutillas?
—Otra vez.
—¿No las pudieron terminar de comer?
—¿Cómo se le ocurre?
—Sólo eran catorce kilos, Becerra. Usted hace una tormenta en una palangana.
—¿Le parece? Nos comimos once kilos y medio. Tetas desarrolló una fragarianitis aguda y yo me meto en las verdulerías a la salida del trabajo y trompeo a los verduleros, que no entienden la razón, claro.
Lauría se rascó el puente de la nariz con la uña larga y sucia del índice de la mano izquierda. —En qué lío los metió la chica. ¿No se le ocurrió que catorce kilos de frutillas era... mucho?
—Parece que en algún momento, tanto Tetas como yo dejamos caer que las frutillas nos gustaban... mucho.
—¿Y si le dicen que ya se las comieron?
—¿Usted se burla de mí, Lauría? ¿Cómo le podríamos hacer una cosa así? Ella nos obsequió las frutillas con tanto amor... Lo menos que podemos hacer es comerlas.
—Bueno, entonces cómanlas y no fastidie. —Lauría sacó un vaso de leche del bolsillo derecho del saco, un frasquito oscuro del bolsillo de la camisa, una caja con sobres de azúcar —que bien podrían haber sido de cocaína— del bolsillo trasero derecho del pantalón y una bombilla de plata labrada de una pequeña caja de palosanto que estaba en el interior de un bargueño veneciano del siglo XIII, seguramente producto del saqueo de Constantinopla de 1204.
—No podemos —dijo Becerra. 
—No puede qué.
—Comerlas. Están podridas.
—Ay, Becerra, ¿cómo van a estar podridas? ¿Cuánto hace que la chica llevó las frutillas a su casa?
—Una semana.
—¿No las tenía en la heladera?
—Sí, pero ella, inocentemente, las cortó por la mitad, y se pudrieron. Los últimos siete kilos los comimos estando casi podridas. 
—¿Con crema?
—Con crema.
Lauria miró al cielo y vio que una familia de arañas se mudaba en busca de un clima más favorable. Las arañas de la especie Crinum Asiaticum emigran en octubre.
—¿Sabe qué vamos a hacer, Becerra?
—No. Y preferiría no saberlo. Usted siempre me mete en líos. Nunca me salvo de sus excentricidades.
—Vamos a hacer mermelada —completó Lauria sin prestar atención a la protesta de Becerra.
—¿Con frutillas podridas?
—¿Haría mermelada de frutilla con frutillas verdes? ¿Qué clase de inmaduro es usted, que no sabe reconocer la madurez allí donde se manifiesta, y la confunde con senectud?
—¿Yo dije eso? —Becerra asistió consternado a los siguientes movimientos de Lauría quien, tras aderezar la leche con dos gotas extraídas del frasquito y agregarle el contenido de los dos últimos sobres de la caja, ubicó la bombilla de plata y sorbió el contenido con dos largas chupadas.
—Me da asco la nata —dijo Lauria—. Hace medio siglo que tomo la leche con bombilla. ¿Le parece mal?
—¡Qué me va a parecer mal! Me parece estupendo. —A Becerra lo aterraban las consecuencias de contradecir a Lauria y había aprendido a no hacerlo.
—Bien. Entonces procederemos a fabricar la mermelada de frutilla. ¡Tráigalas!
Becerra arrastró los pies hasta el frizer y sacó una fuente azul transparente a través de la cual se divisaba una gran masa de fruta roja. Al destapar el recipiente un olor nauseabundo emergió como si se tratara del genio de la lámpara de Aladin Ibn Saud al-Fatah al-Sadam y flotó por la sala, impregnando cada elefante de cristal, cada cairel, cada buda de terracota.
—¿Le parece que vale la pena? —insistió Becerra.
—Estoy resolviendo su problema, Becerra, no el mío, así que mejor cállese y déjeme pensar.
—No tengo azúcar —dijo Becerra—. En esta casa sólo usamos edulcorantes. Mi esposa... ya sabe cómo es... dice que está gorda, y yo no soy quien para contradecirla. La dieta es la dieta. Y Tetas es otra que...
—Eso es un contratiempo —dijo Lauría—. Pero no se preocupe; Lauría tiene un problema para cada solución. ¿Qué piensa Tetas de las manías nutricionísticas de su esposa?
—Mi novia no se habla con mi mujer y tampoco opina nada acerca de las manías nutricionísticas de María.
Becerra permaneció pensativo mientras Lauria hablaba por teléfono con una amiga a la que identificó como “la Coca”. Reflexionó acerca de la frase de Lauria según la cual él tenía un problema para cada solución; era cierto: gracias a Lauría había tenido problemas con los chinos, con un déspota de otra galaxia, con la escribana Henríquez Rico, con los académicos de la lengua, con los naturales y artificiales del planeta Banjanin y hasta con el mismísimo Dios Creador Todopoderoso, entre otros. Permaneció mudo y supo que todo saldría mal en cuanto Lauria cortó la comunicación.
—Ya mismo nos trae cinco kilos de azúcar.
—¿Así nomás? Nos va a salir más caro el flete que el azúcar.
—Y no lo diga dos veces. Prepare un cheque por mil doscientos pesos.
—¡Mil doscientos pesos por cinco kilos de azúcar! Diez pesos ya sería abusivo.
—Tenga en cuenta el día.
—Es domingo —consintió Becerra.
—¿Nada más?
—Primero de mayo, día de los Trabajadores.
—Exacto. ¿La hora?
—Cuatro de la madrugada.
—¿Se da cuenta de que usted pide imposibles? La Coca nos consiguió azúcar impalpable, lo único que había un domingo primero de mayo a esta hora. Es un poco más cara, no se lo voy a negar, pero de una pureza...
Becerra estuvo a punto de replicar, pero la campana de la puerta de calle, sonando como el Wellington de Beethoven, lo detuvo. —¿Cómo es posible...?
—Vaya, vaya a recoger el azúcar. ¿Lleva el cheque?
Becerra asintió, sin salir de su estupor y manoteó la libreta de cheques de una repisa. Regresó en dos minutos portando una bolsa de papel madera que debía pesar sus buenos cinco kilos.
—¿Cómo es posible que hayan traído...?
—Es lo que le pedimos, Becerra: cinco kilos de azúcar para hacer mermelada de frutillas.
