lunes, 26 de enero de 2009

FRUTILLAS - Sergio Gaut vel Hartman

Lauría observó a Becerra con ojo crítico. —¿Qué le ocurre, Becerra?
—Nada. ¿Por qué me mira así?
—¿Así, cómo?
—Con ojo crítico.
—Ah, eso. Le compré el ojo a un viejo periodista jubilado; lo pagué barato porque ya casi no lo usaba. ¿Qué le pasa?
—Estoy consternado.
—¿Otra vez las frutillas?
—Otra vez.
—¿No las pudieron terminar de comer?
—¿Cómo se le ocurre?
—Sólo eran catorce kilos, Becerra. Usted hace una tormenta en una palangana.
—¿Le parece? Nos comimos once kilos y medio. Tetas desarrolló una fragarianitis aguda y yo me meto en las verdulerías a la salida del trabajo y trompeo a los verduleros, que no entienden la razón, claro.
Lauría se rascó el puente de la nariz con la uña larga y sucia del índice de la mano izquierda. —En qué lío los metió la chica. ¿No se le ocurrió que catorce kilos de frutillas era... mucho?
—Parece que en algún momento, tanto Tetas como yo dejamos caer que las frutillas nos gustaban... mucho.
—¿Y si le dicen que ya se las comieron?
—¿Usted se burla de mí, Lauría? ¿Cómo le podríamos hacer una cosa así? Ella nos obsequió las frutillas con tanto amor... Lo menos que podemos hacer es comerlas.
—Bueno, entonces cómanlas y no fastidie. —Lauría sacó un vaso de leche del bolsillo derecho del saco, un frasquito oscuro del bolsillo de la camisa, una caja con sobres de azúcar —que bien podrían haber sido de cocaína— del bolsillo trasero derecho del pantalón y una bombilla de plata labrada de una pequeña caja de palosanto que estaba en el interior de un bargueño veneciano del siglo XIII, seguramente producto del saqueo de Constantinopla de 1204.
—No podemos —dijo Becerra. 
—No puede qué.
—Comerlas. Están podridas.
—Ay, Becerra, ¿cómo van a estar podridas? ¿Cuánto hace que la chica llevó las frutillas a su casa?
—Una semana.
—¿No las tenía en la heladera?
—Sí, pero ella, inocentemente, las cortó por la mitad, y se pudrieron. Los últimos siete kilos los comimos estando casi podridas. 
—¿Con crema?
—Con crema.
Lauria miró al cielo y vio que una familia de arañas se mudaba en busca de un clima más favorable. Las arañas de la especie Crinum Asiaticum emigran en octubre.
—¿Sabe qué vamos a hacer, Becerra?
—No. Y preferiría no saberlo. Usted siempre me mete en líos. Nunca me salvo de sus excentricidades.
—Vamos a hacer mermelada —completó Lauria sin prestar atención a la protesta de Becerra.
—¿Con frutillas podridas?
—¿Haría mermelada de frutilla con frutillas verdes? ¿Qué clase de inmaduro es usted, que no sabe reconocer la madurez allí donde se manifiesta, y la confunde con senectud?
—¿Yo dije eso? —Becerra asistió consternado a los siguientes movimientos de Lauría quien, tras aderezar la leche con dos gotas extraídas del frasquito y agregarle el contenido de los dos últimos sobres de la caja, ubicó la bombilla de plata y sorbió el contenido con dos largas chupadas.
—Me da asco la nata —dijo Lauria—. Hace medio siglo que tomo la leche con bombilla. ¿Le parece mal?
—¡Qué me va a parecer mal! Me parece estupendo. —A Becerra lo aterraban las consecuencias de contradecir a Lauria y había aprendido a no hacerlo.
—Bien. Entonces procederemos a fabricar la mermelada de frutilla. ¡Tráigalas!