—¿Cómo es posible que hayan traído el azúcar con tal premura? ¿Acaso acampan en la puerta de mi casa?
Lauria no contestó. Tomó el paquete con el azúcar, violó el precinto y volcó el contenido sobre las frutillas. Una docena de moscas quedaron sepultadas bajo el níveo alud. Fue particularmente significativa la nube de polvo que se elevó hacia el techo y flotó como una cuadrilla de fantasmas.
—¿Esto no debería hacerse sobre el fuego?
—¡Claro! —respondió Lauria. Tomó la fuente con las frutillas y el azúcar impalpable y la abrazó como si fuese su hijo más querido—. Necesitamos someter esto a la temperatura adecuada, no cualquier temperatura. ¡Sígame!
La nave espacial de Lauría estaba estacionada en el patio de la casa de Becerra. Las luces del alba se insinuaban por el este, cosa inaudita tratándose de un cuento de Lauría y Becerra, por lo que tenían el tiempo justo para partir, calentar la mermelada a fuego solar (también llamado fuego lento, como el tango de Salgán) y regresar.
Becerra no podía dejar de admirar la habilidad de Lauria para tener todo a punto en el momento justo, siempre. No sólo habían conseguido azúcar en la madrugada del domingo primero de mayo, sino que el tanque estaba lleno hasta las orejas con esa mezcla absurda de plutonio y escamas de nafta que el demente de su amigo utilizaba para activar el motor de plasma; podrían haber viajado ida y vuelta a Saturno sin necesidad de recargar.
—¿No servía el fuego de mi cocina?
—¿Está loco, Becerra? Esto es azúcar impalpable.
—Ah, es por eso.
Despegaron.
A medida que la nave se aproximaba al sol se hacía evidente que Lauría había acertado con las proporciones. El recipiente con las frutillas y el azúcar impalpable, ubicado en el morro del vehículo, había empezado a hervir apenas sobrepasaron la órbita de Venus. Lauría se puso el traje de caminatas espaciales y munido de un cucharón de diamante sintético (por razones obvias no hubiera servido uno de madera) salió al exterior para revolver la mezcla. Antes de abrir la escotilla le recomendó a Becerra:
—Usted mantenga el volante firme y no se desvíe de la ruta aunque vengan degollando. Si me llegare a ocurrir algo le encomiendo a mi esposa, a mis hijos y mis amantes. Deséeme suerte.
—Suerte —balbuceó Becerra, con los brazos rígidos sobre el volante de la nave, aunque sabía perfectamente que Lauría no tenía esposa ni hijos ni amantes.    
Observó la escena por el gran ventanal delantero del vehículo; era casi como ver televisión en pantalla gigante. Lauria arremetió contra la mermelada incandescente y la masa respondió de inmediato atacando a Lauria. O por lo menos eso le pareció a Becerra en el primer momento. Había algo confuso en lo que ocurría allí afuera y Becerra se había olvidado los anteojos sobre la repisa ya descripta en un párrafo anterior. Parpadeó varias veces para tratar de enfocar la vista y por fin pudo constatar que lo que había tomado por una lucha entre Lauría y la mermelada era un simple forcejeo entre Lauría y un ser de color y textura de mermelada de frutilla.
—¡Sáqueselo de encima! —gritó Becerra inútilmente; no había forma de comunicarse con el exterior de la nave sin contar con el equipo apropiado; y no habían traído el equipo apropiado, claro, aunque en descargo de Lauría y Becerra hay que consignar que habían salido a los apurones.
Afuera, entre las bandas radiactivas de von Neustadt y las emisiones de rayos épsilon originados en el cinturón de deshechos satelitales chino, Lauría se batía en defensa de la mermelada de frutilla. Por fortuna para el desarrollo de este cuento y otros que pienso escribir en el futuro con Lauría y Becerra como personajes, venció. El cuerpo ahusado del hermafrodita gordo del planeta Carmesí flotaba en la blanda falda del espacio territorial venusiano.  
—¡Qué molesto! —exclamó Lauría despojándose de su traje de exterior apenas puso un pie en el interior—. Los extraterrestres la tienen conmigo.
—Dejemos ese tema —dijo Becerra—. Ya sabe que por su culpa la Tierra tiene vedado el ingreso a la Comunidad Galáctica. ¿No tiene nada mejor que hacer que matar extraterrestres?
—Mejor cállese, Becerra. Todo este embrollo es consecuencia de su afición a la mermelada de frutilla. Yo no me hubiera puesto en gasto si no fuera porque es mi mejor amigo.
Enternecido por las palabras de Lauría, Becerra tedió los brazos y rodeó el cuerpo del otro. Fue un largo e intenso estrujón que sólo cesó cuando la primera descarga hirió la nave y la sacudió como a un colectivo 96 que transita por las calles de Laferrere.
—¡Qué pasa! —chilló Becerra aterrado.
—Natural —explicó Lauría—. Nos están atacando los hermafroditas gordos del planeta Carmesí.
—¿Por qué?
Lauría bufó. —Querrán vengar la muerte de Ñuquiñuc, su Autofollador Vitalicio.
—¿Asesinó al Autofollador Vitalicio del planeta Carmesí? Yo creía que mato a un hermafrodita gordo cualquiera.
—Estaba defendiendo nuestra mermelada de frutilla, Becerra, recuerde eso; nuestra mermelada de frutilla, nuestra inversión. —Becerra se sintió asaltado por la idea de que él había puesto las frutillas... frutillas podridas, de acuerdo, eso hay que remarcarlo, y un cheque de mil doscientos pesos por sólo cinco kilogramos de azúcar impalpable. Pero le pareció que Lauría podría ofenderse si se lo recordaba y optó por mantener el pico cerrado.
Una nueva andanada de rayos desintegradores hizo impacto en el escudo antirrayos de la nave de Lauría y ahora las sacudidas fueron similares a las que sufrió Tom Hanks en el avión de la Federal Express que sale en Náufrago.
—¿Será posible? —Lauría hizo un par de complejos cálculos con el ábaco incautado a los chinos en el cuento de los gorriones —en una parte del cuento excluida en la revisión final, aclaro por si alguno lo leyó y no encontró ningún ábaco chino— y determinó que podía usar un agujero de gusano cercano para escabullirse del despiadado ataque de los hermafroditas gordos del planeta Carmesí. 
—Usaremos un agujero de gusano cercano —dijo Lauría— para escabullirnos del despiadado ataque de los hermafroditas gordos del planeta Carmesí.
—¿No sería más sencillo no provocarlos? —Becerra empezaba a perder la paciencia con Lauría. —La próxima vez piense antes y actúe después. —Ya casi no le importaba ofender a Lauría.
Lauría contempló a Becerra con una expresión que no auguraba nada bueno. La expresión podía querer decir cuando lleguemos a casa le rompo el culo a patadas o no sea necio, hombre, los hermafroditas gordos del planeta Carmesí no necesitan ser provocados para reaccionar como la mierda o de dónde sacó que asesinar a un hermafrodita gordo del planeta Carmesí es una provocación.
—A ellos les encanta ser asesinados, Becerra, ¿acaso lo olvidó? —dijo Lauría finalmente—. Usted, en materia de disciplinas xenobiológicas es una nulidad, o tiene una memoria de pajarito.
Becerra habría querido argumentar que no le parecía que los hermafroditas gordos del planeta Carmesí estuvieran reaccionando como si les gustara ver asesinado a su Autofollador Vitalicio, sino todo lo contrario. Pero el horno no estaba para bollos y él no sabía manejar la nave de Lauría de regreso a la Tierra; todo lo que le había logrado aprender era a aferrar firme el volante.
 —¿Vamos hacia el agujero de gusano? —dijo Becerra por decir algo.
—Ya estamos a punto de ser excretados —respondió Lauría—. Estamos saliendo del agujero de gusano como un cilíndrico y orondo sorete.
Becerra estuvo a punto de reprender a Lauría, molesto por el uso de un lenguaje tan soez. Pero no lo hizo, alelado ante la visión panorámica de un planeta colgando al alcance de la mano. Abrió los ojos como platos de porcelana de Fukien y balbuceó:
—¡E-ese es el mundo los hermafroditas gordos! ¡Es el planeta Carmesí!
—Mmmmmm, sí. —Lauría miró una pantalla con el ceño fruncido—. Parece que vectoricé para el otro lado.
En ese mismo momento sonó una voz gutural y rebotó en los paneles perforados de la nave de Lauría.
—¡Ustedes! ¡Ustedes! —La voz gutural carecía de la riqueza que tienen las voces prístinas, o las aflautadas.
—¿Nosotros qué? —replicó Lauría sin achicarse. Si hay que reconocerle alguna virtud esa es que Lauría rara vez arruga. Ni haciendo un mayúsculo esfuerzo mental —la clase de esfuerzo que produce hemorroides en la glándula pineal— podía Becerra recordar una ocasión en la que Lauría hubiera dejado de hacer frente a los percances.
—Ustedes mataron a nuestro Autofollador Vitalicio. ¿Les parece bonito?
—Tal vez la especie corre peligro de extinción —susurró Becerra, consternado.
—Quiso robar nuestra mermelada de frutilla —dijo Lauría—. Fue en legítima defensa.
Se produjo un prolongado silencio. O, mejor dicho, durante un lapso apreciable no llegaron sonidos desde el planeta Carmesí, el mundo los hermafroditas gordos. Lauría y Becerra pensaron lo peor, lo que bien mirado es una gran cosa: si uno es capaz de pensar lo peor cualquier cosa que ocurra será mejor que eso. Y así fue.
—Así que legítima defensa —dijo la voz—. Así que el muy cebón les quiso robar la mermelada. ¡Maldito sea el Autofollador Vitalicio y toda su progenie durante las próximas cien generaciones!
—Eso es bravo —susurró Lauría—. Sin Autofollador Vitalicio estos necios se extinguen.
—No lo entiendo —dijo Becerra rascándose la seborrea con una uña larga y sucia. Hacía años que Becerra no daba con un buen champú.
—Algo grave tiene que haber ocurrido en este mundo para que ya no les importe la pérdida del Autofollador Vitalicio.
—Sigo sin entender, Lauría.
—Son hermafroditas, Becerra.
—¿Qué están cuchicheando? —dijo la voz desde el planeta Carmesí—. Es de mala educación secretear en público. 
Becerra y Lauría quedaron estupefactos, paralizados, tiesos. Cuando recuperaron el habla dijeron al unísono.
—¡Tetas!
Ninguno de los dos estaba en condiciones de conjeturar cómo había hecho Tetas para llegar al planeta Carmesí antes que ellos. De lo que no tenían dudas era que la mano de Tetas estaba detrás de la radical transformación de las costumbres de los hermafroditas gordos. En ese mismo momento la voz atiplada de Tetas se superpuso a la del primer interlocutor y hasta fue audible el empellón que le dio para desplazarlo.
—¿Qué hacen aquí, tan lejos de casa?
La pregunta era válida en sentido inverso, pero ni Becerra ni Lauría se animaron a enfrentar a Tetas. (Está de más que señale que lenta, pero firmemente, Tetas adquiere un mayor protagonismo en esta serie y no falta mucho para que la controle por completo).
—Ustedes —dijo Tetas— son unos mamarrachos impresentables que hacen quedar como cerdos a los humanos del planeta Tierra, no importa de qué rincón del universo estemos hablando.
—Haremos cualquier cosa para reparar el error cometido —dijo Becerra con voz llorosa.
—Exactamente eso. He podido reconvertir los hábitos sexuales del noventa por ciento de los habitantes del planeta Carmesí, pero me he comprometido ante el diez por ciento restante a satisfacer sus necesidades sin reparar en costos. 
—¿Y eso significa...? —dijo Lauría temiendo lo peor.
—Exactamente.
Y así fue como Lauría y Becerra se convirtieron en hermafroditas gordos y ocuparon el lugar del Autofollador Vitalicio asesinado, para lo cual debieron someterse a un doloroso tratamiento hormonal y comer diariamente cinco kilos de mermelada de frutilla cada uno. Hay que aclarar, para terminar de una buena vez con este espantoso cuento, sin lugar a dudas el peor de la serie de Lauría y Becerra, que el día del planeta Carmesí dura seis horas, veintiocho minutos y quince segundos.