Becerra arrastró los pies hasta el frizer y sacó una fuente azul transparente a través de la cual se divisaba una gran masa de fruta roja. Al destapar el recipiente un olor nauseabundo emergió como si se tratara del genio de la lámpara de Aladin Ibn Saud al-Fatah al-Sadam y flotó por la sala, impregnando cada elefante de cristal, cada cairel, cada buda de terracota.
—¿Le parece que vale la pena? —insistió Becerra.
—Estoy resolviendo su problema, Becerra, no el mío, así que mejor cállese y déjeme pensar.
—No tengo azúcar —dijo Becerra—. En esta casa sólo usamos edulcorantes. Mi esposa... ya sabe cómo es... dice que está gorda, y yo no soy quien para contradecirla. La dieta es la dieta. Y Tetas es otra que...
—Eso es un contratiempo —dijo Lauría—. Pero no se preocupe; Lauría tiene un problema para cada solución. ¿Qué piensa Tetas de las manías nutricionísticas de su esposa?
—Mi novia no se habla con mi mujer y tampoco opina nada acerca de las manías nutricionísticas de María.
Becerra permaneció pensativo mientras Lauria hablaba por teléfono con una amiga a la que identificó como “la Coca”. Reflexionó acerca de la frase de Lauria según la cual él tenía un problema para cada solución; era cierto: gracias a Lauría había tenido problemas con los chinos, con un déspota de otra galaxia, con la escribana Henríquez Rico, con los académicos de la lengua, con los naturales y artificiales del planeta Banjanin y hasta con el mismísimo Dios Creador Todopoderoso, entre otros. Permaneció mudo y supo que todo saldría mal en cuanto Lauria cortó la comunicación.
—Ya mismo nos trae cinco kilos de azúcar.
—¿Así nomás? Nos va a salir más caro el flete que el azúcar.
—Y no lo diga dos veces. Prepare un cheque por mil doscientos pesos.
—¡Mil doscientos pesos por cinco kilos de azúcar! Diez pesos ya sería abusivo.
—Tenga en cuenta el día.
—Es domingo —consintió Becerra.
—¿Nada más?
—Primero de mayo, día de los Trabajadores.
—Exacto. ¿La hora?
—Cuatro de la madrugada.
—¿Se da cuenta de que usted pide imposibles? La Coca nos consiguió azúcar impalpable, lo único que había un domingo primero de mayo a esta hora. Es un poco más cara, no se lo voy a negar, pero de una pureza...
Becerra estuvo a punto de replicar, pero la campana de la puerta de calle, sonando como el Wellington de Beethoven, lo detuvo. —¿Cómo es posible...?
—Vaya, vaya a recoger el azúcar. ¿Lleva el cheque?
Becerra asintió, sin salir de su estupor y manoteó la libreta de cheques de una repisa. Regresó en dos minutos portando una bolsa de papel madera que debía pesar sus buenos cinco kilos.
—¿Cómo es posible que hayan traído...?
—Es lo que le pedimos, Becerra: cinco kilos de azúcar para hacer mermelada de frutillas.
—¿Cómo es posible que hayan traído el azúcar con tal premura? ¿Acaso acampan en la puerta de mi casa?
Lauria no contestó. Tomó el paquete con el azúcar, violó el precinto y volcó el contenido sobre las frutillas. Una docena de moscas quedaron sepultadas bajo el níveo alud. Fue particularmente significativa la nube de polvo que se elevó hacia el techo y flotó como una cuadrilla de fantasmas.
—¿Esto no debería hacerse sobre el fuego?
—¡Claro! —respondió Lauria. Tomó la fuente con las frutillas y el azúcar impalpable y la abrazó como si fuese su hijo más querido—. Necesitamos someter esto a la temperatura adecuada, no cualquier temperatura. ¡Sígame!
La nave espacial de Lauría estaba estacionada en el patio de la casa de Becerra. Las luces del alba se insinuaban por el este, cosa inaudita tratándose de un cuento de Lauría y Becerra, por lo que tenían el tiempo justo para partir, calentar la mermelada a fuego solar (también llamado fuego lento, como el tango de Salgán) y regresar.