jueves, 22 de enero de 2009

NO OBSTRUYAN LA SALIDA - Sergio Gaut vel Hartman

Lauría había sido invitado por la escribana Henríquez Rico al Ateneo de las Damas de la Caridad de Elortondo, provincia de Santa Fe, con el propósito de que disertara acerca de la filosofía patrística, ese conjunto de proposiciones teológicas que se atribuyen a los padres de la Iglesia e impregnan los primeros siglos del Cristianismo. Lauría, como no podía ser de otro modo, disfrutaba perversamente cuando, ante un auditorio selecto, escupía las premisas de Orígenes, Teófilo de Antioquía, Atanasio, Dídimo el Ciego y Policarpo de Esmirna acerca de la ecpirosis, la apocatástasis, la palingenesia y la parousía y el disfrute se duplicaba al contemplar los rostros perplejos de su público, una masa abigarrada de matronas tan deseables como un accidente de tránsito.
—... que abarca desde finales del siglo primero hasta mediados del siglo séptimo —estaba diciendo Lauría—, se exceptúan, por supuesto, los escritos canónicos, aunque sí se incluyen los de los padres apostólicos y de los apologistas, claro. —En ese momento se interrumpió y sonriendo como si le hubiera sido revelada la naturaleza extraterrestre del Espíritu Santo, acotó: —Queridas amigas: ¿me creen si les digo que acabo de entrar en estado de erección? Es decir, tengo el pedazo duro como un garrote. ¿Alguna desea pasar a comprobarlo? Acérquense. Podría ser algo así como una tremenda experiencia mística, ¿no les parece?
Becerra, mezclado con las concurrentes a la conferencia, hundió la cabeza entre las rodillas. Todo el mundo allí sabía de su estrecha amistad con Lauría, aunque por fortuna pocos conocían el episodio de las chinas, el del asesinato del perro y mucho menos los problemas que habían tenido con la gente del futuro, yo incluido. La invitación fue cursada porque a los oídos de las Damas llegó el rumor de que Lauría había tomado café con leche en compañía del mismísimo Dios Padre Todopoderoso. Error o corrección, había sido una oportunidad excelente para blanquear una serie de máculas oscuras en el historial de ambos, aunque, y eso Becerra lo sabía a la perfección, Lauría siempre se las ingeniaba para embarrarla y, de paso, colocarlo a él en posiciones de las que no era fácil regresar. Becerra estaba seguro de que, tras la ordalía, la multitud congregada en el auditorio tomaría partido en contra del transgresor, linchándolo sin más trámite. Tal vez Becerra, como siempre, exageraba, pero en esta oportunidad Lauría había elegido violar una ley sacrosanta, la del decoro, en medio de una selecta concurrencia: las Damas del Socorro y la Caridad de Elortondo, provincia de Santa Fe, organizadoras del acto. Si hay que morir, pensó Becerra, que sea con honor. Levantó la vista y vio que la gran mayoría de las matronas presentes se habían cubierto los labios con tres dedos, como si esa endeble protección fuera suficiente para refrenar el mugido sucio y descarado que pugnaba por escapar de sus gargantas. La mayoría de las matronas presentes, pero no todas. Dos de los más representativos ejemplares, unas hembras distinguidas y rollizas, vestidas de punta en blanco, con unos trajes de corte tan perfecto y cubiertas con unos sombreros aludos tan absurdos que les ocultaban por completo el rostro, avanzaron hacia el estrado y sin vacilar palparon apreciativamente la prominencia que Lauría ofrecía con generosidad. Becerra observó estupefacto que movían las cabezas y proferían unos chillidos afectados mientras ponderaban forma y tamaño. El resto de la concurrencia, en cambio, parecía haberse precipitado en una sima de incontrolable euforia. Algunas damas trataban de masturbarse sin demasiado éxito —Becerra atribuyó el fracaso a la falta de práctica— mientras que otras, tal vez excesivamente excitadas, habían empezado a rezar el Padrenuestro en voz muy alta, casi a los gritos. 
—¡Silencio, por favor! —oyó Becerra que profería Lauría alzando los brazos. Sonreía como Perón, pero la posición de los brazos era errónea, si lo que Lauría se proponía era remedar los gestos del general—. Vamos a poner un poco de orden en este desorden.
—Menos mal —murmuró Becerra.
—Vamos a entregar números para que el acto de palpación de mi atributo viril pueda ser disfrutado por todas las damas del Ateneo sin limitaciones ni cortapisas y en perfecto orden.
—¡Lo único que faltaba! —farfulló Becerra.
—¿Qué dice, Becerra, allá atrás? ¿Usted también quiere palpar mi verga? —Becerra reflexionó acerca del desmadre que Lauría estaba produciendo y llegó a la conclusión de que lo que excitaba a su amigo era la patrística.
—No, Lauría. Yo me dedico a otro tipo de palpaciones. Ya sabe que tengo una novia muy bonita y que muy pronto nos uniremos en sagrado concubinato.
Al escuchar la velada mención a Tetas, la erección de Lauría se redujo en un noventa por ciento, con el consiguiente desencanto de las Damas del Ateneo de la Caridad de Elortondo. Una serie interminable de ohs y ahs cruzó el salón de actos y chocó contra la pantalla en la que, unos minutos antes, había sido proyectado el film de Konstantin Karamanlis titulado Los mancebos de Éfeso sólo piensan en eso.
—Si será... —Los ojos de Lauría se llenaron de lágrimas; las damas de Elortondo se enternecieron hasta las ídem. Un ladrido agudo anunció que la promotora del espectáculo se hacía presente.
—¡Otra vez no! —masculló Becerra. Cada vez que la escribana aparecía en escena terminaban a los tiros. Y no cualquier clase de tiros: tiros de AK-47. Y no por cualquier motivo: la escribana insistía con llevar en andas a Luismi, el Yorkshire del que los lectores de esta serie ya tienen noticias.
—No prometí nada —murmuró Lauría—; yo no prometí nada —insistió.
—Por lo menos no lo mate a patadas —dijo Becerra cubriendo sus palabras con la palma de la mano. Pero la escribana, que tenía un oído de tísica, escuchó.
—¿Qué se propone hacerle al animal? —Todo el respeto intelectual que la escribana profesaba por Lauría se iba al mismísimo carajo cuando el perrito entraba en escena. Este no es el momento ni el lugar de un recuento, pero para que no se queden en babia diré que Lauría mató a patadas a Luismi en uno de los relatos de esta serie y en otro fue resucitado gracias a una operación que realicé manipulando las hebras de superposición cuántica del continuo espacio temporal adecuado. No es ningún secreto: soy el viajero del tiempo. Pero no se dispersen ni distraigan, lectores, por favor. Y mantengan la atención centrada en lo que narraré a continuación.
—Al perro nada, escribana —dijo Lauría—, pero a usted pienso someterla para que pruebe la firmeza de mis convicciones.
—Salga, no sea puerco. —Era la primera vez que la escribana se cachondeaba en presencia de Becerra y Lauría.
—Se me acaba de ocurrir que podríamos hacer una gira —dijo Lauría—. Salimos para Melincué, tocamos Firmat, Chabas, Casilda, Pérez y el fin de semana nos presentamos en Rosaurio.
—¿Y en qué consistiría la gira? —La escribana Henríquez Rico pareció súbitamente interesada, tanto que depositó su preciado tesoro en los brazos de Becerra, que lo recibió sin disimular la repugnancia. No olvidar que el perro fue reventado a patadas en un cuento de esta serie y resucitado en otro, proceso que no ha podido soslayar la persistencia de cierto olor cadavérico residual.
—Nos presentaríamos —dijo Lauría muy suelto de cuerpo— con mi rutina patrística, ya sabe: Ignacio de Antioquía y Policarpo de Esmirna. Luego Celso Cuadrato, Justino, Taciano, Atenágoras, el Pseudo-Justino, Teófilo de Antioquía y Hermias.
—¡Qué maravilla! —La escribana palmoteó hechizada por el proyecto de Lauría—. ¿Qué me dice, Becerra? Qué sorpresa, ¿no?
—No venda la marta antes de cazarla —dijo Becerra.
—¿A mi amiga Marta? ¡Jamás haría algo así!
—Luego —dijo Lauría cerrando los ojos—, cuando el éxtasis ubique a las matronas en el punto álgido de la excitación metafísica, usted se acerca, me toca el pene y se me produce una tremenda erección, a la que llamaremos “apología capadocia”.
—¿Yo haré eso? —La escribana retrocedió un paso.
—No sólo hará eso —dijo Lauría—, sino que además, poseída por el espíritu de Teodoro de Mopsuestia, se arrancará las escasas ropas que cubrirán su cuerpo y se ofrecerá a mí con la impudicia sardónica que narra san Isidoro en sus Etimologías.
—¿Qué narra? —La escribana retrocedió otro paso; Luismi pasó de los brazos de Becerra a los de una dama jorobada, pero muy elegante, a la que los habitantes de Elortondo llamaban, no sin ingenio, Notredame. La razón debemos buscarla en que Becerra necesitaba tener las manos libres para atajar a Lauría cuando, perdida por completo la compostura, reprodujera la danza de los hombres lobos, tal como ocurrirá en un cuento llamado “La danza de los hombres lobos”, que todavía no escribí.
—Narra su impudicia —bufó Lauría—. Los padres de la iglesia no perdían el tiempo en fruslerías, bagatelas, minucias y bicocas.
—Pero yo no soy impúdica —replicó la escribana. Tres o cuatro matronas confirmaron el aserto.
—Lo será, en cuanto yo la tutele.
—¿Usted me va a qué? No nació el hombre que me tutele. —La escribana no conocía la palabra, pero por las dudas, ya que la cuestión venía un tanto escatológica, tomó sus precauciones.
—Lauría: deje a la escribana en paz. —Becerra tomó el brazo de Lauría, pero éste se desasió con brusquedad; estaba lanzado.
—No sólo la voy a tutelar en el sentido que propone la apocatástasis, sino también en el que Bonnet sugiere en su La palingénésie philosophique.
—¡Debí imaginarlo! —dijo la escribana furiosa—. Yo sabía que de una mente inmunda como la suya sólo podía salir algo como eso.
La sala del Ateneo de las Damas de la Caridad de Elortondo había quedado casi vacía. Podía decirse que la conferencia, interrumpida por el episodio de la erección, carecía de los atributos que hubieran permitido llamarla “un éxito”. No obstante, eso no fue obstáculo para que las dos primeras damas convocadas a la palpación permanecieran clavadas en el escenario, animadas por la esperanza de que se produjera una reerección. También estaba Notredame, a quien el Yorkshire le había meado los brazos.
—Su tarea, de aquí en más —dijo Lauría—, no es imaginar. Usted será esclava de la patrística y asistirá al rey de la erección filosófica en la turné que emprenderemos. En cada localidad se congregarán multitudes euforizadas por el logos y erotizadas por el escotismo. Luego de cada representación, una vez que yo haya alcanzado el apogeo diamantino de mi verga, usted se arrancará la ropa y se clavará en la cruz simbólica formada por mis atributos...
—¿Cruz simbólica? —dijo Becerra, perplejo.
—Usted no entiende, Becerra. Pero eso no me sorprende ni me inquieta: usted nunca entendió nada. Eso sí: procure no mencionar a Tetas que eso conspira contra la unción y el celo requeridos para mantener la erección.
—Es su idea —dijo la escribana—, es su porcachunada —insistió—. ¿Se puede saber qué pito toco yo en su proyecto místico sexual?
—¿Me está cargando, escribana, o de pronto se ha vuelto enemiga de la filosofía? Esto es una revolución en la historia del pensamiento. Llevaremos la noción de ser, cuyo sentido no es forzosamente una abstracción de las cosas sensibles, a la carnalidad de los tamberos y las vaqueras.
—A ver si entendí —dijo Henríquez Rico, escribana y mami del Yorkshire apodado “Luismi” en honor a un heteróclito juglar azteca—: usted quiere salir por los pueblos a repetir este lamentable acto consistente en un proceso de excitación peneal producido por la lectura de los textos de los padres de la Iglesia, seguido por un brutal estriptis ejecutado por muá y del sacrificio ritual que otra vez muá ejecutaría en el escenario para lograr la cachondización de las multitudes congregadas...