Becerra no podía dejar de admirar la habilidad de Lauria para tener todo a punto en el momento justo, siempre. No sólo habían conseguido azúcar en la madrugada del domingo primero de mayo, sino que el tanque estaba lleno hasta las orejas con esa mezcla absurda de plutonio y escamas de nafta que el demente de su amigo utilizaba para activar el motor de plasma; podrían haber viajado ida y vuelta a Saturno sin necesidad de recargar.
—¿No servía el fuego de mi cocina?
—¿Está loco, Becerra? Esto es azúcar impalpable.
—Ah, es por eso.
Despegaron.
A medida que la nave se aproximaba al sol se hacía evidente que Lauría había acertado con las proporciones. El recipiente con las frutillas y el azúcar impalpable, ubicado en el morro del vehículo, había empezado a hervir apenas sobrepasaron la órbita de Venus. Lauría se puso el traje de caminatas espaciales y munido de un cucharón de diamante sintético (por razones obvias no hubiera servido uno de madera) salió al exterior para revolver la mezcla. Antes de abrir la escotilla le recomendó a Becerra:
—Usted mantenga el volante firme y no se desvíe de la ruta aunque vengan degollando. Si me llegare a ocurrir algo le encomiendo a mi esposa, a mis hijos y mis amantes. Deséeme suerte.
—Suerte —balbuceó Becerra, con los brazos rígidos sobre el volante de la nave, aunque sabía perfectamente que Lauría no tenía esposa ni hijos ni amantes.    
Observó la escena por el gran ventanal delantero del vehículo; era casi como ver televisión en pantalla gigante. Lauria arremetió contra la mermelada incandescente y la masa respondió de inmediato atacando a Lauria. O por lo menos eso le pareció a Becerra en el primer momento. Había algo confuso en lo que ocurría allí afuera y Becerra se había olvidado los anteojos sobre la repisa ya descripta en un párrafo anterior. Parpadeó varias veces para tratar de enfocar la vista y por fin pudo constatar que lo que había tomado por una lucha entre Lauría y la mermelada era un simple forcejeo entre Lauría y un ser de color y textura de mermelada de frutilla.
—¡Sáqueselo de encima! —gritó Becerra inútilmente; no había forma de comunicarse con el exterior de la nave sin contar con el equipo apropiado; y no habían traído el equipo apropiado, claro, aunque en descargo de Lauría y Becerra hay que consignar que habían salido a los apurones.
Afuera, entre las bandas radiactivas de von Neustadt y las emisiones de rayos épsilon originados en el cinturón de deshechos satelitales chino, Lauría se batía en defensa de la mermelada de frutilla. Por fortuna para el desarrollo de este cuento y otros que pienso escribir en el futuro con Lauría y Becerra como personajes, venció. El cuerpo ahusado del hermafrodita gordo del planeta Carmesí flotaba en la blanda falda del espacio territorial venusiano.  
—¡Qué molesto! —exclamó Lauría despojándose de su traje de exterior apenas puso un pie en el interior—. Los extraterrestres la tienen conmigo.
—Dejemos ese tema —dijo Becerra—. Ya sabe que por su culpa la Tierra tiene vedado el ingreso a la Comunidad Galáctica. ¿No tiene nada mejor que hacer que matar extraterrestres?
—Mejor cállese, Becerra. Todo este embrollo es consecuencia de su afición a la mermelada de frutilla. Yo no me hubiera puesto en gasto si no fuera porque es mi mejor amigo.
Enternecido por las palabras de Lauría, Becerra tedió los brazos y rodeó el cuerpo del otro. Fue un largo e intenso estrujón que sólo cesó cuando la primera descarga hirió la nave y la sacudió como a un colectivo 96 que transita por las calles de Laferrere.
—¡Qué pasa! —chilló Becerra aterrado.