—¡No! —exclamó Lauría—. Eso sólo sería el comienzo. Mi objetivo es lograr que todos los asistentes alcancen un estado de excitación análogo al mío como producto de la exposición de las ideas de Duns Escoto, Tomás de Aquino y Dídimo el Ciego. Usted sería sodomizada ordenadamente por toda la concurrencia, sin abandonar la sagrada posición de la primera clavada y al final yo cobraría a todos los que hubieran logrado eyacular.
—¿Y eso por qué? —quiso saber Becerra. Lauría miró furioso, casi enajenado a su amigo.
—¡No soy un estafador, Lauría! Eyaculación no producida equivale a acto místico no consumado. Podría decírselo en latín, que sonaría mucho más apropiado, pero el autor quiere terminar el cuento en tiempo y forma y buscar eso sería demasiado arduo.
—Soy lesbiana —dijo la escribana soltando el aire. Hacía mucho que deseaba confesarlo y esta era la ocasión adecuada.
—Eso ya lo sabíamos —dijo Becerra clavando una vez más donde más duele, aunque en este caso fuera una clavada metafórica.
—No voy a ser su esclava sexual ni su pupila, aunque la suya sea una gesta filosófica merecedora de todo el apoyo de los amantes del pensamiento, como yo. Búsquese otra. Lo siento.
—No hace falta que se busque otra, Lauría —dijo Tetas entrando voluptuosamente a la sala del Ateneo de las Damas de la Caridad de Elortondo, provincia de Santa Fe. Sus ídems se bamboleaban bajo el vestido de seda que se había puesto y era evidente que no usaba sostén. Ni falta que hacía—. Yo lo haré; me gusta la idea de ser su esclava sexual.
—¡Tetas, no! —exclamó Becerra estupefacto por la declaración de su novia oficial.
—Tetas sí —dijo Tetas—. Usted será mi novio, pero no puede bloquear mi crecimiento espiritual. La experiencia que propone Lauría me parece maravillosa. Servir de objeto sexual a un montón de viejos decrépitos a los que lo único que se les para es el corazón, llegado el momento, es una magna tarea, no menor que la que en su momento emprendieron Teodoreto, Sufronio y especialmente Lactancio...
Todos los concurrentes se preguntaron de dónde había sacado Tetas esa erudición. No podía decirles que era el producto de un paseo por el tiempo que yo, escritor y renombrado temponauta, le había obsequiado a Tetas como viaje de bodas en otro cuento de esta serie. No se los podía decir a ellos, pero se lo digo a ustedes, lectores, sí ustedes, no se distraigan que ya termina. 
—Estoy fascinado —dijo Lauría—. Usted es mucho más apropiada para la tarea que esta vieja gotosa. Pero, ¿cómo supo que yo me proponía hacer una turné mística por los pueblos del sur de la provincia? ¿Cómo supo que la lectura de textos de los padres me produce unas descomunales erecciones? Y lo más incomprensible, ¿cómo supo en qué consiste el acto de clavada si me lo acabo de inventar?
—Tengo poderes telepárticos —dijo Tetas, como restándole entidad al asunto. Mentía, por supuesto. Estaba al tanto del asunto porque yo le había permitido leer el primer borrador en 2054, durante un momento de bloqueo creativo. Este cuento estuvo parado cinco años y sólo se puso de nuevo en marcha cuando Tetas me sugirió este final.
—Telepáticos —corrigió Becerra, que es muy detallista, eso sí.
—Telepárticos —insistió Tetas—. Puedo inducir todo tipo de partos a distancia, incluso partos creativos. Un autor está bloqueado y yo abro canales para que sus ideas fluyan. También puedo, desde la Tierra, lograr que una numansa del planeta Numans supere una dilatación escasa y escupa a su cría, tras treinta años de ignorada gestación. Pero eso es tema para otro cuento. No quiero aburrirlos.
—Claro —dijo Notredame, notoriamente decepcionada por el curso que habían tomado los acontecimientos, ya que nunca nadie la consideró candidata a ocupar el puesto de objeto sexual—, la señora no quiere aburrirnos, pero no vacila en ofendernos. ¡Vamos, chicas! —concluyó arrojando a Luismi a una fuente de agua bendita ad hoc, donde el pobre animal se ahogó en cuestión de segundos, para desesperación de la escribana, que se arrojó a la fuente y también desapareció en las profundidades. Las chicas siguieron a Notredame y sólo quedaron, una vez más, Lauría, Becerra y Tetas.
—¿Cuándo salimos para Melincué? —quiso saber Tetas.
—Hay tiempo hasta mañana —dijo Lauría. Becerra, decepcionado por el curso que tomaban los acontecimientos, se puso a llorar.
—¿Por qué llora, Becerra? —dijo Tetas.
—La pierdo, una vez más.
—No es cierto. Nunca me tuvo, aunque sea su novia en el presente, porque estoy casada con el hombre del futuro. La vida es como es, no como a uno le gusta que sea.
—Claro, eso —convalidó Lauría.
—Es que el presente es tan efímero —sentenció Becerra pasando el dorso de la mano por la mejilla. La retiró empapada por una sustancia aceitosa.
—Eso es verdad —aceptó Lauría. Uno no es filósofo al pedo.
Era hora. Puse en marcha la máquina, recogí a Tetas y nos vinimos a 2080, donde tenemos un hermoso palacete con vista al parque de cuerdas cuánticas. Pero como somos muy respetuosos de nuestra intimidad, sobre lo que ocurrió a partir de entonces no diré nada.

domingo, 18 de enero de 2009

AGUA CERO - Sergio Gaut vel Hartman

—¿Le parece que parará, Lauría?
—Hmm, déjeme ver. —Lauría se asomó a la ventana y observó la cortina gris acero, oblicua, inclemente, que cubría la ciudad desde hacía una semana. —Lo más probable es que no. Lloverá para siempre.
—¿Cómo dice una cosa así? —Becerra acarició el hombro de Tetas, que dormía plácidamente sobre un sofá. El sofá estaba tapizado con una tela estampada; imágenes de jirafas y elefantes componían una metáfora prístina de la gesta de Noé.
—Digo lo que digo. Los extraterrestres no se tomaron todo este trabajo para hacer una demostración de fuerza, sólo para impresionarnos. 
—¿No? —Becerra no creía que el aguacero pudiera ser una venganza por lo que Lauría le había hecho al pobre Erihs’kroihs. Pero tampoco conocía tanto la psicología de los extraterrestres como para poner la firma y permanecer sentado.