—Natural —explicó Lauría—. Nos están atacando los hermafroditas gordos del planeta Carmesí.
—¿Por qué?
Lauría bufó. —Querrán vengar la muerte de Ñuquiñuc, su Autofollador Vitalicio.
—¿Asesinó al Autofollador Vitalicio del planeta Carmesí? Yo creía que mato a un hermafrodita gordo cualquiera.
—Estaba defendiendo nuestra mermelada de frutilla, Becerra, recuerde eso; nuestra mermelada de frutilla, nuestra inversión. —Becerra se sintió asaltado por la idea de que él había puesto las frutillas... frutillas podridas, de acuerdo, eso hay que remarcarlo, y un cheque de mil doscientos pesos por sólo cinco kilogramos de azúcar impalpable. Pero le pareció que Lauría podría ofenderse si se lo recordaba y optó por mantener el pico cerrado.
Una nueva andanada de rayos desintegradores hizo impacto en el escudo antirrayos de la nave de Lauría y ahora las sacudidas fueron similares a las que sufrió Tom Hanks en el avión de la Federal Express que sale en Náufrago.
—¿Será posible? —Lauría hizo un par de complejos cálculos con el ábaco incautado a los chinos en el cuento de los gorriones —en una parte del cuento excluida en la revisión final, aclaro por si alguno lo leyó y no encontró ningún ábaco chino— y determinó que podía usar un agujero de gusano cercano para escabullirse del despiadado ataque de los hermafroditas gordos del planeta Carmesí. 
—Usaremos un agujero de gusano cercano —dijo Lauría— para escabullirnos del despiadado ataque de los hermafroditas gordos del planeta Carmesí.
—¿No sería más sencillo no provocarlos? —Becerra empezaba a perder la paciencia con Lauría. —La próxima vez piense antes y actúe después. —Ya casi no le importaba ofender a Lauría.
Lauría contempló a Becerra con una expresión que no auguraba nada bueno. La expresión podía querer decir cuando lleguemos a casa le rompo el culo a patadas o no sea necio, hombre, los hermafroditas gordos del planeta Carmesí no necesitan ser provocados para reaccionar como la mierda o de dónde sacó que asesinar a un hermafrodita gordo del planeta Carmesí es una provocación.
—A ellos les encanta ser asesinados, Becerra, ¿acaso lo olvidó? —dijo Lauría finalmente—. Usted, en materia de disciplinas xenobiológicas es una nulidad, o tiene una memoria de pajarito.
Becerra habría querido argumentar que no le parecía que los hermafroditas gordos del planeta Carmesí estuvieran reaccionando como si les gustara ver asesinado a su Autofollador Vitalicio, sino todo lo contrario. Pero el horno no estaba para bollos y él no sabía manejar la nave de Lauría de regreso a la Tierra; todo lo que le había logrado aprender era a aferrar firme el volante.
 —¿Vamos hacia el agujero de gusano? —dijo Becerra por decir algo.
—Ya estamos a punto de ser excretados —respondió Lauría—. Estamos saliendo del agujero de gusano como un cilíndrico y orondo sorete.
Becerra estuvo a punto de reprender a Lauría, molesto por el uso de un lenguaje tan soez. Pero no lo hizo, alelado ante la visión panorámica de un planeta colgando al alcance de la mano. Abrió los ojos como platos de porcelana de Fukien y balbuceó:
—¡E-ese es el mundo los hermafroditas gordos! ¡Es el planeta Carmesí!
—Mmmmmm, sí. —Lauría miró una pantalla con el ceño fruncido—. Parece que vectoricé para el otro lado.
En ese mismo momento sonó una voz gutural y rebotó en los paneles perforados de la nave de Lauría.
—¡Ustedes! ¡Ustedes! —La voz gutural carecía de la riqueza que tienen las voces prístinas, o las aflautadas.
—¿Nosotros qué? —replicó Lauría sin achicarse. Si hay que reconocerle alguna virtud esa es que Lauría rara vez arruga. Ni haciendo un mayúsculo esfuerzo mental —la clase de esfuerzo que produce hemorroides en la glándula pineal— podía Becerra recordar una ocasión en la que Lauría hubiera dejado de hacer frente a los percances.
—Ustedes mataron a nuestro Autofollador Vitalicio. ¿Les parece bonito?
—Tal vez la especie corre peligro de extinción —susurró Becerra, consternado.
—Quiso robar nuestra mermelada de frutilla —dijo Lauría—. Fue en legítima defensa.
Se produjo un prolongado silencio. O, mejor dicho, durante un lapso apreciable no llegaron sonidos desde el planeta Carmesí, el mundo los hermafroditas gordos. Lauría y Becerra pensaron lo peor, lo que bien mirado es una gran cosa: si uno es capaz de pensar lo peor cualquier cosa que ocurra será mejor que eso. Y así fue.
—Así que legítima defensa —dijo la voz—. Así que el muy cebón les quiso robar la mermelada. ¡Maldito sea el Autofollador Vitalicio y toda su progenie durante las próximas cien generaciones!
—Eso es bravo —susurró Lauría—. Sin Autofollador Vitalicio estos necios se extinguen.
—No lo entiendo —dijo Becerra rascándose la seborrea con una uña larga y sucia. Hacía años que Becerra no daba con un buen champú.
—Algo grave tiene que haber ocurrido en este mundo para que ya no les importe la pérdida del Autofollador Vitalicio.
—Sigo sin entender, Lauría.
—Son hermafroditas, Becerra.
—¿Qué están cuchicheando? —dijo la voz desde el planeta Carmesí—. Es de mala educación secretear en público. 
Becerra y Lauría quedaron estupefactos, paralizados, tiesos. Cuando recuperaron el habla dijeron al unísono.
—¡Tetas!
Ninguno de los dos estaba en condiciones de conjeturar cómo había hecho Tetas para llegar al planeta Carmesí antes que ellos. De lo que no tenían dudas era que la mano de Tetas estaba detrás de la radical transformación de las costumbres de los hermafroditas gordos. En ese mismo momento la voz atiplada de Tetas se superpuso a la del primer interlocutor y hasta fue audible el empellón que le dio para desplazarlo.
—¿Qué hacen aquí, tan lejos de casa?
La pregunta era válida en sentido inverso, pero ni Becerra ni Lauría se animaron a enfrentar a Tetas. (Está de más que señale que lenta, pero firmemente, Tetas adquiere un mayor protagonismo en esta serie y no falta mucho para que la controle por completo).
—Ustedes —dijo Tetas— son unos mamarrachos impresentables que hacen quedar como cerdos a los humanos del planeta Tierra, no importa de qué rincón del universo estemos hablando.
—Haremos cualquier cosa para reparar el error cometido —dijo Becerra con voz llorosa.
—Exactamente eso. He podido reconvertir los hábitos sexuales del noventa por ciento de los habitantes del planeta Carmesí, pero me he comprometido ante el diez por ciento restante a satisfacer sus necesidades sin reparar en costos. 
—¿Y eso significa...? —dijo Lauría temiendo lo peor.
—Exactamente.
Y así fue como Lauría y Becerra se convirtieron en hermafroditas gordos y ocuparon el lugar del Autofollador Vitalicio asesinado, para lo cual debieron someterse a un doloroso tratamiento hormonal y comer diariamente cinco kilos de mermelada de frutilla cada uno. Hay que aclarar, para terminar de una buena vez con este espantoso cuento, sin lugar a dudas el peor de la serie de Lauría y Becerra, que el día del planeta Carmesí dura seis horas, veintiocho minutos y quince segundos.

1 comentario:

  1. Me encantó el relato, incluso el final, que parece ser un final que no le gusta al autor. Y lo de "fragarianitis aguda"! jajajajaja!

    ResponderEliminar