—No. Quieren convertir la Tierra en un planeta acuático y vendérselo a los cuackcroacs. —Lauría hizo una mueca; no estaba convencido de su propia teoría, pero el rastro de las babosas en las paredes y la inutilidad del sulfóxido para exterminarlas le hacían perder la poca paciencia que conservaba. El comentario de Becerra no contribuyó en nada para mejorar su humor.
—Hubiera sido más práctico derretir el hielo de los polos, ¿no le parece?
Lauría se encogió de hombros. Todo le importaba un pimiento; estaba deprimido. —Ahora que lo pienso el tacazo a Erihs’kroihs fue una cochinada. —No obstante, Lauría podía rememorar el episodio sin dar el brazo a torcer; no tenía ganas de arrepentirse y seguía pensando que el extraterrestre era repulsivo, que se merecía ser aplastado como una cucaracha.
—Ya que lo dice, creo que se ha pasado la vida haciendo cochinadas, Lauría.
Lauría miró a Becerra con expresión asesina. —Salga y muérase, Becerra. ¿Cree que eso de ahí afuera es agua?
Tetas se removió inquieta, como si las palabras de Lauría hubieran logrado perforar la coraza de su sueño.
—La va a despertar. Mírela —Becerra señaló a Tetas con un dedo rematado por una uña larga y sucia—. ¿No es un ángel? Una mariposita. ¡Divina!
Lauría no pudo evitar que en sus entrañas se repitiera esa inefable sensación corrosiva, la misma que despuntaba cada vez que distinguía los atributos de Tetas asomando por el escote del vestido floreado.
—No —dijo despechado—. No es un ángel. Y se va a morir, igual que usted, y todos. Esta es la peor invasión extraterrestre de que se tengan noticias.
—¿Y usted? —Becerra miró a Lauría con suspicacia. El muy cretino tenía la solución, pero no la iba a soltar a menos que él entregara a Tetas; sabía que ese era el propósito; pero ni siquiera estaba seguro de que todo no fuera una monumental puesta en escena, un fraude mayúsculo para arrebatarle a la chica.
Lauría no contestó. Volvió a correr el visillo y contó las gotas que, como ampollas de mercurio, se aferraban al vidrio de la ventana. 
—¿Ya no llueve? —Tetas, sentada entre las jirafas y los elefantes, con los ojos rojos de llorar en sueños, parecía una Sheherazade conjetural, de regreso de un viaje de mil años luz alrededor de la galaxia. Becerra no pudo contenerse y se abalanzó sobre ella, cubriéndola de besos. Lauría hundió la nariz en el vidrio para no mirar. 
—Amor.
—Déjeme en paz, Becerra —protestó Tetas—. El horno no está para bollos. ¿Cuánto hace que estamos encerrados en este lugar. ¿Cuándo dejará de llover? ¿Lo sabe Lauría, que todo lo sabe? —Las últimas palabras fueron un madrigal de velados reproches; Tetas detestaba a Lauría, pero eso no era más que lo que todo el mundo, incluyendo a los aberrantes seres de planetas remotos, sentían por el mejor amigo de Becerra. Sólo Becerra soportaba a Lauría, a pesar de que éste le hacía la vida imposible.
—¿No puede llamar a su amigo?
—¿Qué amigo? —dijo Becerra haciéndose el distraído.
—El viajero del tiempo, el tipo del wub, el que vive en 2047.
—¿Usted se cree que en el futuro el tiempo no transcurre? Seguro que el tipo está viviendo en otra galaxia. Dentro de medio siglo este planeta será un Sahara.
Lauría metió las manos en el bolsillo del pantalón y apuntó con la barbilla a una zona indeterminada del espacio y el tiempo.
—Haga la prueba, llámelo, invóquelo, haga algo.
Becerra se rió con ganas, pasó el brazo por la cintura de Tetas y atrajo a la muchacha hacia sí. —Usted es un mentiroso, Lauría. Si mi amigo vive en 2047...
—¿No dijo 2050, Becerra? —El tono de Tetas fue acusador, crítico.
—Si mi amigo vive en 2047, 2050 o 2099 —rectificó Becerra—, no tiene mayor importancia; quiere decir que el mundo no terminó, que los extraterrestres fracasaron, que no hubo segunda arca ni perros en escabeche.
—¿Qué es eso de perros en escabeche, Becerra? —El tono de censura de Tetas se agudizó. —Sabe que no me gusta que se le haga daño a los animalitos, ni siquiera a las ratas y a las serpientes...
—¿Puede hacerlo venir o no? —insistió Lauría.
—Puedo —dijo Becerra—. Pero la pregunta exacta es: ¿quiero? Lo haría para salvar a Tetas y a mí mismo...
—Y yo no lo merezco —dijo Lauría haciendo un puchero—. ¿Insinúa eso?
Becerra se sintió una porquería. ¿No había removido Lauría cielo y tierra y desafiado al mismísimo Dios aquella vez que se murieron? ¿No se había jugado por él cuando el Diablo los corrió con el tridente hasta que tuvieron que subir de nuevo al cielo? ¿No había desafiado al déspota de Ropei cuando éste encarcelara a Becerra por la cuestión de las estampillas?
—De acuerdo. —Becerra pulsó el enlace de superposición de objetos macroscópicos para iniciar el proceso de decoherencia temporal. En dos o tres de mis cuentos Becerra había aprendido más sobre física cuántica que Albert Einstein en toda su vida.
Yo estaba tomando un baño de escarcha de partículas virtuales implicadas cuando se encendió la luz roja del panel de control. Los paneles de control con luces de colores son imprescindibles en cualquier buena ficción.
—¡Otra vez Becerra! —exclamé—. Ese ya me tiene harto; me llama por cualquier tontería. —Pero no podía desentenderme del problema. Una pérdida significativa de energía virtual en un punto inferior de la trama de superposición cuántica podía significar el fin de mi mundo y hasta del suyo. Del suyo lector, a usted le hablo, no se distraiga.
Activé el selector de hebras y seguí la torsión de la línea que comunicaba mi presente con el pasado. En un lapso ridículamente breve aparecí en la habitación 947 del Yorkshire Palace Hotel que ocupaban Becerra, Tetas y Lauría. La elección tenía mucho que ver con la culpa que Lauría sentía por los que le había hecho al perro de la escribana Enríquez Rico en uno de los primeros cuentos de esta serie. El perro era un Yorkshire puro, se llamaba Luismi y Lauría lo había matado de una patada, y al hacerlo se había sentido identificado con un personaje de Buñuel en La Edad de Oro. Pero eso no viene al caso.
—¡Por fin! —exclamó Lauría—. Ni que fuera el plomero.
Sacudí los restos de escarcha adheridos a mi traje de viajero temporal y miré en derredor. El lugar parecía un muladar; olía a humedad y el abigarramiento de objetos producía una sensación de acoso que me recordaba a la que se suele experimentar cuando se visita el planeta Turner, el Trantor del universo empresarial.
—Afuera llueven gotas de acero —dijo Tetas—, que si te tocan te hieren como cuchillos.
—Es una invasión extraterrestre —dijo Becerra—. Los paisanos de Erihs’kroihs toman venganza por lo que éste les hizo —agregó señalando a Lauría con un dedo rematado por una uña larga y sucia.
—Quieren convertir la Tierra en un planeta acuático y vendérselo a los cuackcroacs. —Lauría recitó su discurso con el mismo tono impersonal con que los oficiales del ejército le informan a una madre que su hijo acaba de ser hecho picadillo en Mosul.
Miré hacia afuera por la ventana. (Les recuerdo que los viajeros temporales no utilizamos puertas ordinarias para entrar a las habitaciones). La lluvia seguía azotando los vidrios con sus gránulos viscosos, unas bolitas de metal que se fabrican en un planeta del sector Spaghetti 69. Había visto ataques así en varios mundos de ésta y otras galaxias y sabía perfectamente que no podía durar para siempre, a lo sumo tenían material para cinco o seis años más. Los caños de los sorpros pronto se verían afectados por la superposición cuántica débil y por el fenómeno llamado decoherencia de ruptura lateral. Pronto, insisto, dentro de cinco o seis años. Pensé a toda velocidad. ¿Qué quedaría de la Tierra tras cinco o seis años de lluvia ininterrumpida? No era necesario, pero no me costaba nada salvar el continuo.
—Escuchen: es caro, pero puede hacerse.
—¿Cuán caro? —dijo Lauría con desconfianza. Había sido educado por una familia de prestamistas del Tesino, más austera que camelleros bereberes. No importa lo que se esté negociando: Lauría siempre pide rebaja. 
Moví la cabeza con suficiencia. —No soy Noé, por lo que no resuelvo los problemas construyendo arcas.
—Claro —dijo Becerra—. Esto no se resuelve con una barca.
—Dijo arca —corrigió Lauría. Era lo que yo esperaba. Una pelea entre esos dos podía durar más que la lluvia. Tomé un interruptor de campo cuántico que siempre llevo en la guantera de la máquina del tiempo y lo enchufé en el Laplace que uso detrás de la oreja, incrustado en el hueso. Pulsé la fase de cohesión y proyecté un efecto túnel o de desintegración, que predijo el comportamiento de cada una de las partículas que los sorpros generaban en sus caños y que, aun no siendo observables, implicaban un proceso atómico muy razonable y muy bonito. Todo el curso de acción demoró escasos tres minutos. Cuando terminó, Becerra y Lauría no habían dejado de discutir, por lo que no tuve más remedio que palmear las manos y decir:
—Fin del recreo.
—¿Qué dice éste? —Los tres me miraron con expresiones de furia, diferentes, pero todas ellas feroces. 
—Miren por la ventana, por favor.
Los tres se precipitaron hacia la ventana y hundieron sus narices en el vidrio. Afuera, efectivamente, había dejado de llover la sustancia inducida por los sopros. 
—Llueve —dijo Tetas decepcionada—; sigue lloviendo.
—Pero llueve lluvia —repliqué.
—¿Eso es bueno? Estoy harta de la lluvia.
—No te preocupes muñeca. Vamos a ir a un lugar donde siempre brilla el sol.
Lauría fue el primero en desentrañar el sentido de mis palabras.
—¿Eso significa...?
—Cumplí mi parte del trato. La Tierra está fuera de peligro.
—Llueve —dijo Tetas, melancólica.
—Esa lluvia no puede durar mucho. Siempre que llovió paró.
—¿Usted negoció a nuestra Tetas? —Lauría formó un garrote vil con las manos y apretó el cuello de Becerra. Becerra sacó la lengua y en el aire crepitaron chispas de una sustancia fosforescente. Vaya uno a saber qué había estado tomando Becerra.
—Déjelo en paz —dije tocando un botón del Laplace y programándolo en fase de cristalización taquiónica. Lauría y Becerra quedaron objetivamente paralizados al instante, aunque en rigor a la verdad el Laplace sólo puede reducir la velocidad de los electrones en un millonésimo. Es suficiente para que los afectados parezcan los personajes de “El milagro secreto” de Borges.
—¿Es verdad que me llevará a un sitio en el que no llueve y siempre brilla el sol? —Tetas había asumido la nueva situación con total naturalidad. Ni siquiera preguntó si Becerra volvería a la normalidad alguna vez. 
Pero yo estaba preocupado por otro asunto: tendría que dejar una buena suma en la administración para que conservaran la habitación 947 tal cual estaba en ese momento. Mover un cuerpo afectado por un campo de desaceleración taquiónica puede ser fatal. No soy un asesino.
—Es verdad. —Desplegué la máquina del tiempo —que en máxima expansión no es más grande que una cabina telefónica— e invité cortesmente a Tetas para que entrara primero.
—¿No me está mintiendo para aprovecharse de mí? Todos se aprovechan de mi inocencia, siempre. —Tetas Contempló a Lauría y Becerra con una expresión resentida.
—Se lo juro —dije ligeramente divertido—. Y en todo caso tenemos un ingenioso dispositivo llamado paraguas que jamás falla cuando el aguacero es intenso. Es casi infalible y su único enemigo de fuste es el viento del este. 
—¿Qué hace el viento del este? —preguntó Tetas, con la mayor ingenuidad.
—Eso te lo explicaré dentro de cuarenta años y en otro lugar de la galaxia —repliqué, esperando una andanada de preguntas. Pero Tetas no preguntó nada y apretó las ídem contra mí pecho. Partimos.